—Bien dicho, Shahr Johor. Aunque ahora hay otro pontífice en Torunn, el que se nos escapó en Aekir, no es amigo de Charibon. El estado de decadencia de la fe ramusiana es tal que luchan entre ellos cuando los hijos del Profeta se encuentran ya a sus puertas.
—Es la voluntad de Dios —dijo Shahr Johor, inclinando la cabeza.
—Y la del Profeta, ojalá viva para siempre.
Una ráfaga de viento especialmente violenta hizo que toda la estructura de la tienda temblara y se estremeciera. El rostro de Aurungzeb volvió a oscurecerse.
—Esa tormenta… ¡Batak!
Un joven vestido con una túnica de color coral surgió de entre las sombras.
—¿Mi sultán?
—¿No puedes hacer nada con esta maldita tormenta? Estamos perdiendo tiempo, y caballos.
Batak abrió las manos en un gesto elocuente.
—Por el momento está más allá de mis poderes, señor. La magia del clima es una disciplina arcana. Incluso mi maestro…
—Sí, sí. Orkh habría conseguido fundir esta nieve en un abrir y cerrar de ojos, y habría reducido este viento a la ventosidad de un anciano. Pero Orkh está persiguiendo espejismos. Mira qué puedes hacer.
Batak se inclinó y se retiró.
—Eso es todo —dijo Aurungzeb—. Debo hablar con mi Dios. Podéis retiraros. ¡Akran! —dijo al alto y esquelético visir, que permanecía en un rincón como un golem muerto de hambre—. Encárgate de que no me molesten durante una hora.
—Sí, señor. Enseguida. —El visir golpeó con su bastón sobre el suelo de la tienda. En el palacio, el ruido habría resonado de modo impresionante contra el mármol, pero allí no fue más que un golpecito ahogado. Tales eran las indignidades de seguir al sultán al campo de batalla. Los oficiales y ministros entendieron el mensaje, se levantaron, se inclinaron y salieron de la tienda a la tormenta del exterior, mientras el visir los seguía con expresión resignada.
Aurungzeb se movió y miró a su alrededor. En aquel momento, tenía el aspecto de un chiquillo, barbudo pero travieso.
—Ahara —dijo suavemente—. Luz de mi corazón, ya se han ido. Ya puedes salir, cariño mío. Tu amo espera.
Una esbelta silueta cubierta de gasa surgió de la parte trasera de la tienda, oculta por una cortina, y se arrodilló ante él con la cabeza baja. Él le levantó la barbilla y apartó el velo que ocultaba sus rasgos. Un rostro pálido, ojos grises y labios oscuros con un toque de carmín. El sultán se los limpió.
—No necesitas pintarte, dulzura. Tú no. La perfección no puede mejorarse.
Dio una palmada con sus manos grandes y de nudillos velludos.
—¡Vamos, música! ¡La danza lenta de Kurasan!
De una porción de la tienda adyacente y cerrada surgieron los repentinos acordes de los músicos, al principio algo irregulares y luego creciendo en velocidad y armonía.
—Baila para mí. Baila para tu agotado señor, y haz que olvide los problemas del mundo.
Aurungzeb se tumbó sobre un montón de almohadas de seda, y empezó a fumar en una alta pipa de agua mientras su concubina se detenía un segundo y empezaba a moverse lentamente, como un sauce bajo una brisa de verano.
La mente de Heria se vaciaba al bailar. Le gustaba la danza. El ejercicio la mantenía esbelta y en forma. Era lo que venía después lo que la disgustaba, incluso entonces.
Especialmente entonces. Había escuchado la información de Shahr Johor, como escuchaba todo lo que sucedía en la tienda del sultán. Su dominio del idioma merduk era perfecto, aunque todavía fingía tener dificultades de comprensión. Había ocultado su dolor ante la noticia de la caída del dique, y su corazón se había alegrado al oír hablar de la reciente batalla y de la intervención, en el último minuto, de los misteriosos y terribles jinetes rojos. Por muy humillada y rebajada que estuviera, seguía siendo toruniana. El hombre cuya vida había compartido hasta la caída de Aekir había sido un soldado toruniano, y era tan imposible que se olvidara de ello como que el sol se olvidara algún día de ponerse.
El ritmo de la danza se aceleró. Aurungzeb, concentrado en el rápido movimiento de sus pálidas extremidades, exhalaba pequeñas nubes de humo. Finalmente, la danza terminó, y Heria permaneció inmóvil, con los brazos sobre la cabeza, respirando agitadamente. El sultán dejó a un lado la boquilla de su pipa de agua y se levantó.
—Aquí. Ven conmigo.
Ella se le acercó. Su barba le cosquilleó la nariz. Era una mujer alta, y él no tuvo que inclinarse mucho para besarle el cuello. Las manos del sultán apartaron sus vestiduras de gasa.
—Eres una reina entre las mujeres —murmuró Aurungzeb—. Magnífica.
El sultán la desnudó mientras ella continuaba inmóvil. Sus dedos le acariciaron los pezones, erectos y dolorosamente sensibles.
—Mi sultán —empezó a decir a toda prisa, mientras las manos de él le recorrían el cuerpo. La habían depilado, según era costumbre en el harén, y su piel era lisa como el alabastro. Los dedos del sultán se volvieron más urgentes. Heria se obligó a no estremecerse mientras él la exploraba.
—Mi sultán, estoy embarazada.
Él se detuvo en seco y se irguió. Los ojos le centelleaban.
—¿Estás segura?
—Sí, señor. Una mujer sabe esas cosas. El chambelán del harén lo ha confirmado.
—En nombre del Profeta, un hijo. Un niño. ¡Y tú has bailado delante de mí! —Estaba indignado, furioso. Levantó una mano para pegarle y luego lo pensó mejor. En lugar de ello, la bajó para apoyarla en el terso vientre de Heria—. Mi hijo… Nunca he tenido un hijo vivo. Niñas miserables, sí, pero éste… éste será un niño.
—Puede que no lo sea, mi señor.
—¡Tiene que serlo! Fue concebido en la guerra, en el momento de la victoria. Todos los presagios son favorables. Haré que Batak te examine. Él lo comprobará. ¡Un heredero, al fin! No debes bailar más. Debes quedarte en la cama. ¡Ah, mi flor occidental!
¡Sabía que tu llegada me traería suerte! Te convertiré en mi primera esposa, si es un niño… y será un niño. —Se echó a reír, y la estrujó en un abrazo de oso, soltándola un instante después—. No, no… basta de esto. Serás tratada como la porcelana, como el cristal más raro. ¡Vístete! Pediré a los eunucos que encuentren algo más apropiado para la madre de mi hijo, no estas sedas de esclava. Y doncellas; tendrás criados y tu propio pabellón… —Se interrumpió. La palpó como si fuera un jarrón raro y delicado que pudiera hacerse pedazos en cualquier momento—. ¿Cuánto tiempo? ¿Cuánto ha crecido ya?
—No mucho, señor. Tal vez dos meses.
—¡Dos meses! ¡El corazón de mi hijo ha estado latiendo estos dos últimos meses! Voy a quemar todo un cargamento de incienso. Habrá plegarias en todos los templos del Oriente. ¡Ja, ja, ja! ¡Un hijo!
«Un hijo», pensó Heria. Sí, sería un niño; de algún modo, estaba segura de ello. ¿Qué hubiera pensado su Corfe de aquello? Tendría el hijo de un tirano oriental, un hijo de la violación. Corfe siempre había deseado hijos. Los ojos se le llenaron de lágrimas.
—¿Lloras, paloma mía, mi preciosa belleza? —le preguntó Aurungzeb, preocupado.
—Lloro de alegría, mi señor, por tener el honor de llevar en mi seno al hijo del sultán.
¿Por qué seguía con vida? ¿Por qué no había encontrado un modo de acabar consigo misma? Pero sabía la respuesta. La naturaleza humana podía soportar muchas cosas, cosas inimaginables. Un cuerpo era capaz de comer, dormir, excretar y vivir, incluso mientras la mente rezaba por su destrucción. Y con el tiempo, la mente se adaptaba, y lo insoportable se convertía en cotidiano. Heria quería vivir, y quería que su hijo naciera. Era hijo de Aurungzeb, pero también sería suyo, algo propio. Lo amaría como si fuera de Corfe, y su vida podría adquirir algún significado después de todo. Esperaba que el espíritu de su esposo lo comprendiera.
Urbino, el duque de Imerdon, era un hombre alto, flaco y cadavérico con aspecto de asceta. Normalmente vestía de negro, y lo había hecho así desde la muerte de su esposa, veintitrés años atrás. Era el noble más poderoso de Hebrion, después del propio rey, pero no tenía ningún parentesco (al menos de sangre) con la casa real de los Hibrusidas.
Imerdon había sido un ducado adscrito al electorado fimbrio de Amarlaine, pero los fimbrios habían renunciado a sus pretensiones sobre él décadas atrás, tras la última batalla del río Habrir (que habían ganado). Poca gente sabía con precisión por qué los fimbrios habían renunciado al ducado, a las ciudades de Pontifidad e Himerio y a todas las tierras hasta el río Merimer, pero se rumoreaba que una de las incesantes guerras civiles que les azotaban por aquel tiempo había requerido la evacuación de la guarnición y su despliegue en otro lugar. El comandante de la guarnición en retirada no había podido resistirse a propinar una última paliza a los hebrioneses, y de ahí la absurda batalla del río Habrir.
La nobleza nativa del ducado había jurado fidelidad al monarca hebrionés, la extensión de cuyo reino se vio prácticamente doblada tras la adición de Imerdon, y las familias de los sucesivos gobernadores de la provincia se habían mezclado con la casa real. Pero aunque el duque de Imerdon y su familia eran respetados, y de hecho inmensamente poderosos, tendían a ser considerados como extranjeros. Los nativos de Imerdon eran de la misma raza que los hebrioneses, pero la larga dominación fimbria (casi cinco siglos) los había vuelto ligeramente distintos de sus vecinos del oeste. Muchos de ellos preferían vestir de negro, como los hombres de los electorados, y en general eran un pueblo más disciplinado y religioso, que contemplaba los excesos de la antigua y abigarrada Abrusio con una mezcla de disgusto y fascinación. Su duque se había mantenido al margen de la horrible guerra que había destruido la capital del reino, aunque había permitido el paso de los Caballeros Militantes himerianos cuando huyeron del país tras su derrota. Se decía que, aunque había seguido a su rey a la herejía, considerándolo su deber, lo había hecho de mala gana, y que sus simpatías continuaban del lado de la Iglesia himeriana.
En aquel momento, el duque estaba sentado en una carroza cubierta en la parte alta de Abrusio, no lejos del palacio real. Si apartaba las cortinas de cuero del vehículo, podía contar las balas de cañón todavía incrustadas en los muros.
—Milord —dijo uno de sus sirvientes desde el otro lado de la cortina—. La dama ha llegado.
—Ayudadla a entrar, entonces —dijo el duque.
Lady Jemilla subió a la carroza y se sentó junto a él. Urbino golpeó el tejado del carruaje con un puño huesudo y cubierto de anillos, y el vehículo se puso en marcha.
—Espero que os encontréis bien, señora —dijo cortésmente.
—Estoy perfectamente, gracias, milord —replicó ella. Unos minutos de silencio, como si ambos estuvieran esperando a que el otro hablara.
—Supongo que vuestra misión tuvo éxito —dijo finalmente el duque.
—Por completo. Entregué la petición ayer. La mujer de Astarac y el mago estarán sin duda considerando sus implicaciones mientras hablamos.
Urbino asintió, con el rostro inexpresivo. Jemilla llevaba un sobrio vestido gris, el atuendo de una respetable matrona noble, sin un solo toque de maquillaje ni carmín en el rostro. Sabía que para tratar con el austero duque de Imerdon debía recurrir a una táctica diferente. Cualquier indicio de impropiedad o coquetería, y el hombre la dejaría caer como a una rata muerta.
El duque parecía inquieto e incómodo. Era evidente que no le gustaban las citas clandestinas ni las conspiraciones a medianoche, y, sin embargo, era la clave de todos los planes de Jemilla, y su firma bajo la petición que había entregado a Isolla había sido uno de sus mayores triunfos. Si aquel hombre, aquel aristócrata frío y de respetabilidad intachable, reconocía la validez de sus pretensiones, todos los demás lo seguirían. El duque Urbino era famoso por su honestidad y su desconfianza de la intriga. Sólo su sentido del deber y el honor lo habían llevado a reunirse con Jemilla, y la creciente inquietud con respecto al estado de la monarquía en Hebrion. Y ella lo había convencido.
Abeleyn era incapaz de gobernar, apenas estaba vivo. Y el gobierno de la ciudad había sido usurpado por tres plebeyos, uno de los cuales era un mago. Además, Jemilla llevaba en su seno al heredero del rey. Si querían evitar que el reino se convirtiera en una oligarquía dirigida por hombres de baja extracción, le correspondía a él, el noble más poderoso que quedaba en Hebrion, hacer algo al respecto. Los demás nobles habían accedido, y sus cartas se habían amontonado sobre su escritorio durante la última semana. Jemilla había estado muy ocupada tras conseguir escapar a su encierro en el palacio. Se había reunido con los dirigentes de casi todas las casas nobles de Hebrion.
Estaban acobardados, por supuesto, aterrados ante la perspectiva de compartir el destino de Sastro di Carrera y Astolvo di Sequero. El reinado de Abeleyn había sido restaurado en un torbellino de fuego y sangre, y los Carrera y Sequero habían quedado impotentes tras la matanza de sus seguidores y la ejecución de sus líderes. Si se hacía algo más, tendría que hacerse de modo legal. Donde la espada había fracasado, la pluma todavía podía triunfar.
—Debo decir que este consejo de nobles que hemos proyectado me inquieta un poco —dijo Urbino—. No hay precedentes… La plataforma tradicional de los nobles es el Cónclave de las Casas, que se celebra anualmente en esta ciudad, con el rey como moderador y árbitro. Desconfío de algo que huele tan fuertemente a… innovación.
—El rey, milord, no está en condiciones de moderar nada —le dijo Jemilla—, y el Cónclave de las Casas no tiene potestad de debatir ninguna moción que no haya sido presentada por el propio rey. —Jemilla opinaba que aquella institución obsoleta no era nada más que una inútil reunión de nobles. Ella necesitaba algo diferente, algo con poder.
—Comprendo. Y dado que el rey no puede o no quiere comparecer, se justifica que creemos una institución totalmente nueva para ocuparnos de esta situación única. Sin embargo…
—Las demás familias nobles han dado ya su apoyo, milord —interrumpió rápidamente Jemilla—. Pero esperan noticias vuestras, las del noble principal. No harán ningún movimiento sin vos. —«Debo aprovechar su orgullo», pensó. «La vanidad es su único vicio. Estúpido reptil de sangre fría».
Urbino pareció sentirse realmente halagado por sus palabras.
—No fingiré que estáis equivocada —dijo, con cierta satisfacción—. Sin embargo, ¿consideráis prudente que este… este consejo se reúna en la misma Abrusio?