La hembra 56 interrumpe su aleteo: setenta y tres hembras de la novena oleada acaban de pasar. Las obreras lanzan feromonas de ánimo. Renace la esperanza. ¿Saldrá con la décima oleada?
Mientras lo está dudando, descubre de repente, un poco más allá, a la pequeña coja y a la corpulenta asesina que ahora tiene sus ojos muertos. No hace falta más para que se decida. Se lanza a volar. Las mandíbulas de las otras dos se cierran en el vacío. Han fallado por poco.
La hembra 56 se mantiene un momento a media altura entre la Ciudad y la nube de pájaros. Luego la rodea la décima oleada en su vuelo, y ella lo aprovecha, se lanza también directamente hacia la trampa aérea. Sus dos vecinas caen, mientras ella pasa inopinadamente entre las uñas de un abejaruco.
Simple cuestión de suerte.
Y ahí van catorce hembras más que han salido indemnes de la décima oleada. Pero la 56 no se hace ilusiones. Sólo ha superado la primera prueba. Lo más duro aún tiene que llegar. La hembra conoce las cifras. Por regla general, de mil quinientas princesas que emprenden el vuelo, diez llegan a tierra sin problemas. Cuatro reinas, en la hipótesis más optimista, conseguirán construir su ciudad.
A veces, cuando
paseo en verano, me doy cuenta de que he pisado una especie de mosca. La miro mejor: es una hormiga reina. Y si hay una, hay mil.
Se retuercen en el suelo. Los zapatos de la gente las aplastan, o bien chocan con los parabrisas de los automóviles. Están agotadas, ya no tienen ningún control de su vuelo. ¿Cuántas ciudades han quedado aniquiladas de esa manera, con un simple golpe de limpiaparabrisas en una carretera durante el verano?
Edmond Wells
Enciclopedia del saber relativo y absoluto.
Mientras la hembra 56 acciona sus largas alas, percibe tras ella la muralla de plumas que se cierra sobre la undécima oleada y la duodécima. ¡Desdichadas! Cinco oleadas de hembras más y la Ciudad habrá agotado todas sus esperanzas.
No piensa más en ello, atraída por el azul infinito. ¡Es todo tan azul! Es fantástico hender los aires para una hormiga que no ha conocido más que la vida bajo tierra. Le parece estar moviéndose en otro mundo. Ha abandonado las estrechas galerías a cambio de un espacio vertiginoso en el que todo estalla en tres dimensiones.
Descubre intuitivamente todas las posibilidades del vuelo. Cargando su peso sobre este ala, vira a la derecha. Sube al modificar el ángulo de ataque de las dos alas. Baja. Acelera… Se da cuenta de que para trazar un viraje perfecto ha de situar los extremos de las alas en un eje imaginario y no dudar en colocar su cuerpo en un ángulo de más de 45°.
La hembra 56 descubre que el cielo no está vacío. Nada de eso. Está lleno de corrientes. Algunas, las de «convección», la hacen subir. Los baches de aire, por el contrario, hacen que pierda altitud. Sólo puede descubrirlos observando a los insectos que van delante, y según sus movimientos anticipar…
Tiene frío. Hace frío ahí arriba. A veces hay torbellinos, borrascas de aire tibio o helado que la hacen girar como un trompo.
Un grupo de machos se ha lanzado tras ella. La hembra 56 acelera para que sólo la alcancen los más rápidos o los más obstinados. Ésa es la primera selección genética.
Siente un contacto. Un macho se acerca a su abdomen, salta sobre ella, la escala. Es bastante pequeño, pero como ha dejado de batir las alas su peso parece considerable.
La hembra pierde un poco de altura. Encima de ella, el macho se retuerce para que no le moleste el batir de las alas. Completamente desequilibrado, flexiona el abdomen para alcanzar con su dardo el sexo femenino.
La hembra espera las sensaciones con curiosidad. Unos pinchazos deliciosos empiezan a invadirla. Eso le da una idea. Sin avisar, se inclina adelante y se lanza en picado. ¡Qué locura! ¡Qué magnífico éxtasis! Velocidad y sexo componen su primer combinado de placer.
La imagen del macho 327 aparece furtivamente en su cerebro. El viento silba entre los pelos de sus ojos. Una savia picante hace que sus antenas se estremezcan. Una parte de su ser se convierte en un mar lleno de olas. Extraños líquidos fluyen de todas sus glándulas. Se mezclan en una sopa efervescente que se vierte en sus encéfalos.
Llegada a la cima de las hierbas, reúne sus fuerzas y reemprende el batir de sus alas. Sube ahora como una flecha. Cuando recupera el equilibrio del vuelo, el macho ya no se siente muy bien. Le tiemblan las patas, sus mandíbulas no paran de abrirse y cerrarse sin motivo. Paro cardíaco. Y caída libre…
En la mayor parte de las especies de los insectos, los machos están programados para morir en su primer acto de amor. Sólo tienen una ocasión, la definitiva, En cuanto los espermatozoides abandonan el cuerpo, se llevan consigo la vida de su propietario.
Entre las hormigas, la eyaculación mata al macho. En otras especies es la hembra la que, una vez fecundada, mata a su bienhechor. Las emociones le han abierto el apetito.
Hay que rendirse a la evidencia: el universo de los insectos es globalmente un universo de hembras, y más concretamente de viudas. Los machos sólo cumplen en él un cometido episódico…
Pero ya hay un segundo genitor que se acerca a ella. Y en cuanto se va, es inmediatamente reemplazado. Y acude un tercero, y muchos más. La hembra 56 ya no los cuenta. Son al menos diecisiete o dieciocho los que van relevándose para llenar su espermateca con gametos frescos.
La hembra siente el líquido vivo bullir en su abdomen. Ahí está la reserva de habitantes de su futura ciudad. Millones de células sexuales macho que le permitirán desovar a diario durante quince años.
A su alrededor, sus hermanas sexuadas comparten las mismas emociones. El cielo está lleno de hembras voladoras, montadas por uno o muchos machos, que copulan juntos con la misma hembra. Caravanas de amor suspendidas en las nubes. Esas damas están ebrias de cansancio y felicidad. Ya no son princesas, sino reinas. Sus reiterados placeres las han dejado agotadas y apenas pueden controlar la dirección de su vuelo.
Ése es el momento que eligen cuatro majestuosas golondrinas para surgir de un cerezo en flor. No vuelan, se deslizan entre las capas de aire con helada imperturbabilidad… Se lanzan sobre las hormigas aladas con los picos abiertos y se las zampan una tras otras. La hembra 56 también cae.
La 103.683 está en la sala de los exploradores. Pensaba seguir ella sola la investigación infiltrándose en la termitera del Este, pero le han propuesto unirse a un grupo de exploradoras para ir a la «caza del dragón». En efecto, se ha visto un lagarto en el corral de la ciudad de Zubi-zubi-kan, que tiene el rebaño de pulgones más importante de toda la Federación: nueve millones de animales. La presencia de uno de estos saurios puede dificultar considerablemente las actividades de pastoreo.
Por suerte, Zubi-zubi-kan está en la frontera este de la Federación, justo a mitad de camino entre la ciudad termita y Bel-o-kan. La 103.683 ha aceptado ir con la expedición. De esa manera, su partida pasará inadvertida.
A su alrededor, las demás exploradoras se preparan minuciosamente. Llena hasta los bordes el buche social con reservas energéticas azucaradas y su bolsa con ácido fórmico. Luego se untan baba de caracol para protegerse del frío y también (ahora ya lo saben) de las esporas de la
alternaria.
Hablan de la caza del lagarto. Algunas lo comparan con las salamandras o con las ranas, pero la mayoría de las treinta y dos exploradoras reconoce su supremacía en cuanto a la dificultad de su caza.
Una anciana pretende que los lagartos tienen la capacidad de hacer que su cola vuelva a brotar cuando se la cortan. Las demás se burlan de ella… Otra afirma que ha visto a uno de esos monstruos permanecer inmóvil durante 10°. Todas recuerdan las historias de las primeras belokanianas al enfrentarse con las mandíbulas desnudas a esos monstruos —en aquel entonces la utilización del ácido fórmico no estaba tan extendida.
La 103.683 no puede reprimir un estremecimiento. Hasta ese momento nunca ha visto un lagarto, y la perspectiva de atacar a uno de ellos con las mandíbulas desnudas o incluso con ácido no hace que se sienta muy segura. Se dice que en la primera ocasión que se presenta abandonará la partida; después de todo su investigación sobre «el arma secreta de las termitas» es más vital para la supervivencia de la Ciudad que cualquier cacería deportiva.
Las exploradoras están listas. Remontan los corredores del cinturón exterior, y luego emergen a la luz por la salida número 7, llamada «salida del Este».
Primero han de dejar atrás los suburbios de la Ciudad, y eso no es sencillo. Por todas partes en los alrededores de Bel-o-kan hay una multitud de obreros y soldados a cual más apresurada.
Hay muchos flujos arriba y abajo. Algunas hormigas van cargadas con hojas, frutos, grano, flores o setas. Otras transportan ramitas y guijas que se utilizarán como material de construcción. Y aun hay otras que van arreando ganado… Hay una gran confusión de olores.
Las cazadoras se abren paso en los embotellamientos. Luego el tráfico se hace más fluido. La avenida se reduce convirtiéndose en una carretera que no llega a las tres cabezas de ancho (nueve milímetros), y luego dos, y luego una. Ya deben de estar lejos de la Ciudad, no perciben los mensajes colectivos. El grupo ha cortado el cordón umbilical olfativo y se constituye en unidad autónoma. Adopta la formación de «paseo», en la que las hormigas se alinean de dos en dos.
Pronto se cruzan con otro grupo, asimismo de exploradoras. Éstas han debido de pasarlo muy mal. En la pequeña tropa no hay una sola hormiga ilesa. Sólo se ven mutiladas. Algunas ya no tienen más que una pata y se arrastran lamentablemente. Y no están mejor las que ya no tienen antenas o abdomen.
La 103.683 nunca ha visto soldados en tan mal estado desde la guerra de las Amapolas. Deben de haberse enfrentado a algo aterrador… Quizás el arma secreta.
La 103.683 quiere dialogar con una gran guerrera que tiene las mandíbulas rotas. ¿De dónde vienen? ¿Qué ha pasado? ¿Han sido las termitas?
La otra acorta el paso y, sin contestar, vuelve la cabeza. ¡Qué horror! ¡Tiene las órbitas vacías! Y su cráneo está hendido desde la boca hasta la articulación del cuello.
La mira alejarse. Más allá, la guerrera cae y ya no se levanta. Aún encuentra fuerzas para arrastrarse fuera del camino, para que su cadáver no entorpezca el paso.
La hembra 56 trata de hacer un picado pronunciado para eludir a la golondrina, pero ésta es diez veces más rápida. El gran pico proyecta ya su sombra sobre sus antenas. El pico cubre su abdomen, su tórax, su cabeza. El pico la sobrepasa.
El contacto con el paladar es insoportable. Luego, el pico se cierra. Todo ha acabado.
Sacrificio.
Observando a la hormiga, se diría que sólo la motivan ambiciones exteriores a su propia existencia. Una cabeza cortada tratará aún de ser útil mordisqueando patas enemigas, cortando una semilla; un tórax se arrastrará para bloquearles una salida a los enemigos.
¿Abnegación? ¿Fanatismo con respecto a la ciudad? ¿Embrutecimiento debido al colectivismo?
No. La hormiga también sabe vivir en soledad. No necesita el Nido. Incluso puede rebelarse.
Entonces, ¿por qué se sacrifica?
En el estadio en que están mis trabajos, yo diría que es por modestia. Parece que para ella su muerte no es un acontecimiento tan importante como para apartarla del trabajo que ha iniciado unos segundos antes.
Edmond Wells
Enciclopedia del saber relativo y absoluto.
Contorneando los árboles, las colinas de tierra y los matorrales espinosos, las exploradoras siguen deslizándose hacia el oriente maléfico.
La carretera se ha hecho más estrecha, pero los equipos de vialidad aún se hacen presentes. Nunca se descuidan los caminos de acceso de una ciudad a otra. Unos peones camineros retiran el musgo, apartan las ramitas que obstruyen el paso, colocan señales olorosas con su glándula de Dufour.
Ahora escasean ya las obreras que circulan en sentido inverso. A veces se encuentran en el suelo feromonas indicadoras: «En el cruce 29, vuelva por el espino albar». Podría tratarse de la última marca de una emboscada de insectos enemigos.
Mientras camina, la 103.683 va de sorpresa en sorpresa. Nunca había pasado por esa región. Hay en ella hongos de Satán de ochenta cabezas de alto. Sin embargo, esa especie es característica de los regiones del oeste.
También reconoce los sátiros pestíferos cuyo fétido olor atrae a las moscas; y también los pedos de lobo. Escala un níscalo y pisa con gusto su mullida carne.
Descubre toda clase de plantas raras: el cañamón silvestre cuyas flores retienen tan bien el rocío, soberbios e inquietantes zuecos de Venus, el pie de gato de tallo largo…
Impaciente, se acerca a uno de ellos, cuyas flores parecen abejas, y comete la imprudencia de tocarlas. Inmediatamente, los frutos maduros le estallan en la cara, cubriéndola de granos amarillos y pegajosos. Menos mal que no es la
alternaria…
Sin desanimarse, salta sobre una falsa anémona para examinar el cielo desde más cerca. En lo alto ve abejas que describen ochos para indicar a sus hermanas cuál es el emplazamiento de las flores con polen.
El paisaje se va haciendo cada vez más salvaje. Hay en él olores misteriosos. Centenares de seres diminutos y no identificables se deslizan en todas direcciones. Sólo se les distingue por el ruido de las hojas secas al quebrarse.
Con la cabeza todavía llena de picaduras, vuelve con el grupo. Y así llegan con paso tranquilo a las inmediaciones de la ciudad federada de Zubi-zubi-kan. Desde lejos parece un bosquecillo como cualquier otro. Si no fuese por el olor y por el trazado del camino, nadie buscaría una ciudad por aquí. De hecho, Zubi-zubi-kan es una ciudad roja clásica, con un tocón de árbol, una cúpula de ramitas y depuradoras. Pero todo queda oculto por los arbustos.
Las entradas de la ciudad están situadas arriba, casi al ras de la cima de la cúpula. Se llega a ellas pasando por una mata de helechos y rosas silvestres. Que es lo que hacen las exploradoras.
Dentro hay una gran agitación vital. Los pulgones no se distinguen con facilidad; son del mismo color que las hojas. Una antena y un ojo avisados descubren sin embargo sin mayor dificultad los millares de cadillos verdes que engordan lentamente a medida que «ramonean» la savia.