Me levanté de la silla cuando vi que empezaba a escampar, y, en ese momento, una mujer mayor se dirigió a mí. Calculé que estaría frisando los setenta. Ya la había visto junto a la tumba con quien supuse que era su esposo, pero no le había prestado mayor atención.
—¿Es usted el señor Havix?
Su voz era distinguida y amable.
—Sí, soy yo.
En su rostro se dibujó una sonrisa y me tendió la mano:
—Disculpe que le aborde de esta manera. Me llamo Eva Lisetsky. ¿Tendría quizá un momento para venir a sentarse con nosotros?
De su sonrisa deduje que me conocía, pero, aunque su nombre me resultaba familiar, no pude ubicarlo en ese instante.
—Sí, por supuesto.
Me precedió en dirección a una mesa cuyo único ocupante era su esposo. Mientras caminaba tras ella, recordé de repente dónde había oído su nombre, y también que el hombre que ahora estaba de pie ante mí debería de ser con toda probabilidad su hermano.
—¿Me permite presentarle a mi hermano Bernard? Bernard, este caballero es, en efecto, el señor Havix.
Hizo un gesto invitándome a tomar asiento.
Su hermana continuó:
—Adriaan le apreciaba mucho, hablaba a menudo de usted.
El hermano la miró con el ceño fruncido y ella reaccionó en seguida:
—Disculpe. Para que no haya equívocos, Adriaan en ningún caso nos contaba los detalles de su trabajo, era demasiado discreto para algo así. Le gustaba mucho hablar de arte con usted, era a eso a lo que me refería.
Sonreí y dije:
—Él también me contó algunas cosas sobre ustedes.
En el rostro del hermano se proyectó brevemente una sombra, y ahora era él quien tomaba la palabra.
—Me temo que le molestamos en demasiadas ocasiones. A fin de cuentas, para nada, me atrevería a decir ahora.
Hablaba con el mismo tono tranquilo y distinguido de la hermana, pero en él la amabilidad se había transformado en lo que me pareció cansancio y amargura.
Reaccioné con tanta determinación como me fue posible:
—Puedo asegurarles que jamás le oí que les describiera a ustedes como personas molestas. Sí me habló de lo frustrado que se sentía por lo poco que pudo hacer por ustedes. Estaba muy preocupado, pero supongo que eso ya lo sabrán.
Los dos se apresuraron a recalcar casi al mismo tiempo que sí los había ayudado mucho. Mientras hablaban en términos de verdadero encomio sobre él, tuve tiempo de observarlos bien.
Iban vestidos de manera pulcra y distinguida, y además sus sobrias vestiduras negras desvelaban su noble condición. Sobre la mesa había un anticuado sombrero de fieltro, también negro, planchado con un doblez impecable. Probablemente no hubiera demasiada diferencia de edad entre ellos, pero Bernard Lisetsky parecía mucho mayor y enfermizo que su hermana.
Me sorprendí buscando de manera inconsciente en su aspecto exterior algo que permitiese reconocer su procedencia judía, pero no había nada que lo revelara; a lo sumo, podría suponerse que eran hermanos. Sin embargo, ese origen judío había determinado su vida entera.
Dejando a un lado el hecho de que conocía su historia, era evidente que estas dos personas que tenía frente a mí estaban muy unidas. La manera en que se miraban, se complementaban y el modo casi idéntico de expresarse... todo hacía ver que existía un vínculo muy fuerte entre ambos.
Después de haber hablado con ellos durante un rato, me despedí. Los dos se levantaron para estrecharme la mano. No fui capaz de contenerme y dije algo más que llevaba dentro del corazón:
—Estaba a punto de marcharme, pero me alegro de que se hayan dirigido a mí. Hoy son ustedes las únicas personas a las que he oído hablar de Adriaan con verdadero cariño.
Mientras me ponía el abrigo en el guardarropa, vi por el rabillo del ojo cómo los dos se quedaban solos, sentados a la mesa. Nadie les prestaba atención y ellos tampoco hacían nada por entablar conversación. Estaban allí por Adriaan Mantingh, para pasar un último momento a su lado. Me pregunté cuánto tiempo se quedarían antes de considerar adecuado despedirse de quien probablemente era para ellos la última persona viva a la que aún se sentían estrechamente ligados, un hombre que incluso había llegado a estar en su casa paterna cuando aún formaban parte de una gran familia y tenían un padre y una madre, abuelos y abuelas, tíos, tías, primos y primas.
De la conversación se desprendió que habían ido a presentarle sus respetos. No dijeron ni una palabra de sus propios problemas ni de su especial biografía, sino que convirtieron a Adriaan en el centro de la conversación.
¿Sabrían realmente lo mucho que se había desvivido Adriaan por ellos? Al comprobar la pasión que mostraba cuando hablaba de ellos, yo siempre evitaba sacar el tema en la medida de lo posible. Siempre que empezaba a hablar de este asunto no había quien le parara, y la creciente excitación que le provocaba acaba extenuándole de manera visible. Sin embargo, una y otra vez volvía sobre lo mismo, no podía quitárselo de la cabeza.
Antes de frecuentar su trato, yo sólo sabía que los judíos habían sido las víctimas del holocausto. Ese exterminio era harto conocido, pero había otro lado oscuro: por Adriaan supe que durante la guerra fueron objeto de expolios sistemáticos, y que cuando ésta terminó, siguieron con el saqueo. Los judíos sólo podían ser exterminados una vez, pero su amargo destino fue que los desposeyeron dos veces de las mismas cosas.
Esos dos ancianos con quienes acababa de hablar eran hijos de judíos austriacos que tras la Primera Guerra Mundial se habían establecido en los Países Bajos. Su padre, Otto, descendiente de una familia de banqueros acaudalados, y su mujer Lili habían elegido Heemstede como lugar de residencia y allí pasaron a formar parte de la burguesía acomodada. Los padres de Adriaan habían frecuentado los mismos círculos, y así fue como llegó a conocer a los Lisetsky. Cada vez que recordaba la vida en este entorno, antes de que estallara la guerra, en su voz podía percibirse cierto matiz de melancolía.
Cuando Hitler invadió los Países Bajos, y pronto quedó claro que los judíos tampoco estarían allí seguros por mucho tiempo, Otto y Lili ocultaron a sus hijos. Poco después, a ellos los deportaron. A Otto le mataron de una paliza en el campo de concentración de Theresiënstad por negarse a firmar unos papeles en los que renunciaba a sus posesiones. No mucho después gaseaban a Lili en Auschwitz. Con la excepción de un único primo o prima que también había pasado a la clandestinidad, la familia de Eva y Bernard había sido asesinada o exterminada por la enfermedad y el agotamiento.
Hasta ahí, el destino de la familia Lisetsky había sido igual que el de millones de judíos, pero en su caso había algo especial, y eso fue lo que Adriaan nunca pudo quitarse de la cabeza desde el mismo momento en que se vio involucrado.
La familia Lisetsky poseía una colección de obras de arte poco común. En un período de aproximadamente ciento cincuenta años habían reunido piezas que gozaban de gran reputación por su valor y singularidad.
Cuando los Lisetsky se enteraron del interés que profesaba Adriaan por el arte, le ofrecieron acceso ilimitado a la colección. Él, agradecido, no sólo hizo uso del ofrecimiento para sus estudios, sino también porque le gustaba mucho el arte y para él era una oportunidad única de poder admirar de cerca objetos artísticos tan peculiares. Los Lisetsky habían sucumbido a dos pasiones para ir conformando su colección: la plata antigua y las pinturas de los maestros de los siglos XVII y XVIII.
Cuando Eva y Bernard regresaron a la casa paterna tras la guerra, las obras habían desaparecido. Los únicos recuerdos que aún quedaban de ellas eran las vitrinas vacías y los contornos en el papel pintado donde una vez habían colgado los cuadros.
Una vez llegados a la edad adulta, todos sus esfuerzos se encaminaron a recuperar esa colección, pero en el trayecto se toparon con el desinterés más absoluto y en muchos casos con la directa oposición de las empresas de subastas, los marchantes y las autoridades. Los únicos de quienes podían esperar ayuda era de los demás judíos, que también buscaban lo que les había sido robado. Entre ellos mantenían el contacto e intercambiaban información. Fuera de esa trama, encontraban a alguien de vez en cuando que se apiadaba de su destino, como fue el caso de Adriaan Mantingh.
Por lo demás, en los Países Bajos había unas personas a quienes poco o nada les importaba lo que pudiera haber ocurrido con las posesiones de los judíos asesinados e, incluso, había otras que sí tenían un claro interés en que esas posesiones no regresaran a sus legítimos propietarios. Según Adriaan, el segundo grupo era mayor que el primero, y las autoridades neerlandesas formaban parte activa de él, en su empeño por crear una colección nacional de fama mundial con el arte robado que volvía de Alemania después de la guerra. Para dar forma a ese deseo, miraban sin más a otro lado cuando se trataba de dar respuesta a la pregunta de quiénes eran los propietarios legítimos de esas obras de arte expoliadas. Si el Estado neerlandés había buscado alguna vez la oportunidad de fundar una colección de arte nacional gastándose poco dinero, argüía Adriaan, esa oportunidad la encontró durante los primeros años que siguieron a la guerra, de eso era muy consciente. Los pocos judíos que regresaban de los campos de exterminio debían limitarse a dar gracias por seguir todavía vivos.
Cuando llegábamos a esa parte de la historia, en la voz por lo general amable de Adriaan podía percibirse una mezcla de indignación y repugnancia: «A estas personas les han robado dos veces, Jager, no sólo una vez, sino dos, y esa segunda vez es sin duda la más escandalosa y difícil de aceptar». Para entonces, estaba ya tan excitado que la conversación inicial había desaparecido para transformarse en un monólogo, y alguna vez me pregunté si en aquellas circunstancias seguía siendo todavía consciente de mi presencia.
Durante los sesenta años precedentes, Eva y Bernard Lisetsky habían dado de vez en cuando con piezas de la colección de plata, casi siempre siguiendo el rastro de catálogos que se compilaban para los interesados antes de que las piezas salieran a subasta. Incluso las grandes casas de subastas de reconocido prestigio, que estaban muy al tanto de las pesquisas de los Lisetsky y de otros judíos, hacían muy poco por indagar la procedencia de los objetos ofrecidos. En realidad la
provenance
no les importaba mucho; mejor recaudar una comisión por una pieza de procedencia dudosa que no obtener ningún ingreso. El que los Lisetsky encontraran una pieza no significaba que su reclamación fuera atendida de inmediato, pues siempre debían acudir al juez, y raras veces ganaban. Nadie renunciaba de manera voluntaria. Después de todo, los compradores habían procedido de buena fe y no estaban al tanto de cómo habían arrebatado las piezas a los propietarios originales.
Lo llamativo era que durante esos casi sesenta años no hubiera aparecido ningún cuadro. Estos parecían haber desaparecido por completo de la faz de la Tierra. Para Adriaan se habían convertido en una obsesión, y, mientras yo iba escuchando todas esas historias, fui desarrollando una silenciosa antipatía hacia las personas que le habían endilgado este asunto. Ahora que acababa de oír hablar con tanta calidez a Eva y Bernard Lisetsky sobre Adriaan Mantingh, el amigo con quien visiblemente habían estado tan encariñados, me avergonzaba de mis prejuicios.
De camino a la salida, pasé por delante de una gran representación en madera de un Cristo crucificado que se encontraba en el vestíbulo. La imagen era de roble oscuro y resplandecía debido al exceso de cera abrillantadora que le habían aplicado. No pude evitar rozarla con un dedo, que, en efecto, quedó grasiento al instante. En la parte superior de la cruz aparecían en dorado las letras de rigor, en todos los rincones del mundo siempre las mismas: I.N.R.I.,
Iesus Nazarenus Rex Iudaeorum
; Jesús de Nazaret, el rey de los judíos.
Me alegré de poder dejar a mis espaldas este lúgubre entorno, pero no por este Jesús. Un año tras otro estaba aquí colgado viendo pasar una ininterrumpida comitiva de tragedias, sufrimientos y penas de la humanidad. No acabaría nunca, porque éramos polvo y en polvo tendríamos que convertirnos. Y aunque lo supiéramos, era difícil, si no imposible, aceptarlo. Preferíamos darle la espalda a la muerte durante el mayor tiempo que nos fuera posible.
Y, además, llegábamos a pensar incluso que Dios nos amaba y que no nos había abandonado. Habíamos crucificado a su hijo, pero a pesar de ello suponíamos que todavía seguía teniendo las mejores intenciones para con nosotros. Cuando veía toda la basura que había a mi alrededor, pero sobre todo la absoluta arbitrariedad del sufrimiento y de la felicidad, me daba la impresión de que Dios nos había dejado sin más a nuestra suerte: ya tenía él bastante con lo suyo. Y como después de todo era Dios, no nos había castigado por la muerte de su hijo, pero tampoco nos había ofrecido la otra mejilla. No se había vuelto a preocupar ya de nosotros. Me parecía que todas las pruebas apuntaban en esa dirección, pero no hay nada más tenaz que la convicción de un creyente.
Me recibió un opositor a notario de unos treinta años de edad. Revestido por una incómoda mezcla de inseguridad y trascendencia, se comportaba con una formalidad tan poco natural que por un momento estuve tentado de decirle algo. Quizá preguntarle si le habían permitido que practicara conmigo, en vista de que era evidente que yo no figuraba entre los clientes importantes.
Me habían llamado de la notaría con motivo del deceso del «señor Adriaan Johannes Mantingh». Fue aproximadamente dos semanas después del entierro, y ahora estaba sentado frente a este joven que, a pesar del sofocante calor que aún reinaba, iba vestido de manera impecable con un traje azul oscuro, además del correspondiente chaleco bajo la americana. Una secretaria, igual de bien vestida que su colega, al que trataba de usted, nos trajo café.
Entre nosotros había un sobre grueso, pero antes de entregármelo hubo de recitar un breve texto tipificado y tuve que firmar unos cuantos papeles. Resultaba que mi nombre aparecía mencionado en el testamento de Adriaan. Tras haber cumplimentado todas las formalidades, me hizo entrega del sobre convenientemente precintado.
Al llegar a casa, dejé el paquete sobre la mesa de la cocina. Me quité la camiseta y abrí todas las ventanas del piso de par en par, pero apenas soplaba el viento, así que poco frescor procuraría.