Mientras estaba de rodillas con las dos manos en el estómago, me incliné:
—¿Le dice algo el nombre de Lisetsky? Esa colección que quiere vender no es ni suya ni de su padre. Los herederos de los Lisetsky quieren que les devuelvan lo que es suyo. Esas personas todavía están vivas, no las gasearon. ¿Me entiende? Tiene que creerme cuando le digo, cuando le prometo que nunca recibirá un solo euro por esos lienzos.
Mientras me incorporaba, vi que Jaap y la muchacha estaban de pie. Ella se dirigió a Paul Vis y le abrazó, pero todo indicaba que este tipo de cosas no se le daban muy bien, no había nada natural en el modo en que intentaba compadecerse de él: la debilidad no era un plato de su gusto. Al igual que, más allá del dolor físico, lo que más aborrecía Paul Vis en ese momento era que ella hubiera sido testigo de su propia debilidad. Eso había sido mucho peor que el puñetazo recibido.
Tarde o temprano empezaría a echarle la culpa de que le hubiera visto así, y yo acababa de abrir una grieta en esa fachada de fuerza, una grieta que de ahora en adelante iría agrandándose con el tiempo. Tarde o temprano la relación se iría al garete y se separarían. Lo más probable es que no durara mucho.
Cuando logré desprenderme de esa imagen, vi que de mi mejilla estaban cayendo sobre la alfombra abundantes gotas de sangre. Cogí un pañuelo y lo apreté contra el corte, que me escoció como si estuviera ardiendo. Me fastidió no haber calculado mejor el riesgo de esa sortija.
Al día siguiente me aposté de nuevo frente al edificio de Terborgh & Terborgh. Ya no necesitaba el coche y por eso fui caminando. Entre tanto, ya me sabía de memoria el horario de Terborgh y sus empleados. Después de haber ido por café y un bocadillo, busqué un lugar al borde del canal a eso del mediodía. Me senté en el malecón, a la sombra de un árbol, y dejé las piernas colgando sobre el agua. De vez en cuando debía levantarlas para que no me mojaran las olas de popa producidas por los barcos que pasaban. Una muchacha gritó eufórica: «¡No vuelvas a la oficina, oye, tómate el día libre!». Levanté un pulgar aprobatorio. Era un día precioso en una preciosa ciudad.
Cuando llevaba ya casi una hora allí sentado, se abrió la puerta y el asistente personal de Terborgh, Vincent Habets, salió a dar su paseo diario. Me levanté, me sacudí los pantalones y me dirigí a su encuentro paseando tan tranquilo. No me vio hasta que estuve cerca.
—Buenas tardes, Vincent.
Se asustó visiblemente y luego preguntó titubeando:
—¿Nos conocemos?
Después de haber estado observándole durante semanas, me fue imposible reprimir una sonrisa y decirle:
—Soy Jager Havix y estoy investigando la muerte de Victor van Berkhout. Supongo que el señor Terborgh ya le habrá contado que estuvimos hablando con él.
—Sí, sí, ya me lo contó —respondió cauteloso, para después añadir a modo de defensa—: Pero no me dijo nada más. Sólo que le había interrogado la policía porque era un viejo conocido del señor Van Berkhout. Era un buen cliente de nuestra empresa.
—Sí, eso es algo de lo que ya nos hemos enterado. ¿Tienes tiempo para tomar un café?
—A decir verdad, no. Yo sé aún menos del señor Van Berkhout que el señor Terborgh, así que no comprendo en qué podría ayudarle.
Lo dijo de una forma tan educada que su negativa resultó poco convincente, como si ya hubiera aceptado que nuestra conversación era un mal necesario.
—Pues, a pesar de todo, quisiera charlar un rato contigo. Muy brevemente. Estoy seguro de que podrás sernos de mucha ayuda.
Por un momento pareció indeciso, pero en seguida aceptó:
—Bueno, si no va a alargarse demasiado... Tengo que regresar a tiempo.
Buscamos un sitio libre en una terraza. Hasta ese momento sólo le había visto de lejos, y ahora que le observaba de cerca llegué a la conclusión de que me había decepcionado bastante. Era guapo, en efecto, pero había algo blando, algo pusilánime en su rostro. Estaba claro que no se sentía a sus anchas y no dejaba de mirarme la deteriorada mejilla, que para entonces había adquirido un crudo color amoratado, con algunos puntos de sutura recorriendo sus cinco centímetros. Seguro que ahora estaría preguntándose quién me habría partido la cara de esa manera, mientras que lo único que me preguntaba yo era si me quedaría una cicatriz de por vida y cuándo cesaría esa insoportable comezón.
Supuse que Vicent Habets, como asistente personal de Terborgh, debía de estar muy enterado de todo, aunque sólo fuera en el aspecto profesional, pero no me pareció alguien que se atreviera a enfrentarse con su jefe. Si lo había seleccionado por su sumisión, había metido bien la pata, pues habría hecho mucho mejor contratando a un empleado que combinara su capacidad profesional con la lealtad, una cualidad de la que carecía este hombre; fue algo de lo que me convencí en seguida.
La noche en que interrogamos a Terborgh, le había hecho unas cuantas preguntas sobre la composición del catálogo que había enviado a los posibles compradores. La historia era simple, y lo que me había estado preguntando para mis adentros lo respondió Terborgh de inmediato sin darse cuenta. Uno más uno eran dos y quedaba excluida la posibilidad de que me hubiera equivocado.
Las pinturas se encontraban, en efecto, en la casa del padre de Paul Vis, en Bélgica. Terborgh y Vincent Habets habían ido a visitarle. Paul Vis los había citado allí, pero cuando llegaron a casa de Johan Vis no se sintieron en absoluto bienvenidos. Para Terborgh era evidente que estaba haciéndolo contra su voluntad y quiso terminar con el compromiso de la visita lo antes posible. Los intentos de Terborgh por entablar una conversación sobre la peculiar colección fueron ignorados por completo y, mientras él y su asistente fotografiaban las pinturas, Vis padre se limitaba a observarlos sin decir palabra. Terborgh se sintió aliviado cuando estuvieron fuera de nuevo.
—Tú y yo sabemos que tu jefe se trae entre manos o, mejor dicho, se traía entre manos la venta de una colección de pinturas poco común que le habían encargado. También sabemos que se trata de una colección contaminada, de obras de arte robadas por los nazis durante la Segunda Guerra Mundial a una familia judía: los Lisetsky. Todas estas cosas ya las sabías, ¿o no?
Reaccionó agitado:
—¿Cómo se le ocurre? Si bien soy el asistente del señor Terborgh, eso no quiere decir que esté al corriente de todo.
Ni siquiera salía en defensa de su jefe, más bien procuraba desmarcarse del asunto cuanto antes.
—Según el señor Terborgh, le acompañaste a Bélgica para hacer fotos de esa colección. ¿No te contó de qué iba? Me resulta difícil creer que hagas ese tipo de cosas sin preguntarte por qué.
—Una vez más: ¡ni conocía ni conozco los detalles! A menudo se celebran subastas encubiertas. Si se tomara la molestia de informarse, se enteraría.
Mientras le miraba, me pregunté cuántas veces habría ensayado las respuestas ante la contingencia de que le llegaran a preguntar. Le había lucido muy poco, pues lo que decía sonaba estudiado y sin mucho convencimiento. Como entre tanto algunas personas se habían sentado al lado de nuestra mesa, me incliné un poco más hacia él:
—¿Has viajado alguna vez al extranjero por encargo del señor Terborgh?
—Sí, no con frecuencia, pero a veces ocurre. ¿Por qué me lo pregunta?
—Hace más o menos unas seis semanas alguien llamó desde Boston primero a la oficina del ALR en Nueva York y después a la de Colonia.
Fue un acierto, porque Vincent Habets se ruborizó en seguida. No habría podido ofrecerme una respuesta más clara.
—¿Quieres que comprobemos dónde te encontrabas tú en esas fechas? —continué—. Quizá deberías escuchar lo que te tengo que decir antes de que sigas negándolo todo. ¿Vale?
Me miró inquisitivo. Sus dedos, nerviosos, habían empezado ahora a juguetear con la bolsita del bocadillo en la que guardaba su almuerzo diario.
—Tarde o temprano tendrás que buscarte otro trabajo. Tu jefe se está devanando los sesos en este momento, pensando en cómo hemos llegado a enterarnos de lo que se trae entre manos. ¿Le habrá denunciado uno de sus clientes, o quién se habrá ido de la lengua? Difícilmente podrá preguntárselo a ellos. ¿Tal vez la filtración esté más cerca de casa? ¿Notas ya quizá que te mira de otra forma o que te habla con otro tono de voz? Créeme si te digo que es sólo una cuestión de tiempo. Y si le enseñamos las fotos que enviaron al ALR, sabrá en seguida quién ha sido.
—¿Por qué me está contando usted esto? ¿Qué quiere usted de mí?
—Quiero darte las gracias por la valiosa información que nos has dado.
Por un momento, la desconfianza dejó paso a una mirada de gran sorpresa.
—Sí, de veras. Y por lo que a mí respecta, puedes quedarte con el dinero.
Todavía no sabía muy bien qué debía pensar, pero seguía siendo todo oídos.
—El mundo funciona así queramos o no, es un toma y daca —dije animándole—. A mí personalmente no me parece mal. Considero bastante inteligente que se te haya ocurrido la idea de que tu información valía dinero.
Le miré con una sonrisa que fue respondida con una mirada plena de desconcierto, porque ya no sabía cómo reaccionar.
—Puedes quedarte con el dinero; por otra parte, tampoco hace falta que nadie sepa que tú has sido el destinatario, pero hay algo que debes hacer por mí. Quiero que me des toda la información sobre cómo ha discurrido hasta ahora la venta. Quiero saber con exactitud a quién se ha dirigido Terborgh, sus nombres y direcciones completas, el día que se les ha llamado por teléfono, todo, incluidas sus respuestas. Del primero al último día quiero que me pongas sobre papel, con todo lujo detalles, cómo ha enfocado esta venta tu jefe, y que después me lo envíes. Y también me gustaría tener una copia de ese catálogo. ¿He sido claro?
—¿Por qué quiere usted esa información?
—¿Es tan importante para ti saberlo?
—¿Y si no colaboro?
Lo preguntó con tan poca convicción que casi me compadecí de lo desvalido que estaba. Sin embargo, no debía subestimarle, pues había pergeñado y ejecutado un plan que le había reportado una enorme cantidad de dinero.
—Entonces te echaré de comida a los lobos.
Frunció el ceño, pero supuse que sabría a qué me refería.
—Si no colaboras, le daré tu nombre a las personas que te han pagado. Entonces lanzarán sobre ti su batería de abogados y arrastrarán tu nombre por el fango de tal manera que jamás podrás volver a trabajar en este negocio. Por lo demás, las personas que han pagado ese dinero son judías. ¿Lo sabías? Judíos con bastante reputación en el terreno de los procesos judiciales y del resarcimiento. Frente a ellos no tendrás ninguna oportunidad. ¿He sido claro?
—¿Cómo sé que puedo confiar en usted, que no dará mi nombre a conocer?
—Eso no podrás saberlo nunca, pero vuelvo a decirte una vez más que, por lo que a mí respecta, puedes quedarte con el dinero. Al menos si recibo de ti lo que acabo de pedirte. Por otra parte, no tienes más remedio que confiar en mí. Puedes pensártelo, pero no demasiado. Créeme cuando te digo que no me interesas. De ti depende si quieres seguir en el anonimato o no.
Cogí una servilleta y le escribí mi número de apartado postal.
—Hoy es miércoles. Quiero la información el sábado a más tardar. ¿Trato hecho?
Su aceptación sonó vacilante, pero yo sabía que obtendría lo que quería. Tenía que asimilar aún lo que le acababa de pasar, pero llegaría a la conclusión de que su colaboración era inevitable.
—Gracias por el café.
Me puse en pie y me marché sin estrecharle la mano.
Vincent Habets habría podido matar dos pájaros de un tiro combinando la defensa de unos principios y el puro afán de lucro; llevado por el propio convencimiento, podía sabotear el sucio negocio que su jefe se traía entre manos y, al mismo tiempo, ganarse un buen dinero con ello, pero estaba claro que a él sólo le importaba el dinero. Ahora yo le estaba dando la oportunidad de desempeñar un papel en la resolución de este conflicto desde el otro lado de la historia, pero no daba la impresión de que estuviera esperando ilusionado desempeñar semejante papel de héroe.
A la mañana siguiente tenía la intención de ir a Bélgica para visitar a Johan Vis, pero una llamada telefónica de Jaap Tielemans frustró mi propósito.
Cuando estuvimos de nuevo en la calle tras dejar la casa de Paul Vis, Jaap me recriminó enfadado el que, sin ni siquiera trabajar para la policía, le hubiera propinado un puñetazo a un sospechoso. Aunque le presenté mis disculpas, nos despedimos con rencor después de que en el dispensario del hospital Dijkzicht me hubieran puesto los puntos en la mejilla. Me había acompañado, pero mientras estuvimos sentados en la sala de espera no intercambiamos ni una palabra.
Su pregunta «¿Qué cojones te pasa, Jager?» seguía zumbándome en la cabeza. En absoluto me arrepentía del puñetazo, pero también era consciente de que no debía habérselo dado. Le había provocado adrede para hundirle ante su novia en ambos sentidos: el literal y el figurado. Lo había conseguido, pero no me había resultado gratificante. Me había dejado llevar, algo que antes nunca me habría pasado.
Quizá tuviera que ver con la supresión gradual del Seroxat. Hacía aproximadamente un mes que había decidido dar el paso de dejar de tomar el medicamento para ver si también de nuevo podía funcionar sin él. Había reducido la dosis de veinte a diez miligramos y ahora estaba en la fase en que me mantenía sólo con cinco miligramos para después suprimirlo del todo.
La transformación más llamativa fue que empecé a padecer de vértigos, que sentía a modo de ligeras descargas eléctricas en la cabeza, como si en mi cerebro estuvieran produciéndose breves cortocircuitos. En esas ocasiones el hormigueo se me desplazaba también a las pantorrillas y a los pies para luego juntarse con esas ligeras descargas en la cabeza, haciéndome perder por un instante la sensación de equilibrio. Cuando me sucedía mientras iba caminando, me sentía inseguro, como si de repente fuera a caerme. Consulté al doctor, pero me aseguró que no debía preocuparme, pues era un fenómeno que se manifestaba en muchas personas que estaban dejando este medicamento.
También volvió a insistir en que debía prepararme para el retorno de emociones que el Seroxat había ayudado a reprimir. Quizá ésa fuera la razón de mi tremendo enfado con Paul Vis, pero por mucho que conociera a Jaap, no pensaba contarle lo que me estaba pasando estos días.