—En ese caso las represalias serán terribles. ¿Cuántos cohetes de combate nos quedan estacionados en la órbita de Orion?
—Cuatro, jefe.
—Nunca serán suficientes. Habría que pedir ayuda a las tropas de…
—¿Quieres un poco más de sopa?
—No, gracias —repuso Nicolás, completamente hipnotizado por las imágenes.
—Vamos, mira un poco lo que comes o si no apagaremos la televisión.
—Mamá, por favor…
—¿Aún no estás cansado de esas historias de hombrecillos verdes y de planetas con nombres de marcas de detergente? —preguntó Jonathan.
—Es que me interesa. Estoy seguro de que algún día encontraremos extraterrestres.
—Sí, ya. Hace mucho tiempo que se habla de eso.
—Han enviado una sonda hacia la estrella más cercana. Marco Polo es el nombre de la sonda. Pronto sabremos quiénes son nuestros vecinos.
—Fracasará como todas las demás sondas que han enviado a contaminar el espacio. Está demasiado lejos, es lo que yo digo.
—Es posible; pero ¿quién te dice que no serán ellos, los extraterrestres, los que vengan a vernos? Al fin y al cabo, no se han aclarado todos los casos de gente que ha visto un OVNI.
—¿De qué nos iba a servir encontrar a otros pueblos inteligentes? Acabaríamos fatalmente haciéndonos la guerra los unos a los otros. ¿No te parece que ya hay bastantes problemas entre los terrestres?
—Resultaría exótico. Quizás hubiese nuevos lugares a los que ir de vacaciones.
—Lo que habría más que nada sería nuevos problemas.
Tomó el mentón de Nicolás.
—Mira, hijo, ya verás cómo cuando seas mayor pensarás como yo. El único animal verdaderamente apasionante, el único animal cuya inteligencia es de verdad diferente de la nuestra es… la mujer.
Lucie protestó por puro trámite. Los dos rieron. Nicolás se sintió molesto. Eso debía de ser el sentido del humor de los adultos… Su mano fue en busca del pelaje reconfortante del perro.
No estaba debajo de la mesa.
—¿Dónde está Ouarzazate?
El perro no estaba en el comedor.
—Ouarzi. ¡Ouarzi!
Nicolás empezó a silbar soplando entre los dedos. Normalmente el efecto era inmediato; se oía un ladrido seguido por el ruido de las patas. Silbó otra vez. Sin resultado. Fue a buscarle por las numerosas habitaciones del piso. Sus padres se reunieron con él. El perro no aparecía. La puerta estaba cerrada. No podía haber salido por sus propios medios; los perros aún no saben utilizar las llaves.
Maquinalmente, se dirigieron todos a la cocina, y más concretamente a la puerta de la bodega. La rendija aún no estaba cegada. Y era justo lo bastante amplia como para que pudiese pasar un animal del tamaño de Ouarzazate.
—Está ahí dentro. Estoy seguro de que está ahí dentro —gimió Nicolás. Tenemos que ir a buscarle.
Como para responder a esta petición, se oyeron unos ladridos procedentes de la bodega. Parecían llegar de muy lejos. Todos se acercaron a la puerta prohibida. Jonathan se interpuso.
—Papá ya lo dijo: a la bodega no se va.
—Pero, querido —dijo Lucie, hay que ir a buscarle. Quizá le hayan atacado las ratas. Tú dijiste que había ratas.
Su rostro se quedó sin expresión.
—Peor para el perro. Iremos a comprar otro mañana.
El chico estaba atónito.
—Pero, papá, no es otro perro lo que yo quiero. Ouarzazate es mi amigo, y tú no puedes dejarle morir así.
—¿Qué te pasa? —dijo Lucie. Déjame que vaya yo si a ti te da miedo.
—¿Eres miedoso, papá? ¿Eres un cobarde?
Jonathan no podía soportar eso. Murmuró «está bien, iré a echar un vistazo», y fue a buscar una linterna. Iluminó la grieta. Estaba oscuro, completamente negro, de un negro que lo desdibujaba todo.
Se estremeció. Ardía en deseos de huir. Pero su mujer y su hijo le empujaban hacia el abismo. Unas ideas ácidas inundaron su cabeza. Su fobia a la oscuridad se adueñaba de todo.
—Está muerto. Estoy seguro de que está muerto. Es culpa tuya.
—Quizás esté herido —medió Lucie. Tendríamos que ir a ver.
Jonathan pensó otra vez en el mensaje de Edmond. Su tono era imperativo. Pero, ¿qué podía hacer? Un día, forzosamente, uno de ellos sucumbiría y entraría. Tenía que coger el toro por los cuernos. Era ahora o nunca. Pasó una mano por su frente sudorosa.
No. Las cosas no seguirían así. Por fin tenía una ocasión para hacer frente a sus miedos y hacer frente al peligro. ¿Que la oscuridad quería engullirle? Pues tanto mejor. Estaba dispuesto a ir hasta el fondo del asunto. De todos modos, no tenia nada que perder.
—¡Allá voy!
Fue a buscar sus herramientas e hizo saltar la cerradura.
—Pase lo que pase, no os mováis de aquí. Sobre todo no intentéis llegar hasta mí ni llaméis a la Policía. ¡Esperadme!
—Hablas de una forma rara. Después de todo no es más que una bodega, una bodega como tantas otras.
—Yo no estoy tan seguro de eso.
Iluminado por el óvalo naranja de un sol declinante, el macho 327, último superviviente de la primera expedición de caza de la primavera, corre solo. Insoportablemente solo.
Hace tiempo ya que sus patas chapotean en charcas, en el barro y en las hojas húmedas. El viento ha secado todos sus labios. El polvo ha cubierto su cuerpo con un manto ámbar. Ya no siente sus músculos. Muchas de sus garras están rotas. Pero al final del carril olfativo sobre el que se ha lanzado distingue pronto su objetivo. Entre los montículos que son las ciudades belokanianas, una forma va creciendo con cada una de sus pisadas, la enorme pirámide de Bel-o-kan, la ciudad madre, que le atrae como un imán y le aspira.
327 llega por fin al pie del imponente hormiguero. Levanta la cabeza. Su ciudad ha crecido aún más. Se ha iniciado la construcción de la nueva capa protectora de la cúpula. La cima de la montaña de ramitas desafía a la luna. El joven macho busca un momento, encuentra a ras del suelo una entrada todavía abierta y se introduce por ella. A tiempo. Todas las obreras y los soldados que trabajan en el exterior han regresado ya. Los guardias se disponen a cubrir las salidas para que el calor del interior se mantenga. Apenas ha franqueado el umbral cuando los albañiles entran en actividad y el agujero se cierra tras él, casi de golpe.
Y ya está, ya no se ve nada del mundo exterior frío y bárbaro. El macho 327 ha entrado otra vez en la civilización. Ya puede fundirse con el Nido tranquilizador. Ya no está solo, es múltiple.
Unos centinelas se acercan. No le han reconocido bajo la capa de polvo. Emite inmediatamente sus aromas de identificación y los otros se tranquilizan.
Una obrera cae en la cuenta de sus olores de cansancio y le propone una trofalaxia, el ritual del don de su cuerpo. Todas las hormigas tienen en el abdomen una especie de bolsillo, que de hecho es un estómago secundario que no digiere los alimentos. Es el buche social. Puede almacenar comida, que permanece en él indefinidamente fresca e intacta. Puede luego regurgitarla y enviarla al estómago «normal digeridor». O bien la escupe para dársela a un congénere.
Los gestos son siempre los mismos. La hormiga oferente se acerca al objeto de su deseo de trofalaxia dándole unos golpecitos en la cabeza. Si la hormiga que es así avisada acepta, baja las antenas. Si las levanta, es signo de rechazo, no tiene hambre.
El macho 327 no lo duda ni un momento. Sus reservas energéticas están tan bajas que está al borde de caer en la catalepsia. Las dos hormigas se acoplan boca contra boca. El alimento llega. La oferente regurgita primero saliva, luego jarabe y cereales. Está bueno y es un gran reconstituyente.
La donación acaba y el macho se separa inmediatamente. Lo recuerda todo. Los muertos. La emboscada. No tiene un momento que perder. Levanta las antenas y espolvorea la información en finas gotitas a su alrededor.
Alerta. Es la guerra. Las enanas han destruido nuestra primera expedición. Tienen una arma nueva de efectos destructores. Zafarrancho de combate. Se ha declarado la guerra…
La centinela se aparta. Esos olores de alerta le producen molestias en el cerebro. Se forma un corro en torno al macho 327.
¿Qué le ocurre?
¿Qué pasa?
Dice que se ha declarado la guerra.
¿Tiene pruebas?
Llegan hormigas de todas partes.
Habla de un arma nueva y de una expedición diezmada.
Eso es grave.
¿Tiene pruebas?
El macho se encuentra ahora en medio de un cuajarón de hormigas.
Alerta, alerta. Se ha declarado la guerra. Zafarrancho de combate.
¿Tiene pruebas?
Todas repiten esta frase olorosa.
No, no tiene pruebas. Estaba tan sorprendido que no ha pensado en recogerlas. Movimiento de antenas. Las cabezas se mueven, dubitativas.
¿Dónde ocurrió eso?
Al oeste de La-chola-kan, entre el nuevo puesto de caza que encontraron las exploradoras y nuestras ciudades. Una zona donde patrullan a menudo las enanas.
Eso es imposible. Nuestras espías han regresado. Dicen categóricamente que las enanas aún no han despertado.
Es una antena anónima la que acaba de emitir esta frase feromona. La multitud se dispersa. Todas la creen. Y a él no. En lo que dice hay acentos de verdad, pero su historia es muy poco verosímil. Las guerras de primavera nunca empiezan tan pronto. Las enanas estarían locas si atacasen cuando ni siquiera están todas despiertas. Cada uno vuelve a su tarea sin considerar la información que ha transmitido el macho 327.
El único superviviente de la primera expedición de caza está aturdido. No, él no ha inventado esas muertes. Acabarán dándose cuenta de que los efectivos de una casta no están completos.
Sus antenas caen sobre la frente. Experimenta la sensación degradante de que su vida no sirve para nada. Como si ya no viviese para los demás, sino sólo para sí mismo.
Se estremece de horror ante este pensamiento. Se lanza adelante, corre febrilmente. Incordia a las obreras y las toma por testigos. Dudan incluso si pararse cuando él desgrana la fórmula ritual:
He sido la pata del explorador,
he sido el ojo dispuesto
y de regreso soy el estímulo nervioso
A todo el mundo le da lo mismo. Le oyen sin prestarle atención. Y luego se van sin precipitaciones. ¡Pues que deje de estimular!
Ya hacía cuatro horas que Jonathan había entrado en la bodega.
Su mujer y su hijo estaban en vilo.
—¿Llamamos a la Policía, mamá?
—No, aún no.
Lucie se acercó a la puerta.
—¿Ha muerto papá? Di, mamá, ¿ha muerto papá lo mismo que Ouarzi?
—No, claro que no. Hijo, ¡qué tonterías se te ocurren!
Lucie estaba llena de angustia. Se inclinó para examinar la grieta. Con la potente linterna halógena que acababa de comprar le parecía ver un poco más allá una… escalera de caracol.
Se sentó en el suelo. Nicolás lo hizo a su lado. Lucie le abrazó.
—Volverá. Hay que tener paciencia. Nos dijo que esperásemos. Esperemos un poco más.
—¿Y si no vuelve?
327 está cansado. Tiene la sensación de debatirse en el agua. Se mueve, pero no adelanta.
Decide ir a ver a Belo-kiu-kiuni personalmente. La madre, que tiene ya catorce inviernos, posee una experiencia incomparable, ya que las hormigas asexuadas que forman la mayoría de la población viven como máximo tres años. Sólo ella puede ayudarle a encontrar un medio para pasar la información.
El joven macho toma la vía de urgencia que lleva al corazón de la ciudad. Muchos miles de obreras cargadas con huevos corren por esta amplia galería. Suben sus cargas desde el nivel cuarenta bajo el suelo hasta las casas-cuna del solano, que está en el nivel treinta y cinco por encima del suelo. Es un gran flujo de cascaritas blancas llevadas entre las patas, que va de abajo arriba y de la derecha a la izquierda.
Él tiene que ir en sentido inverso. No es fácil. 327 tropieza con algunas nodrizas, que inmediatamente amonestan al vándalo. A él le empujan, le arañan, le pisotean, le golpean. Afortunadamente, el corredor no está saturado. Consigue abrirse camino en la masa movediza.
Tomando a continuación por los túneles pequeños, itinerario más largo aunque menos dificultoso, corre a buena velocidad. De las arterias pasa a los capilares, de los capilares a las venas. Recorre kilómetros de esta manera, franquea puentes, arcos, cruza plazas vacías o abarrotadas.
Se orienta sin problemas en medio de la oscuridad, gracias a sus tres ocelos frontales de visión con infrarrojos. A medida que se va acercando a la ciudad prohibida, el olor dulzón de la Madre se va haciendo más denso y el número de guardias va en aumento. Las hay de todas las subcastas guerreras, de todos los tamaños, de todas las armas. Pequeñas con grandes mandíbulas dentadas, corpulentas equipadas con placas torácicas duras como la madera, rechonchas con cortas antenas, artilleras cuyo abdomen está lleno de venenos convulsivos.
El 327, provisto de olores pasaporte válidos, pasa sin problemas por los puestos de control. Las soldados están tranquilas. Se sabe que las grandes batallas territoriales no se han iniciado todavía.
Muy cerca ya de su objetivo, presenta su identificación a las hormigas porteras, y entra ya en el último corredor que lleva a la estancia real.
Se detiene en el umbral, abrumado por la belleza de ese lugar único. Es una gran sala circular construida según las normas arquitectónicas y geométricas de gran precisión que las reinas madres transmiten a sus hijas de antena a antena.
La bóveda principal mide doce cabezas de alto por treinta de diámetro (la cabeza es la unidad de medida de la Federación; una cabeza equivale a tres milímetros en las unidades de medida comunes entre los humanos). Unas pilastras de raros cementos sostienen este templo insecto, el cual, con la forma cóncava de su suelo, está concebido para que las moléculas olorosas emitidas por los individuos reboten el mayor tiempo posible sin impregnar las paredes. Es un notable anfiteatro olfativo.
En el centro reposa una gran dama. Está recostada sobre el vientre y lanza de vez en cuando una pata hacia una flor amarilla. La flor se cierra a veces secamente. Pero la pata ya se ha retirado.
Esta dama es Belo-kiu-kiuni.
Belo-kiu-kiuni, última reina hormiga roja de la ciudad central.