Las guerras de hierro (10 page)

Read Las guerras de hierro Online

Authors: Paul Kearney

Tags: #Fantástico

BOOK: Las guerras de hierro
5.11Mb size Format: txt, pdf, ePub

Se apartó de la cama, sosteniendo la lámpara con una mano temblorosa y protegiéndose el abdomen con la otra.

—Quiero ser tratada de acuerdo con mi posición —insistió—. No permitiré que me encierren ni que me olviden. No podréis amordazarme, Golophin. Diré al mundo a quién llevo en mi seno. No podréis detenerme.

El anciano mago se limitó a mirarla fijamente.

—Voy a tener lo que es mío —siseó Jemilla de repente, devolviendo veneno por veneno.

Y luego no pudo soportar por más tiempo la mirada del mago. Se volvió y abandonó la habitación sin mirar atrás, consciente todo el tiempo de que él la observaba fijamente, sin parpadear una sola vez.

6

—Aquí viene —dijo Andruw—. Lleno de rabia y bilis.

Observaron el grupo de jinetes que se acercaba, con los pendones ondeando en la brisa procedente del mar gris. Y tras ellos aguardaba una formación de casi tres mil hombres bien equipados para la batalla, con los cañones de campo al frente y la caballería de reserva en la retaguardia. La formación de batalla toruniana clásica. Clásica y poco imaginativa.

—¿Conoces a ese coronel Aras? —preguntó Corfe a su asistente.

—Sólo por referencias. Es muy joven para su cargo, un favorito del rey. Se cree un John Mogen redivivo, y es demasiado blando con sus hombres. Ha librado unas cuantas escaramuzas contra las tribus, pero no ha visto ninguna batalla auténtica.

Una batalla auténtica. Corfe todavía se sorprendía de la cantidad de miembros del ejército toruniano que no habían visto ninguna batalla auténtica. La reputación militar toruniana se había construido sobre los hombres de la guarnición de Aekir, considerados en su momento como los mejores soldados del mundo, aparte de los fimbrios. Pero los hombres de la guarnición de Aekir estaban muertos o eran esclavos en Ostrabar. Lo que quedaban eran tropas de segunda clase, a excepción de los tercios de Martellus en el dique. Y aquellas tropas de segunda clase eran las que tendrían que enfrentarse a la invasión merduk y derrotar a los ejércitos que habían tomado Aekir. La perspectiva era aterradora.

El resto de sus hombres, los catedralistas, habían formado en dos hileras detrás de él.

Apenas quedaban trescientos soldados capaces de montar a caballo de los quinientos con los que había emprendido la marcha hacia el sur. Su mando se reducía inexorablemente, pese a las victorias que había conseguido. Los hombres necesitaban descanso, armas y caballos de repuesto. Y refuerzos.

El grupo de Aras detuvo los caballos ante Corfe y Andruw. Su armadura relucía, y sus caballos estaban bien alimentados. Llevaban la armadura de caballería toruniana estándar, mucho más ligera que el equipamiento merduk empleado por los hombres de Corfe. Éste era muy consciente de que él y sus soldados parecían una horda de espantajos bárbaros, con su armadura de guerra merduk pintada de escarlata, ojerosos, fatigados y con sus monturas exhaustas y llenas de cicatrices.

—Saludos, coronel Cear-Inaf —dijo el líder de los jinetes ante ellos.

Era un joven pálido y pelirrojo, con unas pecas tan densas que lo hacían parecer bronceado. Tenía las manos grandes de los jinetes, y montaba bien a caballo, pero parecía un niño en comparación con los soldados de Corfe.

—Coronel Aras. —Corfe le dirigió una inclinación de cabeza—. Tenéis un hermoso ejército.

Aras se irguió visiblemente en la silla.

—Sí. Son buenos soldados. Ahora que estamos aquí, podemos empezar a tratar de lo que nos ocupa. Supongo que Narfintyr y su ejército han abandonado el lugar, de lo contrario no estaríais aquí. —Y sonrió. Corfe oyó que algunos de sus hombres murmuraban furiosos detrás de él. Comprendían el suficiente normanio para hacerse una idea de lo que estaban diciendo.

—Desde luego —repuso Corfe con mucha educación—. Me temo que Narfintyr ya está muy lejos. Pero podéis tratar de atraparlo si lo deseáis.

La sonrisa de Aras se volvió menos firme.

—Por eso estoy aquí. Estoy seguro de que vuestros hombres han luchado muy bien bajo vuestro mando, pero ahora debéis dejar que mis oficiales y yo hagamos el trabajo.

Corfe estaba exhausto. Casi había olvidado la sensación de sentirse descansado. Se encontraba demasiado fatigado para enfadarse. O para presumir.

—Narfintyr ha huido; se encuentra en el mar Kardio —dijo—. Mis hombres y yo hemos destruido su ejército. Hay más de mil prisioneros encerrados en los salones de su castillo en este momento. Os dejaré que terminéis con la limpieza, coronel. Me llevo a mis hombres de regreso al norte.

Hubo una pausa.

—No comprendo —dijo Aras, esforzándose todavía por sonreír.

—Parece que hemos hecho vuestro trabajo, señor —dijo Andruw, sonriendo—. Si lo dudáis, hay una pira al sur de la ciudad con setecientos cadáveres, todavía humeantes.

Los mejores soldados de Narfintyr.

—Pero vosotros… —Aras parpadeó rápidamente—. Quiero decir, ¿dónde está el resto de vuestros hombres? Pensaba que sólo teníais unos pocos tercios.

—Estamos todos aquí, coronel —le dijo Corfe, fatigado—. Hemos sido los suficientes para hacer lo necesario. Podéis dejar descansar a vuestros hombres. Como os he dicho, nosotros partiremos hacia el norte de inmediato. Debo regresar a la capital.

—¡No podéis hacer eso! —tartamudeó Aras—. Debéis quedaros aquí y ayudarme.

Debéis poner a vuestros hombres bajo mi mando.

—¡Ojos de Dios! ¿Es que no me escucháis? —ladró Corfe—. Narfintyr ha huido, y su ejército ha sido destruido. No podéis darme órdenes; no sois mi superior. ¡Ahora, apartaos de mi camino!

Los dos grupos de jinetes permanecieron mirándose, y los caballos empezaron a danzar al captar la tensión de sus amos. Corfe había tenido intención de celebrar un encuentro civilizado, una especie de cónclave militar para informar a Aras de la situación.

Después de todo, estaban en el mismo bando. Pero, en lugar de ello, descubrió que no podía soportar la idea de dar explicaciones a aquel cachorro arrogante. Su limitada paciencia se había agotado por completo. Sólo quería estar de nuevo en marcha, y proporcionar a sus hombres su bien merecido descanso. Y dirigirse al norte, donde estaban los verdaderos campos de batalla. No había tiempo para quejas ni protestas.

Pero había algo que no podía olvidar.

—Antes de partir, coronel, debo informaros de que no tengo más remedio que dejar atrás a una veintena de hombres heridos, demasiado graves para viajar. Están alojados en los pisos superiores de la fortaleza. Esos hombres deben ser cuidados como si pertenecieran a vuestra propia compañía. Os consideraré responsable por el bienestar de todos y cada uno de ellos. ¿Está claro?

Aras abrió y cerró la boca, con el pálido rostro sofocado. Tras él, uno de sus ayudantes murmuró audiblemente:

—¿De modo que ahora haremos de niñeras de esos salvajes?

Fue Andruw quien adelantó a su montura hasta situarla junto a la del que había hablado.

—Te conozco, Harmion Cear-Adhur. Fuimos juntos a la escuela de artillería.

¿Recuerdas?

El tal Harmion se encogió de hombros. Andruw le dedicó su sonrisa contagiosa.

—Cualquiera de estos salvajes que hay detrás de mí vale por diez de tus héroes de desfile militar. Y tú… tú sólo has conseguido los galones de capitán a base de besar el trasero de todos los oficiales bajo los que has servido. ¿Qué dices a eso?

—Basta —dijo Corfe—. Andruw, regresa a la fila. Tu comportamiento es inadecuado.

Coronel Aras, os presento mis disculpas por la actitud de mi subordinado.

Aras se dominó. Se aclaró la garganta, y finalmente preguntó, en tono más educado:

—¿Es realmente cierto? ¿Esos hombres vuestros han derrotado a Narfintyr?

—No tengo la costumbre de mentir, coronel.

—Sois el mismo coronel Cear-Inaf que estuvo en Aekir y en el dique de Ormann, ¿no es así?

—Lo soy.

El rostro de Aras cambió. Se aclaró la garganta de nuevo.

—Entonces, ¿puedo estrecharos la mano, coronel, y felicitaros a vos y a vuestros hombres por una gran victoria? Y tal vez pueda persuadiros de permanecer aquí una noche más y aceptar la hospitalidad de mi cuartel general. También me ocuparé de que envíen armas y monturas de repuesto a vuestros hombres. Si no os importa que lo diga, parece que las necesitan.

Corfe se adelantó y estrechó la mano del joven.

—Sois muy amable. De acuerdo, Aras, nos quedaremos una noche más. Mi alférez, Ebro, informará a vuestro departamento de intendencia de nuestras necesidades.

De modo que se quedaron, dos pequeños ejércitos acampados en la embarrada llanura al norte de Staed. Aras había manifestado la intención de alojar a sus hombres con los habitantes de la ciudad, pero Corfe le había convencido de lo contrario. La población local había sufrido bastante últimamente, y después de todo eran torunianos, no una nación conquistada. Ya era suficiente con que tuvieran que pasar hambre para alimentar a los soldados que habían invadido sus campos, y que sus hijos hubieran muerto a centenares luchando contra aquellos mismos soldados.

Los campamentos de los regimientos toruniano y catedralista mantuvieron la separación, y entre ambos se encontraban las tiendas del cuartel general de Aras. Los torunianos parecieron al principio escépticos, y más tarde curiosos. Pequeños grupos de hombres se encontraron en el riachuelo donde bebían los caballos, y se estudiaron cautelosamente, como dos perros olfateándose y rodeándose mutuamente, incapaces de decidir si saltar al cuello del otro.

La columna de Aras estaba muy bien provista de toda clase de artículos militares.

Envió a los catedralistas hileras de carretas llenas de lanzas nuevas, lingotes de hierro, carbón para las forjas de campaña, raciones de comida fresca, forraje y sesenta monturas de repuesto.

Corfe, Andruw y Marsch observaron la llegada de los animales. Grandes caballos castrados, de crines enmarañadas y ojos salvajes.

—Sólo están medio domados —señaló Andruw.

—¿Qué esperabas? ¿Sus mejores corceles de guerra? —le preguntó Corfe—.

Aunque tuvieran tres patas cada uno, los aceptaría. ¿Qué opinas, Marsch? ¿Servirán para algo?

El corpulento salvaje estaba examinando con ojo de experto los caballos recién llegados, que resoplaban y caracoleaban.

—Tienen tres años —dijo—. Acaban de castrarlos, y todavía sufren por ello. Se calmarán con el tiempo. Mis hombres los domarán pronto.

—¿Por qué ese Aras ha empezado de repente a besarte el trasero, Corfe? —preguntó Andruw, pensativo.

—Es evidente. Mañana partiremos hacia Torunn, de regreso a la corte. Quiere que hablemos bien de él, tal vez incluso que le dejemos compartir una parte de la gloria.

—No es muy probable —dijo Andruw con un resoplido.

—Oh, no voy a hacerle quedar mal delante del rey. Eso tampoco me serviría para ganar amigos. Pero no permitiré que robe la gloria que ha costado la sangre de mis hombres.

Aquella noche hubo un banquete en la tienda de reuniones de Aras, una gran estructura de treinta pies de longitud y lo bastante alta para ponerse en pie en su interior. Todos sus oficiales estaban allí, vestidos, para estupefacción de Corfe, con uniformes de gala, incluyendo puños de encaje y zapatos de hebilla. Había un soldado toruniano actuando como camarero detrás de cada una de las sillas de campaña plegables donde se sentaban los comensales, y la larga mesa centelleaba con el resplandor de la vajilla y cubertería de plata. Cuando entraron Corfe, Andruw y Ebro, Andruw soltó una carcajada.

—Me parece que nos hemos perdido, Corfe —murmuró—. Creí que estábamos en campaña.

Corfe fue colocado en la cabecera de la mesa, a la derecha de Aras, Andruw algo más abajo, y Ebro cerca del extremo. Marsch no había querido asistir. Tenía que ocuparse de los nuevos caballos, según había dicho, aunque Corfe sospechaba en secreto que la perspectiva de tener que comer con cuchillo y tenedor le aterrorizaba más que cualquier batalla.

—Mis hombres cazaron algunos ciervos la semana pasada durante la marcha hacia el sur —explicó Aras a Corfe—. Ya están bastante bien sazonados. Espero que os guste el venado, coronel.

—Desde luego —dijo Corfe, con aire ausente. Tomó un sorbo de vino (un buen candelario, el vino de los barcos) de su copa de plata, y se preguntó qué tamaño debía de tener el tren de intendencia de Aras para mantener un cuartel general de semejante magnificencia. En un ejército de menos de tres mil hombres, era algo ridículo.

A medida que el vino fluía y los platos llegaban y eran retirados, la tienda se llenó con el rumor de las conversaciones. Corfe vio que el alférez Ebro estaba en su elemento, obsequiando a los demás suboficiales con historias de guerra. Andruw comía y bebía sin cesar, como si tratara de recuperar el tiempo perdido. Estaba sentado junto a un oficial vestido con la librea
azul
de la artillería, y ambos se habían enfrascado en una vehemente conversación, entre grandes bocados de comida y tragos de vino. Corfe sacudió levemente la cabeza. El ejército de campaña de Aekir, al mando de John Mogen, nunca había hecho las cosas de aquel modo. ¿De dónde procedía toda aquella pompa y ceremonia que rodeaba a todo el ejército toruniano? Tal vez tenía que ver con el ejercicio de la profesión militar en la retaguardia de una frontera impenetrable. Aparte de él mismo y Andruw, ninguno de los presentes había combatido en ninguna batalla a gran escala. Y, tras la caída de Aekir, la frontera había dejado de ser impenetrable. Todo un ejército, más de treinta mil hombres, había sido destruido en la conquista de la ciudad. Los únicos soldados realmente experimentados que quedaban en el reino se encontraban en el dique con Martellus. De nuevo, Corfe sintió una punzada de intranquilidad al pensarlo. En el lugar de Lofantyr, Corfe habría empezado a reclutar y adiestrar hombres por millares, enviándolos sin demora al dique de Ormann. En la estrategia del alto mando había cierta lentitud que le resultaba muy alarmante.

Aras le estaba hablando. Corfe reordenó rápidamente sus pensamientos y recobró sus modales. Le quedaban muy pocos en aquellos días.

—Supongo que habéis oído los rumores, coronel, ya que estabais en la corte cuando llegó el pontífice.

—No. Contadme —dijo Corfe.

—Resulta difícil de creer, pero al parecer nuestro rey ha contratado a mercenarios fimbrios para reforzar el dique de Ormann.

Corfe lo había oído en las reuniones de campaña del rey, pero su rostro no reveló nada.

Other books

Telling the Bees by Hesketh, Peggy
Judgement By Fire by O'Connell, Glenys
Oceánico by Greg Egan
Deathless by Catherynne Valente
Murder.Com by Betty Sullivan LaPierre
All Due Respect by Vicki Hinze