Cuando empezó a zumbar mi móvil, reconocí su número.
—Buenos días, Jaap.
—Hola, Jager. —Su voz sonaba tan fatigada que de inmediato comprendí que debía de haber pasado algo grave—. Quería comunicarte que sería mejor que aplazaras esa visita al padre de Paul Vis. Querías ir hoy, ¿no? Ahora no me parece el mejor momento. Esta mañana hemos encontrado a Paul Vis y a su novia. Los dos estaban muertos, al parecer se han suicidado. En este momento estoy en su apartamento. ¡Joder!
Toda su frustración la cargó en esa última palabra.
—¡Madre mía! —Me quedé mudo por un instante y luego pregunté—: ¿Cómo ha ocurrido? —para en seguida darme cuenta de lo absurda e irrelevante que era la pregunta. ¿Qué importaba cómo hubiera sucedido?
—Todavía no lo sabemos, pero por lo visto se han tomado algunas pastillas.
—Voy ahora mismo.
—No, Jager, no vengas. Esto está repleto de gente y Anton también se encuentra aquí. Te llamaré después para darte más detalles. De todas formas, no vayas a Bélgica, porque todavía tenemos que comunicárselo a sus padres. Ésa es ahora nuestra máxima prioridad.
Corté la comunicación sin responder.
En un tiempo récord conduje de Amsterdam a Róterdam. No encontré la tranquilidad necesaria para reflexionar hasta que no llegué a la autopista. Una y otra vez me asaltaba la misma pregunta: ¿por qué los dos? No podía comprenderlo ni explicármelo.
El recepcionista me reconoció de la vez anterior y me dejó pasar sin problemas, suponiendo que yo era también de la policía. En el vestíbulo de la entrada del apartamento cuatro enfermeros estaban charlando junto a una camilla plegable, esperando que les llamaran para poder llevarse los cuerpos. Cuando me vieron, interrumpieron la conversación, y yo, sin prestarles mayor atención, empujé la puerta entornada del apartamento.
Al final del pasillo vi a Jaap y a su colega Anton de Vilder, que estaban en el salón. Mientras me dirigía hacia ellos, pasé por delante del dormitorio, que tenía la puerta abierta. Justo cuando estaba contemplando los cuerpos de Paul Vis y de su novia tumbados en la enorme cama, Jaap y su colega se volvieron hacia mí.
Al verme, De Vilder combinó un gesto de absoluta sorpresa con un grito iracundo:
—¿Qué está haciendo aquí ese patán? ¡Joder, Tielemans! ¿Qué está haciendo ése aquí? ¡Échale ahora mismo a la calle!
Sin hacerle caso, entré en el dormitorio y me quedé al pie de la cama, junto a la que se encontraba en cuclillas alguien de la policía científica tomando huellas de una botella y un par de vasos que había en el cabecero, en el lado de Paul Vis.
También aquí destacaban el cenicero lleno de colillas y la ropa esparcida por el suelo. Olía a tabaco y a perfume. Aparte de la cama extragrande, este cuarto apenas tenía muebles, como el resto de la casa. Cuando el policía se incorporó, se quedó mirándome sorprendido para después ignorarme.
El tiempo que invirtieron Jaap y De Vilder en llegar hasta mí fue suficiente para poder formarme una imagen. Paul Vis y su novia estaban completamente desnudos y habían fallecido mientras dormían. Esa desnudez la resaltaba aún más la sábana bajera de color azul oscuro. Los dos se encontraban en posición de cúbito lateral, pegados como dos cucharas. Él estaba detrás, con el vientre y el pecho en la espalda de ella y el brazo derecho sobre su muslo. Debido al calor, sólo se habían tapado con una sábana que ahora aparecía arrugada en el extremo inferior de la cama. Probablemente la hubieran apartado con los pies durante el sueño.
Aunque la muerte los había sorprendido mientras dormían, no había nada apacible en la escena que ahora contemplaba. Al yacer la muchacha un poco echada hacia delante, con el vientre sobre el colchón, sólo podía vérsele algo del pecho derecho. Como Jaap y yo pudimos constatar ya antes, tenía un cuerpo fabuloso, pero la muerte le había arrebatado toda la flexibilidad y el vigor juveniles que llegamos a admirar. Todo se había difuminado con el último hálito, y ahora se veía reducida al estado de simple cuerpo entumecido del que habían desaparecido el color y el brillo, sustituidos por el blanco marfileño de la muerte, que parecía absorber toda la luz. Su cuerpo semejaba sólo un molde de cera de lo que una vez había llegado a ser.
Yo ya había contemplado muchas veces la muerte y de nuevo me confirmaba lo que ya sabía: en la muerte no hay belleza. Su aplastante visión no deja espacio nada más que para la propia muerte. Ya no quedaba nada del atractivo sexual de la muchacha, y, de repente, me di cuenta de que ni siquiera sabía su nombre.
Busqué sus ojos mientras me desplazaba hacia el lateral de la cama. Estaban felizmente cerrados, no había notado nada. No pude quedarme mirándole la cara por más tiempo y aparté la vista. El brazo derecho de Paul Vis descansaba sobre su muslo al igual que la última vez. Entonces también le había puesto la mano en la pierna para demostrar que era suya, para que lo viéramos. En aquella ocasión me había molestado, pero ahora era como si el estómago se me estuviera revolviendo dentro del cuerpo. Con el golpetazo del reconocimiento llegó la conciencia de lo que en realidad debía de haber pasado.
Mis pensamientos fueron interrumpidos por Anton de Vilder, que me tiró rudamente del hombro:
—¡Fuera ahora mismo! ¡Aquí no se te ha perdido nada!
Seguía gritando, y, cuando me volví y miré su rostro iracundo, perdí el control. Le cogí por uno de sus brazos y le arrojé con todas mis fuerzas contra el armario de luna empotrado que ocupaba una pared entera del dormitorio. Dio tal golpe que se rompió el espejo y los pedazos de cristal cayeron al suelo y sobre él.
Tras ese arrebato, fue como si todas las fuerzas abandonaran mi cuerpo y no ofrecí ninguna resistencia cuando Jaap tiró de mí hacia fuera. En ese momento me encontraba tan mareado que iba a vomitar. Alcancé justo a tiempo el retrete. Arrodillado ante la taza del inodoro, eché hasta la primera papilla mientras el estómago se me contraía y volvía a relajarse en espasmódicos movimientos. Fue necesario que se vaciara del todo para empezar a sentirme un poco mejor. Me puse en pie, me enjuagué la boca en el lavabo y me sequé la cara.
Al salir del cuarto de baño, Jaap estaba esperándome apoyado contra la pared del pasillo. Me lanzó una mirada penetrante y su voz sonó acre:
—¡Joder, Jager, qué cojones te pasa! ¡Vamos, te acompaño afuera!
Empecé a sacudir la cabeza lleno de incredulidad y dije:
—¿Cómo? ¿Qué te crees que había en esa habitación? ¿Un doble suicidio? ¿Dos personas que ya no aguantaban más?
Frunció el ceño, pero por lo demás no dijo nada.
En el ascensor guardamos silencio, pero cuando salimos afuera le propuse dar un paseo. Cruzamos la calle para llegar a un elevado malecón. Un par de metros más abajo chapoteaban las olas del Mosa contra las piedras de granito. Ya no estaba mareado, pero la ausencia de perspectiva y la melancolía que me asaltaba me llevaron a recordar cómo me sentía tras la muerte de Eileen. Al final tuve que recurrir al Seroxat para reprimir el más terrible de los dolores. Con las recientes imágenes aún en los ojos, me pareció que no había podido elegir peor momento que éste para romper la barrera protectora del medicamento.
—Tendrás suerte si Anton no inicia un proceso contra ti. Con la manía que te tiene, puedes jugarte lo que quieras a que irá por ti.
—Gracias por la preocupación, Jaap, pero eso ahora mismo es lo de menos. ¿Qué creéis De Vilder y tú que ha pasado allí arriba? ¿Un doble suicidio?
Se detuvo de repente y me preguntó enfadado.
—¿Qué estás insinuando, Jager?
—¡La ha asesinado, Jaap! ¡Ese cabrón la ha arrastrado consigo en su caída, joder! ¡Y luego lo ha escenificado todo para que pareciera que ella había decidido acompañarle por voluntad propia!
—Todo eso son especulaciones.
—Vamos, Jaap, tú los has visto a los dos. No creerás que ella decidió libremente poner fin a su vida, ¿verdad? ¿Observaste algo de amor por su parte? ¿Estábamos viendo a Romeo y Julieta sentados allí en el sofá? Tú no eres tan ingenuo. Ella era su juguete y se ha negado a dejarla aquí para que otro la disfrute. Y luego tenemos que creer que ella lo hizo por propia elección. Así volverá a reírse de todos nosotros una vez más.
Jaap alzó las manos en un gesto implorante:
—Incluso si estuviera de acuerdo contigo, ¿qué importa ahora? Me preocupa más por qué se suicidó. Tenía una buena coartada, porque su historia fue confirmada por el vigilante nocturno, que le vio entrar esa noche y luego volver a salir tan tarde que resultaba imposible que pudiera haberle dado tiempo a ir a casa de Van Berkhout, quien, por otra parte, no iba a abrir sin más a cualquiera en mitad de la noche. Nadie vio a Vis por la zona, no tenemos huellas dactilares, no tenemos nada. ¿Por qué pone fin a su vida entonces?
—¿Quieres oír aún más especulaciones, Jaap? Vis no se suicidó por miedo a que le detuvieran por asesinato. Tenía una buena coartada y, además, creo que esa muerte poco le podía importar. ¿Te dio la impresión de que estuviera agobiado por algo? Puso fin a su vida porque comprendió que nunca conseguiría dinero por la venta de esos lienzos. ¡Se trata de dinero! Puedes creerme cuando te digo que si sigues buscando, descubrirás que tenía problemas económicos. No puede ser de otro modo. Y para ese hombre todo giraba en torno al dinero. Él mismo fue quien dijo que quería deshacerse de la colección por el precio más elevado posible. Tenía problemas de dinero, y una cantidad de veinticinco millones de euros, o tal vez más, sin duda los habría resuelto. Seguro que después de que yo se lo hubiera dejado tan claro debe de haber comprendido que nunca obtendría dinero de los cuadros. Nunca tuvo miedo de que le detuvieran por ese asesinato. ¿No lo acabas de decir? No hay pruebas. Se trataba de dinero, y yo le dejé bien claro que nunca llegaría a verlo. Pero quién habría podido esperar que fuera éste el resultado. ¡Joder!
Vi que Jaap quería responder y le paré en seco:
—Y no digas ahora que no es culpa mía. No se trata de eso. No quiero oír esa clase de gilipolleces psicológicas.
Se encogió de hombros y dijo huraño:
—¿Y qué importa? Sea un doble suicidio o sea asesinato y suicidio, este caso parece cerrado. Averiguaré lo de los problemas financieros y, si es cierto, tengo una historia con final. Luego, he de escribir un informe en el que los argumentos sobre el probable asesinato de Van Berkhout por parte de Paul Vis sean tan convincentes que mis jefes se den por satisfechos. Será un curro considerable, y seguro que ni siquiera así se quedarán completamente satisfechos, porque habrían preferido a alguien que hubiera sido juzgado y condenado. Con el renombre de Van Berkhout, ya aparecerá un periodista para contar por qué nuestra versión es incorrecta, de manera que el público seguirá pensando que nos podemos haber equivocado y que, por tanto, el caso no debería haberse cerrado. ¡Qué lío de mierda!
No mucho después nos despedimos. Jaap intentaría mantener a De Vilder lejos de mí. A fin de cuentas, yo había contribuido a resolver este caso y sin mi información De Vilder y sus amigotes no habrían tenido ni idea de los motivos que condujeron al asesinato. Terborgh les habría contado un cuento chino, lo que intentó también conmigo. Dudaba de que Jaap consiguiera convencer a De Vilder, porque estaba claro que no éramos amigos y, ahora que ya no me necesitaba, no tenía ninguna razón para ser condescendiente.
No me importaba mucho. A De Vilder ya le había olvidado cuando subí al coche. Sin embargo, no pasaba lo mismo con mi papel dentro de esta historia. Había hundido a Paul Vis en la miseria y le había dicho que nunca llegaría a conseguir ni un euro de la venta de la colección Lisetsky. Pero ¿por qué? ¿Porque consideré necesario comunicarle que había judíos a quienes por fin ahora, de una vez por todas, se les haría justicia al cabo de casi sesenta años? ¿Tenía yo unos motivos tan nobles? Le había zurrado porque me irritaba, porque nos trataba como a unos zoquetes que no representábamos ninguna amenaza, por sus ínfulas de hombre de negocios feliz y con éxito. Pero tal vez lo que más me molestara fuera su mano sobre el muslo desnudo de esa chica. Pero ¿por qué? ¿Qué estaba pasándome?
Cuando le di el puñetazo, no pensé en ningún momento en los Lisetsky. No eran ellos quienes me importaban, sino yo mismo. Esa idea me puso de tan mal humor que de nuevo fue como si en mi interior todo se hubiera vuelto negro e inerte.
Cuando llegué a casa, llamé a Simon Ferares para explicarle lo que había ocurrido. No insistió en que visitara a Johan Vis, pero yo ya sabía que no podía aplazarlo por mucho tiempo. A lo sumo, podía darle un par de días para que encajara el primer golpe, pero luego me presentaría ante su puerta. Por lo que había oído de Simon Ferares, supuse que no tendría mucha compasión con los sentimientos personales de alguien como Johan Vis.
Lo que no le dije fue que el tiempo que le estaba concediendo a Vis también lo necesitaba para mí. Los días que siguieron fui distanciándome adrede del caso. Ese sábado encontré en mi apartado postal un sobre de Vincent Habets, pero lo dejé sobre la mesa sin abrir.
Tenía que ir a La Haya para otro asunto y aproveché la ocasión para visitar la Mauritshuis. Allí se encontraban dos de los cuadros más famosos de Vermeer:
La joven de la perla
y
Vista de Delfi
. Cuando estuve ante la primera pintura me di cuenta de lo pequeña que era; el lienzo que tenía en casa era bastante mayor. Por simple curiosidad, ya había comprobado antes si la mujer de mi cuadro era la misma que aparecía en otros cuadros de Vermeer. No fue así, pero lo que más me llamaba la atención era que muchas de sus mujeres tenían una mirada ensimismada, como si estuvieran sumidas en sus pensamientos. Todas adoptaban un aire contemplativo, también la mujer de mi óleo, y eso era algo de Vermeer que Van Meegeren había sabido copiar muy bien.
Mientras miraba el retrato de esta chica, sentí una gran admiración por la mano maestra que la había pintado; el rostro, y en especial los ojos y el cutis, estaban tan bien reproducidos que parecía que fuera a recuperar la vida en cualquier momento al cabo de más de trescientos cincuenta años de haber sido pintada. Todo el mundo, al referirse a esta pintura, hablaba del modo sublime como Vermeer había conseguido que la luz se reflejara en el pendiente, pero cuando le miré los labios pensé que allí se había superado a sí mismo. La reverberación del reflejo de la luz en el labio inferior humedecido era tan natural que la representación de esta muchacha no habría podido aproximarse más a la realidad.