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Authors: Bernard Werber

Tags: #Fantasía, #Ciencia

Las hormigas (14 page)

BOOK: Las hormigas
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Estas ingratas reminiscencias dieron paso a la sensación de haber sido injusta con Jonathan. De hecho, le había reprochado todo lo que pudiera recordarle a su padre. Y justamente porque ella le llenaba permanentemente de reproches, le inhibía, le minimizaba, haciendo que fuese pareciéndose poco a poco a su padre. Así, el ciclo se había iniciado otra vez. Ella, Lucie, había recreado sin darse cuenta siquiera lo que más odiaba: el matrimonio de sus padres. Tenía que romper el ciclo. Se detestaba por todos los gritos con que había gratificado a su marido. Le debía una reparación.

Seguía girando y bajando. Al haber reconocido su propia culpabilidad, había liberado a su cuerpo de sus miedos y dolores opresivos. Una puerta como cualquier otra, en parte cubierta de inscripciones que no se tomó el tiempo de leer. Había un pomo. La puerta se abrió sin un ruido.

Más allá, la escalera se prolongaba. La única diferencia notable eran las venas de roca ferruginosa que aparecían en medio de la piedra. Debido a las filtraciones de agua, originadas probablemente en una corriente subterránea, el hierro adquiría unas tonalidades ocres y rojizas.

Sin embargo, Lucie tenía la sensación de haber iniciado una nueva etapa. Y, de repente, su linterna iluminó unas manchas de sangre ante sus pies. Debía ser sangre de Ouarzazate. El valiente caniche enano había llegado, pues, hasta aquí… La sangre había salpicado por todas partes, pero en las paredes era difícil distinguir las huellas de sangre de las manchas de hierro oxidado.

De repente, oyó un ruido. Una crepitación. Era como si hubiese unos seres que caminasen hacia ella. Los pasos eran nerviosos, como si esos seres fuesen tímidos, como si no se atreviesen a acercarse. Lucie se detuvo para escrutar la oscuridad del fondo con la linterna. Cuando vio el origen del ruido, exhaló un alarido inhumano. Pero nadie podía oírla, estando ella donde estaba.

El sol sale para todos los seres de la Tierra.

Reanudan el descenso. Nivel -36. 103.683 conoce bien el lugar y piensa que pueden salir sin peligro. Las guerreras con olor a roca no han podido seguirles hasta ahí.

Desembocan en unas galerías bajas completamente desiertas. En algunos lugares se ven agujeros, a derecha e izquierda, de viejos graneros abandonados hace por lo menos tres hibernaciones. El suelo está resbaladizo. Debe de haber filtraciones de humedad. Por tal razón esta zona, consideraba insalubre, se ha convertido en uno de los barrios de peor fama de Bel-o-kan.

Huele mal.

El macho y la hembra no se sienten muy seguros. Perciben presencias hostiles, antenas que les espían. El lugar debe de estar lleno de insectos parásitos y fuera de la ley.

Siguen adelante, con las mandíbulas dispuestas, por lúgubres salas y túneles. Un chirrido agudo les sobresalta de repente. El sonido no cambia de tonalidad y forma una melopea hipnótica que resuena en las cavernas fangosas.

Según la soldado, son grillos. El ruido son sus cantos de amor. Las dos hormigas sexuadas sólo se tranquilizan a medias. Resulta increíble que unos grillos actúen con tanta insolencia ante las tropas federales en el mismo interior de la Ciudad.

103.683 no está sorprendida. ¿No dice una sentencia de la última Madre:
Más vale consolidar los puntos fuertes que querer controlarlo todo?
Ése es el resultado.

Suenan otros ruidos diferentes. Como si alguien cavase muy de prisa. ¿Les habrán alcanzado las guerreras con olor a roca? No… Dos manos aparecen ante ellos. Forman una especie de rastrillo. Las manos excavan y llevan la tierra atrás, propulsando un enorme cuerpo negro.

Ha de ser un topo.

Las hormigas se quedan inmóviles, con las mandíbulas dispuestas.

Es un topo.

Torbellino de tierra. Bola de pelo negro y garras blancas. El animal parece nadar entre las capas sedimentarias como una rana en un lago. Las hormigas se quedan sin movimiento, soldadas a la arcilla. Pero salen del encuentro indemnes. La máquina excavadora pasa. El topo sólo estaba buscando gusanos. Su mayor placer es morderles los ganglios nerviosos para paralizarlos, y luego almacenarlos vivos en su madriguera.

Las tres hormigas se desincrustan de la arcilla y reanudan su camino después de lavarse metódicamente una vez más.

Acaban de entrar en un pasadizo muy estrecho y muy alto. La soldado que hace de guía emite un olor de alerta señalando el techo, que está tapizado de chinches rojas con manchas negras. Son unas buscapleitos diabólicas.

Esos insectos de tres cabezas de largo (nueve milímetros) parecen tener en la espalda el dibujo de unos ojos. Se alimentan por lo general con la carne de los insectos muertos y, a veces, con insectos decididamente vivos.

Una de las chinches se deja caer sobre el trío. Antes de que haya podido llegar al suelo, 103.683 lleva su abdomen bajo el tórax y lanza un chorro de ácido fórmico. Cuando el buscapleitos aterriza se ha metamorfoseado ya en mermelada caliente.

Las hormigas se lo comen a toda prisa y luego cruzan la estancia antes de que les venga encima otro de esos monstruos.

Inteligencia.
Inicié los experimentos propiamente dichos en enero del 58. Primer tema: la inteligencia. ¿Son inteligentes las hormigas?

Para averiguarlo, enfrenté a un individuo hormiga roja
(Fórmica rufa),
de talla mediana y del tipo asexuado, al siguiente problema. En el fondo de un agujero puse un trozo de miel endurecida. Pero el agujero estaba obstruido con una brizna de hierba, poco pesada pero muy larga y muy firmemente asentada. Normalmente, la hormiga amplía el agujero para pasar, pero en este caso, como el soporte es de plástico rígido, no puede perforarlo.

Primer día: la hormiga le da tirones a la hierbecita, la levanta un poco, la deja, vuelve a levantarla.

Segundo día: la hormiga sigue haciendo lo mismo. También intenta recortar la hierbecita por su base. Sin resultado.

Tercer día: lo mismo. Parece ser que el insecto se ha perdido en un mal proceso de razonamiento y que insiste en él porque es incapaz de imaginar otro… Lo que sería prueba de su no-inteligencia.

Cuarto día: lo mismo.

Quinto día: lo mismo.

Sexto día: al despertar esta mañana, me he encontrado la hierbecita separada del agujero. La cosa se ha debido producir durante la noche.

Edmond Wells

Enciclopedia del saber relativo y absoluto.

Las galerías por las que van están medio obstruidas. Allá arriba, la tierra fría y seca, retenida por raíces blancas, forma grumos. A veces se desprenden fragmentos de esos grumos. A eso le llaman «granizo interior». El único medio conocido de protegerse de él es redoblar la vigilancia y saltar a un lado al menor olor de desprendimiento.

Las tres hormigas siguen adelante con el vientre pegado al suelo, las antenas tendidas hacia atrás y las patas muy separadas. 103.683 parece saber con precisión a dónde les lleva. El suelo vuelve a ser húmedo. Un efluvio nauseabundo circula por el lugar. Olor de vida. Olor a animal.

El macho 327 se detiene. No está completamente seguro, pero le ha parecido ver que una pared se movía sospechosamente. Se acerca a la zona sospechosa, y la pared tiembla. Se diría que se perfila una boca. La boca se transforma en una espiral, una protuberancia se destaca en el centro y salta, arrojándose sobre él.

El macho lanza un grito olfativo.

¡Un gusano de tierra! Lo parte en dos con un solo golpe de sus mandíbulas. Pero alrededor de ellos las paredes empiezan a rezumar esas sinuosas bestezuelas. Y pronto hay tantas que es como si estuviesen en los intestinos de un pájaro.

Una lombriz se empeña en enroscarse en el tórax de la hembra, y ésta también hace sonar sus mandíbulas y la corta en muchos trozos que se van ondulando cada uno por su lado. Otros gusanos intervienen y se enroscan alrededor de sus patas y de sus cabezas. El contacto con las antenas es especialmente insoportable. De mutuo acuerdo, desenvainan los tres y lanzan ácido contra los inofensivos ascáridos. Finalmente, el suelo queda tapizado con relieves de carne ocre que se agitan como para desafiarles.

Los tres echan a correr.

Cuando recuperan el ánimo, 103.683 les indica otra nueva serie de pasillos que han de recorrer. Cuanto más se adentran en ellos peor huele. Aunque empiezan a acostumbrarse. Uno se acostumbra a todo. La soldado señala una pared y explica que hay que perforar ahí.

Son las antiguas reservas de fertilizante. El lugar de reunión está justo al lado. Nos gusta reunimos aquí, es un sitio tranquilo.

Desempeñan otra vez su papel de perforadoras, y desembocan al otro lado en una gran sala que huele a excrementos.

Las treinta soldados unidas a su causa están en efecto allí, esperándoles. Pero para conversar con ellas habría que conocer los rudimentos del juego del rompecabezas, porque están todas ellas divididas en piezas. A menudo la cabeza queda bastante lejos del tórax.

Horrorizados, inspeccionan la macabra sala. ¿Quién puede haberlas matado así, justo bajo los pies de Bel-o-kan?

Seguramente algo procedente de abajo,
emite el macho 327.

A mí no me lo parece,
replica la hembra, y le propone que perfore el suelo.

El macho hinca en él las mandíbulas. Dolor. Lo que hay abajo es roca.

Una enorme roca de granito,
precisa un poco tarde 103.683.
Es el fondo, la tierra firme en que se asienta la Ciudad. Es espeso, muy espeso. Y grande, muy grande. Nunca se han encontrado sus límites.

Quizá sea, después de todo, el fin del mundo. Y entonces se manifiesta un extraño olor. Algo acaba de entrar en la sala. Algo que inmediatamente les resulta simpático. No, no es una hormiga del Nido, sino un coleóptero lomechuse.

Cuando era sólo una larva, 56 había oído hablar a la madre de este insecto:

No hay sensación que pueda igualarse a la que acompaña la absorción del néctar de la lomechuse una vez se ha probado. Fruto de todos los deseos físicos, su secreción anula las voluntades más decididas.

Tomar esta sustancia suspende el dolor, el miedo, la inteligencia. Las hormigas que tienen la suerte de sobrevivir a su proveedora de veneno abandonan irresistiblemente la Ciudad en busca de nuevas dosis. Ya ni comen ni descansan, y caminan hasta el agotamiento. Luego, si no encuentran una lomechuse se quedan inmóviles en una brizna de hierba y se abandonan a la muerte, recorridas por las mil mordeduras de la carencia.

En su infancia, 56 preguntó un día por qué se toleraba la entrada de esa calamidad pública en la Ciudad, cuando las termitas y las abejas la masacraban sin ningún miramiento. Entonces, la Madre le respondió que hay dos formas de hacer frente a un problema: o bien se le impide que se acerque, o bien se deja uno atravesar por él. La segunda no es forzosamente la peor manera. Las secreciones de la lomechuse, bien dosificadas o mezcladas con otras sustancias, se convierten en excelentes medicinas.

El macho es el primero que se adelanta hacia el insecto. Subyugado por la belleza de los aromas que emana la lomechuse, le lame los pelos del abdomen. Éstos supuran jugos alucinógenos. Un hecho turbador: el abdomen de la envenenadora, con sus dos largos pelos, tiene exactamente la misma configuración que una cabeza de hormiga con sus dos antenas.

La hembra 56 se lanza también hacia el insecto, pero no tiene tiempo de empezar a gozar. Un chorro de ácido silba. 103.683 ha desenvainado y disparado. La lomechuse quemada se retuerce de dolor.

La soldado comenta sobriamente su intervención.

No es normal encontrar a este insecto a esta profundidad. Las lomechuses no saben hacer agujeros en el suelo. Alguien la ha traído por propia voluntad para impedirnos ir más lejos. Por aquí hay algo que descubrir.

Los otros dos, avergonzados, no pueden menos que admirar la lucidez de su compañera. Los tres buscan durante mucho tiempo. Apartan los granos de arena, husmean por los más pequeños rincones de la estancia. Hay pocos indicios. Sin embargo, acaban reconociendo un olor conocido. El ligero olor a roca de los asesinos. Es apenas perceptible, sólo dos o tres moléculas, pero con eso basta. Y procede de ahí. Justo bajo esa roca pequeña. La mueven y descubren un pasadizo secreto. Otro más.

Aunque éste tiene una característica importante: no está excavado ni en la tierra ni en la madera. Está decididamente excavado en la roca granítica. Ninguna mandíbula ha podido hincarse en ese material.

El corredor es bastante amplio, pero los tres bajan con prudencia por él. Tras un corto trayecto, llegan a una amplia sala llena de alimentos. Harinas, miel, grano, carnes diversas… Hay cantidades sorprendentes de todo ello, como para alimentar a la Ciudad entera durante cinco hibernaciones. Y de todo ello se desprende el mismo olor a roca de las guerreras que les persiguen.

¿Cómo es posible que se haya dispuesto aquí una despensa tan bien provista? Y con una lomechuse para bloquear el acceso, nada menos. Tal información nunca ha circulado entre las antenas del Nido.

Los tres comen copiosamente y luego unen sus antenas para tener un conciliábulo. La cuestión resulta cada vez más tenebrosa. El arma secreta que acaba con la expedición número uno, las guerreras con un olor especial que les atacan en todas partes, la lomechuse, un escondite lleno de alimentos debajo de la Ciudad… La cosa va más allá de la hipótesis de un grupo de espías mercenarias al servicio de las enanas. O es que están extraordinariamente bien organizadas.

327 y sus compañeras no tienen ocasión de profundizar en su reflexión. Unas vibraciones sordas repercuten en la profundidad. Allí arriba, las obreras tamborilean con el extremo del abdomen sobre el suelo. Es algo grave. Es la segunda fase de la alerta. No pueden ignorar esa llamada. Las patas dan automáticamente media vuelta. Sus cuerpos, movidos por una fuerza irreprimible, están ya en camino para unirse al resto del Nido.

La hormiga coja, que les seguía a buena distancia, se siente aliviada. ¡Menos mal! No han descubierto nada…

Por fin, como ni su padre ni su madre volvían a subir de la bodega, Nicolás decidió avisar a la Policía. Y fue un niño hambriento y con los ojos enrojecidos el que apareció en la comisaría explicando que sus padres «habían desaparecido en la bodega», y que posiblemente habían sido devorados por las ratas o por las hormigas. Dos policías atónitos le acompañaron hasta el sótano del número 3 de la calle de los Sybarites.

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