—El profesor Wells es mi tío abuelo. Pero ha muerto.
Nicolás intentó cerrar la puerta, pero el otro adelantó el pie, insistiendo.
—Mi más sincero pésame. Pero ¿estás seguro de que no ha dejado una especie de carpeta grande llena de papeles? Soy encuadernador. El profesor me pagó por adelantado para que le encuadernase sus notas de trabajo con unas cubiertas de cuero. Quería hacer una especie de enciclopedia, me parece. Tenía que pasar a verme y hace tiempo que no tengo noticias suyas.
—Ha muerto, ya se lo he dicho.
El hombre adelantó más el pie, empujando la puerta con la rodilla como si fuese a entrar empujando al chico. El perro a escala empezó a ladrar furiosamente. El hombre se inmovilizó.
—Compréndelo, me molestaría mucho que no mantuviese sus promesas, incluso a título póstumo. Por favor, compruébalo. Forzosamente ha de haber en alguna parte una gran carpeta roja.
—¿Una enciclopedia, dice usted?
—Sí. El mismo le llamaba al conjunto de papeles «Enciclopedia del saber relativo y absoluto», pero me sorprendería que eso apareciese escrito en la cubierta.
—Si estuviese en casa ya la hubiésemos encontrado.
—Perdona que insista, pero…
El caniche enano se puso a ladrar otra vez. El hombre se echó atrás un milímetro, que al chico le bastó para darle con la puerta en las narices.
Toda la Ciudad está ya despierta. Los corredores están llenos de hormigas mensajeras térmicas que se apresuran a calentar el Hormiguero. Pero en algunos barrios hay aún ciudadanos inmóviles. Ya pueden las mensajeras sacudirlos, golpearles, que no se mueven.
Ni se moverán. Han muerto. La hibernación les ha sido fatal. No deja de ser un riesgo quedarse durante tres meses con un latido cardiaco casi inexistente. No han sufrido. Han pasado del sueño a la muerte durante un brusco vendaval que afectó a la Ciudad. Sus cadáveres son evacuados y arrojados a la depuradora… Cada mañana la Ciudad se deshace de esa manera de sus células muertas junto con los demás desperdicios.
Una vez limpias de impurezas las arterias, la ciudad de los insectos empieza a palpitar. Las patas se agitan. Las mandíbulas perforan. Las antenas pasan información. Todo vuelve a moverse como antes. Como antes del invierno anestesiante.
Mientras el macho 327 arrastra una ramita que muy bien debe de pesar sesenta veces su propio peso, una guerrera de más de quinientos días se le acerca. Le da unos golpecitos en la cabeza con sus segmentos-maza para atraer su atención. El macho levanta la cabeza. La guerrera aprieta sus antenas contra las de él.
Quiere que deje el trabajo de reparación del techo y que vaya con un grupo de hormigas en expedición de caza.
El macho le toca la boca y los ojos.
¿Qué expedición de caza?
La otra le hace oler un trozo de carne seca que tenía oculto en un pliegue de la articulación del tórax.
Parece ser que encontraron esto justo antes del invierno, en la región oeste a 23° en relación con el sol del mediodía.
El macho lo prueba. Evidentemente, es coleóptero. Crisomela, para ser más preciso. Es raro. Normalmente los coleópteros están aún en hibernación. Como todo el mundo sabe, las hormigas rojas salen del sueño con una temperatura del aire de 12°, las termitas lo hacen a 13°, las moscas a 14°, y los coleópteros a 15°.
La vieja guerrera no se deja convencer por este argumento. Le explica al macho que el trozo de carne procede de una región extraordinaria, calentada artificialmente por una fuente de agua subterránea. En ese lugar no hay invierno. Se trata de un microclima donde se han desarrollado una fauna y una flora específicas.
Además, la ciudad Hormiguero siempre tiene mucha hambre al despertar. Necesita urgentemente proteínas para volver a ponerse en marcha. Y el calor no basta.
El macho acepta.
La expedición la integran veintiocho hormigas de la casta de las guerreras. La mayoría son, como la que llegó con el encargo, viejas damas asexuadas. El macho 327 es el único miembro de la casta de los sexuados. Considera a distancia a sus compañeras a través del tamiz de sus ojos.
Con los millares de facetas de sus ojos no ve las imágenes repetidas miles de veces, sino una imagen en retícula. A las hormigas les cuesta percibir los detalles. En compensación, aprecian los más íntimos movimientos.
Las exploradoras de esta expedición parecen todas ellas habituadas a los viajes lejanos. Sus pesados vientres están llenos de ácidos. Sus cabezas están erizadas de armas poderosas. Sus corazas están marcadas por los golpes de mandíbula recibidos en el combate.
Marchan rectamente adelante hace muchas horas. Dejan atrás muchas ciudades, que se yerguen hacia el cielo o bajo los árboles. Ciudades hijas de la dinastía NI: Yodu-lu-baikan (la mayor productora de cereales); Giu-li-aikan (cuyas legiones de asesinas vencieron hace dos años a una coalición de las termiteras del Sur); Zedi-bei-nakan (famosa por sus laboratorios químicos capaces de producir ácidos de combate superconcentrados); Li-viu-kan (cuyo alcohol de cochinilla tiene un sabor a resina muy apreciado).
Porque las hormigas rojas se organizan no sólo en ciudades sino también en coaliciones de ciudades. La unión hace la fuerza. Así, en el Jura se ha podido ver federaciones de hormigas rojas que comprenden 15.000 hormigueros que ocupan una superficie de 80 hectáreas y con una población superior a los 200 millones de individuos.
Bel-o-kan aún no se encuentra entre ellas. Es una federación joven cuya dinastía original se fundó hace mil años. Según la mitología local, una hija extraviada por una terrible tempestad llegó antaño hasta aquí. Al no conseguir regresar a su propia federación, creó Bel-o-kan, y a partir de Bel-o-kan nació la Federación y, asimismo, de ahí proceden los centenares de generaciones de reinas Ni que la componen.
Belo-kiu-kiuni era el nombre de la primera reina. Que significa la «hormiga extraviada». Pero todas las reinas que ocupan el nido central han hecho suyo ese nombre.
De momento Bel-o-kan sólo está formada por una gran ciudad central y por 64 ciudades hijas federadas, repartidas en su periferia. Pero se impone ya como la mayor potencia política en este área del bosque de Fontainebleau.
Una vez han quedado atrás las ciudades aliadas, especialmente la-chola-kan, la ciudad belokaniana más occidental, los exploradores llegan ante unos pequeños altozanos: los nidos de verano o «puestos avanzados». Aún están vacíos. Pero 327 sabe que pronto, con la caza y las guerras, se llenarán de soldados.
Siguen en línea recta. La tropa baja por una amplia pradera turquesa y una colina cubierta de cardos. Dejan la zona de los territorios de caza. A lo lejos, hacia el norte, se ve ya la ciudad de las enemigas, Shi-gae-pu. Pero sus ocupantes aún deben estar durmiendo a estas horas.
Siguen adelante. A su alrededor la mayoría de los animales siguen aún sumidos en el sueño invernal. Algunos madrugadores asoman aquí y allá la cabeza en sus madrigueras. En cuanto ven las armaduras rojas se esconden, atemorizados. Las hormigas no tienen una reputación especialmente buena como seres acogedores. Sobre todo cuando avanzan así, armadas hasta las antenas.
Los exploradores han llegado ya al límite de las tierras conocidas. Ahí ya no hay ninguna ciudad hija, ni el menor puesto avanzado en el horizonte, ni el menor sendero excavado por unas patas puntiagudas. Apenas unas mínimas huellas de una antigua pista perfumada indica que unos belokanianos han pasado ya por allí.
Dudan. La fronda que se levanta ante ellos no está inscrita en ninguna carta olfativa. Forma un techo sombrío en el que la luz no penetra. Esa masa vegetal sembrada de presencias animales parece querer engullirles.
¿Cómo decirles que no vayan?
Colgó la chaqueta y besó a su familia.
—¿Ya habéis acabado de desembalarlo todo?
—Sí, papá.
—Muy bien. ¿Habéis visto la cocina? Hay una puerta al fondo.
—Precisamente quería hablarte de eso —dijo Lucie. Debe de ser una bodega. He intentado abrir, pero está cerrado con llave. Hay una gran rendija, y por lo poco que se puede ver hay mucho espacio detrás. Deberías hacer saltar la cerradura. Por lo menos que sirva de algo tener un marido cerrajero.
Lucie sonrió y fue a hacerse un ovillo entre sus brazos. Lucie y Jonathan llevaban trece años viviendo juntos. Se habían conocido en el Metro. Un día, un granuja lanzó una bomba de gas lacrimógeno en el vagón, por pura y simple ociosidad. Inmediatamente, todos los pasajeros cayeron al suelo llorando y tosiendo hasta saltárseles los pulmones. Lucie y Jonathan cayeron uno encima del otro. Cuando se recuperaron del ataque de tos y del lagrimeo, Jonathan le propuso acompañarla a su casa. Luego la invitó a una de sus comunidades utópicas, una colonia parisina, próxima a la estación del Norte. Tres meses después decidían casarse.
—No.
—¿Cómo que no?
—No, no haremos saltar la cerradura y no utilizaremos esa bodega. No hablemos más de eso, no nos acerquemos, y sobre todo no pensemos siquiera en abrir.
—¿Bromeas? Explícate.
Jonathan no había pensado en elaborar un razonamiento lógico acerca de la prohibición de entrar en la bodega. Involuntariamente había provocado lo contrario de lo que deseaba. Su mujer y su hijo estaban ahora intrigados, ¿qué podía hacer? ¿Explicarles que había un misterio en torno al tío benefactor y que éste había querido advertirles del peligro de entrar en la bodega?
Eso no era una explicación. En el mejor de los casos, era superstición. A los seres humanos les gusta la lógica, y Lucie y Nicolás nunca olvidarían el asunto.
Balbució:
—Fue el notario quien me advirtió.
—¿Te advirtió de qué?
—La bodega está llena de ratas.
—¡Ratas! Entonces, seguro que pasarán por la rendija —dijo el chico.
—No os preocupéis, vamos a cegar todos los agujeros.
Jonathan estaba bastante satisfecho de su salida. Qué suerte haber tenido esa idea de las ratas.
—Bien, entonces queda claro: nadie se acercará a la bodega, ¿de acuerdo?
Fue hacia el cuarto de baño. Lucie acudió inmediatamente a reunirse con él.
—¿Has ido a ver a tu abuela?
—Exacto.
—¿Y eso te ha llevado toda la mañana?
—Exacto otra vez.
—No puedes dedicar tu tiempo a no hacer nada. Recuerda lo que les decías a los otros en la granja de los Pirineos: «La ociosidad es la madre de todos los vicios». Has de encontrar otro trabajo. Nuestras reservas merman.
—Acabamos de heredar un apartamento de doscientos metros cuadrados en un barrio elegante junto al bosque, y tú me hablas de trabajo. ¿Es que no sabes apreciar el momento presente?
—Sí que sé, pero también sé pensar en el futuro. Yo no tengo nada, tú estás en paro, así ¿cómo vamos a vivir dentro de un año?
—Aún tenemos reservas.
—No seas idiota, tenemos algo para ir tirando unos meses, y luego…
Lucie puso sus pequeños puños en las caderas y sacó pecho.
—Óyeme, Jonathan; has perdido tu trabajo porque no querías ir a los barrios peligrosos por la noche. De acuerdo, lo comprendo. Pero has de poder encontrar otra cosa.
—Pues claro que buscaré trabajo, déjame ahora que ordene mis ideas. Te prometo que en seguida, digamos que dentro de un mes, empezaré con los anuncios de colocación.
Pronto hizo su aparición una cabeza rubia seguida del peluche con patas…
—Papá, un señor vino hace un momento para encuadernar un libro.
—¿Un libro? ¿Qué libro?
—No lo sé. Él hablaba de una gran enciclopedia que había escrito el tío Edmond.
—Ah, vamos, es eso… Y ¿le dejaste entrar? ¿Lo habéis encontrado?
—No, no parecía un hombre amable, y como de todas formas el libro no está…
—Estupendo, hijo; has hecho bien.
Esta noticia causó la perplejidad de Jonathan. Luego se sintió intrigado. Buscó por todo el apartamento en vano. A continuación estuvo un buen rato en la cocina, inspeccionando la puerta de la bodega, el gran cerrojo y la gran grieta. ¿A qué misterios se abría?
Hay que entrar en esa espesura.
Una de las exploradoras más viejas lanza una sugerencia. Ponerse en formación de «serpiente de cabeza grande», que es la mejor manera de avanzar en territorio no hospitalario. Consenso inmediato, todas ellas han tenido la misma idea en el mismo momento.
Por delante, cinco exploradoras dispuestas en triángulo invertido constituyen los ojos de la tropa. Con pasos mesurados, tantean el suelo, olfatean el aire, inspeccionan el musgo. Si todo está en orden, envían un mensaje olfativo que significa «nada delante». A continuación se unen a la retaguardia de la procesión para ser remplazadas por «individuos frescos». Este sistema de rotación transforma al grupo en una especie de largo animal cuyo olfato se mantiene siempre hipersensible.
«Nada delante» suena con claridad una veintena de veces. A la veintiuna lo interrumpe un ruido nauseabundo. Una de las exploradoras acaba de acercarse imprudentemente a una planta carnívora. Una dionea. Su perfume embriagador la ha atraído y su liga le ha aprisionado las patas.
A partir de ahí, está perdida. El contacto con los pelos desencadena el mecanismo de la charnela orgánica. Las dos grandes hojas articuladas se cierran inexorablemente, sus largos flecos actúan como dientes. Al cruzarse, se transforman en sólidos barrotes. Cuando su víctima está ya completamente aplastada, la fiera vegetal secreta sus enzimas más voraces, capaces de digerir los caparazones más coriáceos.
Así cae la hormiga. Todo su cuerpo se convierte en savia efervescente. Exhala un vapor de desánimo.
Pero ya no se puede hacer nada por ella. Eso forma parte de los imponderables comunes a todas las expediciones a larga distancia. Sólo hay que dejar la marca «atención, peligro» en las proximidades de la trampa natural.
Vuelven al camino oloroso olvidando el incidente. Las pistas de feromonas indican que es por ahí. Una vez han cruzado la espesura, siguen hacia el oeste. Siempre a 23° con respecto a los rayos del sol. Apenas descansan, cuando el tiempo es demasiado frío o demasiado caluroso. Han de actuar de prisa si no quieren regresar en plena guerra.
Ya ha ocurrido que unas exploradoras vieran a su regreso a la ciudad que ésta estaba rodeada por tropas enemigas. Y forzar el bloqueo nunca ha sido tarea fácil.
Ya está, han encontrado la pista feromona que indica la entrada de la cueva. Del suelo se desprende calor. Se hunden en las profundidades de la tierra rocosa.