Las belokanianas han inventado el tanque, pero las shigaepuyanas han descubierto la guerra bacteriológica.
Un batallón de infantería se lanza al ataque llevando trescientos cráneos de hormigas rojas infectadas, recuperadas tras la primera batalla de La-chola-kan.
Las lanzan en pleno centro de la formación enemiga. Las rompegranos y sus portadoras estornudan con el polvo mortal. Cuando ven que sus corazas se deshacen, enloquecen. Las portadoras abandonan su carga. Las rompegranos, impotentes, son presas del pánico y se vuelven con violencia contra otras rompegranos.
Hacia las 10 h, un brusco enfriamiento atmosférico separa a las beligerantes. No se puede luchar entre corrientes de aire helado. Las tropas enanas aprovechan la oportunidad para retirarse. Los tanques de las hormigas rojas suben penosamente la pendiente.
En ambos campos se cuentan los heridos y se considera la amplitud de las pérdidas. El balance provisional es abrumador. Sería bueno cambiar la suerte de la batalla.
Las belokanianas han reconocido las esporas de
alternaria.
Deciden sacrificar a todas las soldados afectadas por el hongo, para evitarles futuros sufrimientos.
Unas espías llegan a la carrera: hay un medio para protegerse de ese arma bacteriológica: hay que untarse baba de caracol. Dicho y hecho. Se sacrifica a tres de esos moluscos (cada vez más escasos en la región) y todo el mundo se previene contra el contagio.
Contacto antenar. Las estrategas rojas consideran que no se puede atacar sólo con los tanques. En el nuevo dispositivo, los tanques ocuparán el centro; pero ciento veinte legiones de infantería ordinaria y sesenta legiones de infantería extranjera se desplegarán en sus flancos.
Se recupera la moral.
Hormigas de Argentina.
Las hormigas de Argentina
(Iridomyrmex humilis)
llegaron a Francia en 1920. Fueron transportadas con toda verosimilitud en planteles de laureles rosa destinados a ornamentar las carreteras de la Costa Azul.
Se señala por primera vez su existencia en 1866, en Buenos Aires (de ahí el nombre que se les dio). En 1891 aparecen en Estados Unidos, en Nueva Orleáns.
Ocultas en la paja de los establos de unos caballos argentinos exportados, llegan a continuación a África del Sur en 1908, a Chile en 1910, a Australia en 1917 y a Francia en 1920.
Esta especie se caracteriza, no sólo por su tamaño ínfimo, que la convierte en un pigmeo por comparación con otras hormigas, sino también por una inteligencia y una agresividad bélica que son aún sus principales características.
Apenas establecidas en el sur de Francia, las hormigas de Argentina declararon la guerra a todas las especies autóctonas… ¡y vencieron!
En 1960, franquearon los Pirineos y llegaron hasta Barcelona. En 1967, cruzaron los Alpes y llegaron hasta Roma. Luego, a partir de los años setenta, las
Iridomyrmex
empezaron a remontarse hacia el norte. Se cree que cruzaron el Loira aprovechando una sequía estival a finales de los años noventa. Estos invasores, cuyas estrategias de combate no tienen nada que envidiar a las de un César o un Napoleón, se encontraron ante dos especies un poco más coriáceas: las hormigas rojas (al sur y el este de la región parisina) y las hormigas faraón (al norte y al oeste de París).
Edmond Wells
Enciclopedia del saber relativo y absoluto.
La batalla de las Amapolas no se ha ganado. Shi-gae-pu decide, a las 10.13 h, enviar refuerzos. Doscientas cuarenta legiones del ejército de reserva irán a reunirse con las supervivientes de la primera carga. Se les explica el golpe de los «tanques». Las antenas se unen en CA. Ha de haber algún medio para acabar con esas extrañas máquinas…
Hacia las 10.30 h. una obrera hace una sugerencia:
Las hormigas rompegranos tienen la movilidad que les dan las seis obreras que las llevan. Basta cortarles esas «patas vivientes».
Y aparece otra idea:
El punto débil de sus máquinas es la dificultad con que dan media vuelta. Se puede utilizar esta desventaja. Sólo hay que formar en cuadros compactos. Cuando las máquinas carguen, nos apartamos para dejarlas pasar sin resistencia. Luego, cuando aún las arrastre el impulso, las atacamos por detrás. No les dará tiempo de volverse.
Y una tercera:
La sincronización del movimiento de las patas se consigue, como hemos visto, mediante contacto antenar. Basta cortar las antenas de las rompegranos para que ya no puedan dirigir a sus portadoras.
Se aceptan las tres ideas. Y las enanas empiezan a preparar su nuevo plan de batalla.
Sufrimiento.
¿Son capaces de sufrir las hormigas? A
priori,
no. No tienen un sistema nervioso adaptado a este uso. Y si no hay nervio, no hay mensaje de dolor. Eso podría explicar que fragmentos de hormigas sigan «viviendo» a veces mucho tiempo independientemente del resto del cuerpo.
La ausencia de dolor hace que se plantee un nuevo mundo de ciencia ficción. Sin «dolor» no hay miedo, quizá ni siquiera conciencia de sí. Durante mucho tiempo los entomólogos se han inclinado por esta teoría: las hormigas no sufren, y de ahí parte la cohesión de su sociedad. Eso lo explica todo, y no explica nada. Y esta idea tiene otra ventaja: nos evita el escrúpulo de matarlas.
A mí un animal que no sintiese dolor… me daría mucho miedo.
Pero esta idea es falsa. Ya que la hormiga decapitada emite un olor particular. El olor del dolor. Así pues, algo ocurre. La hormiga no tiene un flujo nervioso eléctrico, pero tiene un flujo químico. Sabe cuándo le falta un trozo de su cuerpo, y sufre. Sufre a su manera, que es seguramente muy diferente de la nuestra, pero sufre.
Edmond Wells
Enciclopedia del saber relativo y absoluto.
La lucha se reanuda a las 11.47 h. Una línea larga y compacta de soldados enanas sube lentamente al asalto de la colina de las Ampolas.
Los tanques aparecen entre las flores. A una señal, se lanzan por la pendiente abajo. Las legiones de las hormigas rojas y de sus mercenarias van a sus flancos, dispuestas a acabar el trabajo de los mastodontes.
Los dos ejércitos están ya sólo a cien cabezas de distancia… Cincuenta… Veinte… ¡Diez! Apenas la primera rompegranos establece contacto ocurre algo absolutamente inesperado. La densa línea de las shigaepuyanas se abre de repente en amplias franjas. Las soldados forman en cuadros. Cada tanque ve cómo su adversario se evapora y ante si sólo encuentra un pasillo desierto. Ninguno de ellos tiene el reflejo de zigzaguear para atacar a las enanas. Las mandíbulas se cierran en el vacío, las treinta y seis patas corren estúpidamente.
Se extiende un efluvio acre;
¡Cortadles las patas!
Unas enanas saltan de inmediato sobre los tanques y matan a las portadoras. Se retiran luego con rapidez para que no las aplaste la masa de rompegranos al caer.
Otras se arrojan osadamente entre la doble fila de las portadoras y perforan con una sola mandíbula el vientre descubierto. Cae un líquido, la reserva vital de la rompegranos se derrama por el suelo.
Otras escalan sobre las mastodontes, les cortan las antenas y saltan en marcha.
Los tanques caen uno tras otro.
Las rompegranos sin portadoras se arrastran como enfermas y mueren sin crear problemas.
¡Una visión terrorífica! Algunos cadáveres de rompegranos siguen moviéndose transportados por sus seis obreras que aún no se han dado cuenta de nada. Las rompegranos privadas de antenas ven cómo sus ruedas van cada uno por su lado…
Esta catástrofe es el fiasco de la tecnología de los tanques. ¡Cuántos grandes inventos han desaparecido así de la historia de las hormigas porque se encontró demasiado deprisa cómo contrarrestarlos!
Las legiones de las rojas y de sus mercenarias que flanqueaban a los tanques se encuentran absolutamente desprotegidas. Las habían colocado allí para recoger los restos y se ven obligadas a cargar a la desesperada. Pero los cuadros de las enanas ya se han cerrado, hasta tal punto ha sido un rotundo éxito la matanza de las rompegranos. En cuanto las belokanianas rozan uno de los bordes del cuadro se ven aspiradas y descuartizadas por miles de glotonas mandíbulas.
Las rojas y sus reitres
[1]
no pueden hacer más que batirse en retirada. Se reagrupan en la cima y observan a las enanas, que suben lentamente al asalto, manteniendo sus compactos cuadros. ¡Es una visión enloquecedora!
Con la esperanza de ganar tiempo, las soldados más corpulentas cargan con guijarros que echan a rodar desde lo alto de la colina. La avalancha no hace que el avance de las enanas sea más lento. Éstas, vigilantes, se apartan al paso de los guijarros y vuelven inmediatamente a sus lugares. Pocas de ellas mueren aplastadas.
Las legiones belokanianas buscan afanosas algo que las saque del aprieto. ¿Por qué no utilizar sencillamente la artillería? Porque, si bien es cierto que desde el principio de las hostilidades se ha utilizado poco el ácido, que en la refriega mata tanto a amigos como a enemigos, podría dar muy buen resultado contra los densos cuadros de las enanas.
Las artilleras se apresuran a tomar posiciones, plantadas sólidamente sobre sus cuatro patas traseras y el abdomen proyectado hacia delante. Así, pueden volverse a derecha e izquierda y arriba y abajo para encontrar el mejor ángulo de disparo.
Las enanas ven los extremos de miles de abdómenes destacarse sobre la cima, pero no relacionan este hecho con nada por el momento. Han acelerado la marcha, tomando impulso para franquear los últimos centímetros del talud.
¡Al ataque! ¡Cerrad filas!
Y una sola orden restalla en el campo enemigo:
¡Fuego!
Los vientres pulverizan su ardiente ácido sobre los cuadros de las enanas. Los chorros amarillos silban en el aire, y azotan de lleno la primera línea de asaltantes.
Las antenas son lo que primero se funde. Caen goteando sobre los cráneos. Luego, el veneno se extiende sobre las corazas, licuándolas como si sólo fuesen de plástico.
Los cuerpos martirizados se desploman y forman un pequeño obstáculo que hace tropezar a las enanas. Éstas se recuperan, furiosas, y se lanzan con todas sus fuerzas al asalto de la cima.
Arriba, una línea de artilleras rojas ha relevado ya a la precedente.
¡Fuego!
Los cuadros se desordenan, pero las enanas siguen avanzando, pisoteando a sus muertos.
Tercera línea de artilleras. Las escupidoras de cola se les unen.
¡Fuego!
Esta vez, los cuadros de las enanas se deshacen. Grupos enteros se debaten en los grumos de cola. Las enanas intentan contraatacar formando ellas también una línea de artilleras. Estas avanzan hacia la cima marcha atrás y disparan sin poder apuntar. No pueden afianzarse de espaldas a la subida.
¡Fuego!
emiten las enanas.
Pero sus cortos abdómenes sólo disparan unas gotitas de ácido. Aunque alcancen sus objetivos, los disparos no hacen más que irritar los caparazones sin perforarlos.
¡Fuego!
Las gotas de ácido de los dos campos se cruzan, a veces se anulan. Ante el pobre resultado obtenido, las shigaepuyanas renuncian a utilizar la artillería. Consideran que ganarán manteniendo la táctica de cuadros compactos de infantería.
¡Cerrad filas!
¡Fuego!
responden las rojas, cuya artillería sigue obrando maravillas. Y salta una nueva andanada de ácido y cola.
Pese a la eficacia de los disparos, las enanas llegan a la cima de la colina de las Amapolas. Sus siluetas forman un negro friso sediento de venganza.
Carga. Contracarga. Destrucción.
Ya no hay más trucos técnicos posibles. Las artilleras rojas ya no pueden disparar con su abdomen, y los cuadros de enanas no pueden mantenerse compactos.
Confusión. Golpes.
Todo el mundo se entremezcla, se entrecruza, se retira, corre, se revuelve, huye, se lanza, se dispersa, se reúne, crea pequeños ataques, empuja, arrastra, salta, cae, apoya, escupe, aúlla. Todos buscan la muerte. Se miden unos a otros, esgrimen, luchan. Corren sobre cuerpos aún vivos y sobre aquellos que ya no se mueven. Cada hormiga roja se encuentra asediada al menos por tres hormigas enanas furiosas. Pero como las rojas son tres veces más grandes, las peleas se desarrollan con fuerzas más o menos iguales.
Cuerpo a cuerpo. Gritos olorosos. Feromonas amargas y nieblas.
Millones de mandíbulas agudas aserradas, con dientes cortantes, pinzantes, en una sola hilera, en doble hilera, húmedas de saliva envenenada, de cola y de sangre se abren y se cierran. La tierra tiembla.
Cuerpo a cuerpo.
Las antenas rematadas con sus pequeñas mazas azotan el aire para mantener a distancia al enemigo. Las patas con garras las golpean como si fuesen pequeñas cañas irritantes.
Presa. Contrapresa.
Se atrapa al otro por las mandíbulas, por las antenas, la cabeza, el abdomen, el tórax, las patas, las rodillas, los codos, los cepillos articulares, una brecha en la coraza, una hendidura en la quitina, un ojo.
Y luego los cuerpos se balancean y ruedan por el suelo húmedo. Unas enanas escalan una amapola indolente y se lanzan desde ahí arriba con las garras tendidas sobre una hormiga roja motorizada. Perforan su espalda y luego siguen hasta su corazón.
Cuerpo a cuerpo.
Las mandíbulas arañan las lisas armaduras.
Una roja utiliza hábilmente las antenas como dos jabalinas a las que propulsa simultáneamente. Atraviesa así los cráneos de diez enemigas, sin tomarse siquiera el tiempo de limpiar sus vástagos húmedos de la sangre transparente.
Cuerpo a cuerpo. A muerte.
Pronto hay tal cantidad de antenas y patas segadas en el suelo que uno podría creer que camina sobre una alfombra de agujas de pino.
Los supervivientes de La-chola-kan acuden y se lanzan al tumulto como si no hubiese entre ellos muertos suficientes.
Abrumada por el número de sus minúsculas asaltantes, una hormiga roja se aterroriza, flexiona su abdomen y se riega a sí misma con ácido fórmico, matándose ella y a sus enemigas a la vez. Y caen juntas como cera fundida.
Más allá, otra guerrera desarraiga la cabeza de su enemiga en el mismo momento en que le arrancan la suya.