Durante nuestra conversación volví a preguntar a Peter Kurth qué opinaba del acento con que, según Ellen Loughman, había hablado esa persona. Él respondió sin titubear:
—En mi opinión es neerlandés, y, si no es así, es alguien que tiene un idioma muy parecido.
Ésta era una cosa, y la segunda, aunque no estaba del todo seguro, era por lo menos igual de interesante: ¿era lógico que la persona que nos iba a llamar por teléfono mañana a las nueve fuera a levantarse de la cama en medio de la noche, a eso de las tres de la madrugada por ejemplo, en Boston? Desde luego que podía hacerlo, pero me parecía más razonable que nos llamara desde un lugar con el mismo huso horario; me dio la impresión de que el caso se nos estaba acercando cada vez más.
Cuando al día siguiente sonó el teléfono a las nueve en punto, Peter Kurth puso en funcionamiento el magnetófono, cogió el teléfono y apretó la tecla de manos libres para que pudiera escucharlo yo también.
—Habla usted con Peter Kurth.
—¿Se han decidido ya? —preguntó sin mayor preámbulo.
—Sí, pero la cantidad resulta demasiado elevada para las personas que han de pagarla.
La respuesta fue breve y cortante:
—¿Ah, sí? Entre los cuadros no hay ninguno de valor inferior al millón de euros si saliera al mercado. Usted endende de arte, ¿no? Lo que pido por mis servicios es menos del uno por ciento del valor total. El precio se mantiene en 250.000 euros, ni un céntimo menos.
Peter Kurth guardo silencio por un instante, pero luego le hizo la siguiente pregunta que habíamos acordado:
—¿La colección está completa?
La respuesta fue inmediata:
—Treinta y ocho lienzos.
El hombre respondía con la mayor brevedad posible y no se dejaba embaucar por digresiones. Peter Kurth quedó tan impresionado por la noticia que necesitó algún tiempo para recuperarse. Le miré con el ceño fruncido y gesticulé, impaciente, para que continuara.
Asintió brevemente y preguntó:
—¿Están en buen estado? Ya han pasado casi sesenta años, y eso les preocupa a mis representados.
—Todas las pinturas están en buen estado. —Para concluir la conversación, a esto le siguió con un tono aún más cortante—: ¿Está usted de acuerdo o no? En caso de no estarlo, podemos dar por finalizada esta charla.
Aunque Peter Kurth respondiera de manera afirmativa, percibí con claridad el disgusto en su voz:
—Sí, estamos de acuerdo, se lo confirmo ahora mismo. Pero queremos una prueba de que su información es seria.
Antes de que tuviera la oportunidad de seguir argumentando la lógica de esta petición, le interrumpió.
—Recibirá usted la prueba por correo. Luego volveré a llamarle y determinaremos el procedimiento a seguir para efectuar el pago.
—¿Cómo se realizará? Quid pro quo: el dinero a cambio de la información que permita a los propietarios recuperar sus cuadros.
Hizo caso omiso tanto de la pregunta como de la exigencia:
—Usted procure tener preparado el dinero. Ha de tener bien presente una cosa: si acude a la policía y me detienen, perderá la pista de esos cuadros para siempre, mientras que a mí me soltarán en un abrir y cerrar de ojos. Yo sólo soy un informante, no estoy cometiendo ningún delito. Recuérdelo bien. No tendrá una segunda oportunidad.
Colgó. La conversación había terminado.
Volvimos a escuchar varias veces la cinta. El hombre hablaba un correcto inglés, pero en lo del acento yo estaba menos seguro que Kurth. Era evidente que su inglés no tenía acento alemán, francés, italiano o español, eso sí que me atrevía a excluirlo, pero quien hablaba podía también ser belga o de cualquier país escandinavo. Aunque era bastante adusto y estaba claro que no pensaba decir más que lo estrictamente necesario, tenía una voz distinguida.
El tono era moderado y sonaba muy seguro, pero yo percibí algo distinto: nerviosismo. Como si estuviera en tensión, temiendo que el control se le escapara de las manos o se viera confrontado con una pregunta inesperada, lo que le habría exigido un esfuerzo adicional. Se había esmerado para que su advertencia al final de la conversación sonara lo más convincente posible, pero de todos modos me dio la sensación de que no sólo tenía que convencernos a nosotros, sino también a sí mismo. A un criminal no le habría importado mucho vérselas con la policía por una falta leve que lo más probable es que ni siquiera llegara a los tribunales, pero en su tono de voz esa despreocupación no se percibía lo suficiente.
Cuando llamé la atención a Peter Kurth sobre este punto, no pareció muy convencido a juzgar por el débil «sí, tal vez». Sin embargo, a mí no me cabía ninguna duda. En mi trabajo tenía que hablar con frecuencia por teléfono con personas que querían vender información. Casi siempre procedían del circuito criminal y la imposición de exigencias se les daba muy bien, no necesitaban interpretar ningún papel. Con este hombre era distinto, tuvo que esforzarse para llevar la conversación de esta manera.
Pero ¿podía considerarse esto una ventaja? Me sentí incómodo ante la idea de que nuestro informante pudiera abandonar ante la más mínima señal de peligro. A este respecto, prefería tratar con tipos que conocía y cuyo comportamiento podía predecir en gran medida.
Para excluir ese riesgo, debíamos satisfacer las exigencias de este hombre y no desequilibrarle. Tanto más en un asunto en que había tanto en juego: sería como ir caminando por la cuerda floja.
Dos días después llamaron para darme malas noticias. La voz de Peter Kurth sonaba tan débil y compungida que lo primero que se me vino a la cabeza fue que el asunto probablemente se había ido al garete de manera definitiva y que todo había sido un puro camelo. Las cosas no eran así, sino más bien todo lo contrario.
Empezó contándome que los Lisetsky habían ido a Colonia para evaluar las pruebas que iban a recibir. Él habría preferido que no lo hicieran, pero poco podía objetar, y, a fin de cuentas, también se les necesitaba para confirmar que la información enviada demostraba sin ningún género de dudas que se trataba de su colección. Además, ya no había quien les detuviera: su obligación era venir y vendrían. Les reservó un hotel para que se alojaran mientras esperaban el envío.
Sin embargo, todo acabó mal cuando por fin llegaron las pruebas. El contenido del sobre que había enviado el confidente fue tan impactante que a Bernard Lisetsky le dio un ataque. Hubo que llamar deprisa y corriendo a una ambulancia y ahora estaba en el hospital, en la unidad de cuidados intensivos, inconsciente y con lo que parecía una parálisis cardiaca. Entre tanto, ya se había estabilizado, pero todavía no estaba claro si conseguiría recuperarse. Su hermana se había quedado con él, como era lógico, y Peter Kurth acababa de llegar a la oficina.
Era evidente que se encontraba fuera de sí, y mi argumentación de que no era culpa suya tuvo poco efecto. Yo mismo sentía vergüenza, ya que al oír su voz preocupada me asusté porque pensé que el asunto se había ido al traste, para a continuación respirar aliviado al darme cuenta de que sus preocupaciones tenían una causa bien distinta. Por fortuna, Bernard Lisetsky se recuperaría.
Peter Kurth me preguntó si tenía fax para enviarme la información. No mucho más tarde dos páginas empezaban a deslizarse por la ranura de mi aparato de fax y, cuando se lo confirmé, continuó con su relato.
Había abierto el sobre en presencia de los Lisetsky y de él salieron dos fotografías en color aumentadas a formato A4. En una podía verse un cuadro sobre el suelo con la primera página del
Financial Times
al lado. La fecha del periódico no podía leerse, pero sí el titular más grande que informaba del atentado con bomba en la sede de la ONU en Bagdad, que había ocurrido hacía unas tres semanas, con lo que el remitente demostraba así que se trataba de una foto reciente del cuadro.
Los Lisetsky reconocieron el lienzo de inmediato como uno de Aelbert Cuyp, titulado
Paisaje junto al Rin
, una escena con un pastor tocando la flauta rodeado por unos cuantos niños, un rebaño de vacas pastando y descansando y el Rin al fondo, con los difusos contornos de una torre en la otra orilla. Todo ello pintado a la luz del atardecer. Los Lisetsky no tuvieron ninguna duda: éste era uno de los cuadros de sus padres.
En la otra foto podía verse de cerca el reverso del mismo cuadro. Para dejar claro que se trataba, en efecto, de una pintura, en la foto habían cogido una parte del marco, pero el foco de atención se centraba en un sello del panel posterior con el águila y la cruz gamada tan famosas, los temidos símbolos de la época nazi con las letras góticas debajo
Dienststelle Mühlmann
. En la parte inferior, preparada para incluir determinados datos, aparecía:
Feindvermögen, Lisetsky
(7-38), y una fecha:
23 März 1941
. Justo debajo podía leerse una descripción del lienzo, en la que se certificaba que se trataba del mencionado Aelbert Cuyp. Al lado, alguien había puesto una flecha que señalaba las palabras escritas a mano:
Sonderauftrag Linz.
Mientras yo estaba mirando con atención el sello y el texto, Peter Kurth explicaba lo que significaba. No cabía duda de que se trataba del sello de la Dienststelle Mühlmann, que se ponía en todas las obras confiscadas o adquiridas. Esa organización, cuya sede se encontraba en la finca Clingendael de La Haya y que llevaba el nombre del director austriaco Kajetan Mühlmann, tenía como tarea exclusiva reunir obras valiosas de arte neerlandés para ofrecérselas posteriormente a los compradores alemanes. La Dienststelle Mühlmann había recibido la orden de adquirir piezas de arte en el mercado libre y también disponía de los medios financieros para hacerlo, pero la mayoría se conseguía sin pagar nada: se incautaba como
Feindvermögen
, o bienes del enemigo, a los judíos que poseían esas valiosas obras de arte. En este caso, la confiscación se había producido por lo visto en el mes de marzo de 1941, y el «(7-38)» en opinión de Peter Kurth no podía significar más que los nazis habían conseguido hacerse con la colección completa y que este lienzo era el séptimo de los treinta y ocho.
Sonderauftrag Linz
: «Encargo especial de Linz», quería decir que el lienzo estaba reservado para el departamento especial que reunía obras de arte exclusivamente para Adolf Hitler, informándole directamente a él. Linz era la localidad austriaca donde Hitler había pasado su juventud y donde pensaba construir el mayor museo del mundo. Los clientes más importantes de la Dienststelle Mühlmann eran Hitler y Göring. En el caso de la colección Lisetsky, esta información dejaba claro que Göring había tenido que ceder la prioridad al nazi más poderoso de todos: al mismo Führer.
Cuando le pregunté a Peter Kurth si para él esto era una prueba lo suficientemente convincente, me respondió cortante:
—Pregúnteselo a Bernard Lisetsky —para corregirse en seguida a sí mismo—: Perdón. La respuesta es sí, naturalmente. Yo ya no tengo ninguna duda, esto es muy serio.
—¿Pudo ver desde dónde había sido remitida la carta?
—De donde usted viene, en los Países Bajos, La Haya para ser exactos.
Mi presentimiento se había confirmado y, en efecto, el caso se había acercado.
—¿Y los Lisetsky han conseguido reunir el dinero?
—Seguro que sí, pero sus financiadores también desean saber primero si se trata de un asunto serio. Tras la información que hemos recibido, ya no constituirá ningún problema. La cuestión es, sin embargo, ¿qué pasará a partir de ahora?
Si había esperado de mí una respuesta ya preparada de antemano, tuve que decepcionarle:
—Hay que hacer lo que pida cuando vuelva a establecer contacto —dije yo—, y, sobre todo, no debemos hacer nada que pueda ponerle nervioso. Por favor, manténgame al tanto de cómo van desarrollándose los acontecimientos, porque ahora tengo tanto interés como usted en el desenlace final.
Sumido en mis pensamientos, estuve mucho tiempo observando los faxes. Hacía sesenta y dos años que la colección Lisetsky había sido registrada en esa Dienststelle Mühlmann y ahora, al cabo de tanto tiempo, alguien tenía información sobre el paradero de esos lienzos. ¿Cómo había podido mantenerse oculto algo tan valioso durante tantos años? También había estado siguiendo las historias sobre la colección Koenig en los periódicos, por supuesto, pero ¿qué había pasado aquí, que de repente alguien va y llama por teléfono? Aunque apenas me había involucrado de manera directa en este caso y Peter Kurth podía seguir ahora ocupándose del asunto sin mí, me encontraba en ascuas por el posterior desarrollo de los acontecimientos. Estaba intrigado por la foto del cuadro, pero ese sello de la Dienststelle Mühlmann, con esos temidos símbolos del águila y la esvástica, francamente me producía una sensación de malestar.
Esa misma tarde me llamaron de Colonia. El informante no perdía el tiempo y parecía querer despachar el asunto tan rápido como le fuera posible. Peter Kurth me puso la conversación grabada o, para ser más exactos, las dos conversaciones.
—Dígame, soy Peter Kurth.
—Y bien, ¿están ustedes convencidos?
—Sí. ¿Cómo quiere que se realice el intercambio?
—No, no habrá ningún intercambio. Antes tienen que pagar.
—Por supuesto que vamos a pagar, estamos convencidos de que la información que usted tiene es fidedigna, pero no podemos proceder a pagarle así, sin más, si no se produce un inmediato intercambio.
Peter Kurth se resistía, pero así sólo conseguía el efecto contrario. ¿Por qué demonios refunfuñar tanto? ¿No le había advertido y aconsejado que accedieran a todo lo que les pidiera?
La voz del hombre al otro lado de la línea, que hasta ahora había sido acompasada, sonó de repente muy cortante:
—Antes tienen que pagar y sólo después obtendrán la información.
—Sí, pero...
Le interrumpió de forma brusca. Para recalcar la importancia de su mensaje, el hombre fue articulando las palabras despacio y esta vez sin ocultar la amenaza:
—Se lo volveré a decir una vez más dentro de una hora, sólo una vez. Esa será su última oportunidad.
Tras esas palabras se cortó la comunicación.
Me imaginé que para Peter Kurth no debió de ser un momento nada agradable. Entre tanto, ya se habría dado cuenta de que más le habría valido renunciar a sus intentos de negociación. Mi insinuación de que el informante probablemente estuviera nervioso quizá le había llevado a pensar que podía permitirse un intento de negociación. Si era así, no había interpretado bien mis palabras.