—Demasiado tarde —dijo Menin—. ¡Aquí vienen! ¡Hombres! ¡Listos para repeler un ataque!
Los exhaustos soldados se prepararon.
—Señor, deberíais ir a la retaguardia —pidió Menin a Lofantyr—. No sé si podremos resistir.
—¿Qué? ¡Tonterías! Dirigiré una nueva carga. Veremos quién…
La línea ramusiana disparó una ráfaga irregular cuando los primeros elementos del enemigo aparecieron ante su vista. Demasiado pronto; los merduk estaban aún fuera de su alcance. Pero avanzaban como una ola imparable de infantería armada bajo el ondear de los estandartes. Decenas de miles de hombres.
El rostro del rey palideció al verlos.
—¡Dios mío! No pensé que quedaran tantos —graznó.
Los dos ejércitos se encontraron entre un estrépito increíble. Fue un combate cuerpo a cuerpo a lo largo de toda la línea. Los arcabuceros torunianos no podían recargar sus armas lo bastante rápido para mantener a distancia a los
minhraib
.
Se produjo un caos mortífero alrededor del rey cuando todo un regimiento enemigo se concentró en torno al estandarte real. Los torunianos de armadura más ligera fueron arrollados por la furia del ataque merduk, dejando a los coraceros cubiertos de hierro solos como una isla, blandiendo sus pesados sables de caballería con efectos devastadores. En cuestión de momentos, toda la línea de batalla toruniana había sido obligada a retroceder. Menin y Lofantyr se encontraron rodeados, separados del cuerpo principal del ejército.
La mente de Lofantyr quedó en blanco. Permaneció montado en su aterrado caballo, y observó cómo los merduk se lanzaban sobre las filas de su guardia personal con abandono suicida. Los jinetes masacraban a sus atacantes, pero estaban siendo arrollados. Tres o cuatro enemigos se arrojaban sobre cada toruniano vestido con armadura, lo derribaban bajo sus cuerpos, le arrancaban el yelmo y le cortaban el cuello.
—Estamos acabados —dijo Menin.
Lofantyr leyó las palabras en sus labios, aunque el estruendo de la batalla ahogó la voz del general. Menin sonreía. El pánico creció como una nube en la garganta de Lofantyr. ¿Iba a morir? ¿Él, el rey? Era imposible.
Un enemigo se abrió paso a través del cordón de coraceros, cada vez más reducido, y se lanzó contra el caballo del rey. Un
tulwar
centelleó, y el animal chilló, con los tendones cortados. Menin decapitó al hombre, pero el rey había caído. Su caballo se estrelló de costado contra el suelo, pateando y atrapando la pierna de Lofantyr bajo su cuerpo. Sintió que sus huesos se retorcían y se quebraban, y emitió un chillido, que se perdió en la cacofonía que le rodeaba.
Menin estaba en pie junto a él, luchando como un titán. Había cadáveres por todas partes, hombres retorciéndose entre la nieve y el barro. Un tumulto increíble, una crueldad en la matanza que Lofantyr no hubiera creído que fuera posible soportar. Buscó a tientas la espada que había pertenecido a su padre, una herencia de la familia real, pero había desaparecido. No sentía dolor ni miedo, sólo una especie de incredulidad absurda. No podía creer que aquello estuviera ocurriendo.
Vio que cuatro merduk derribaban a Menin, y cómo el anciano general luchaba hasta el final. Le clavaron un puñal en el ojo, y finalmente lo dejaron inmóvil. ¿Dónde estaba el resto de su guardia personal? Ya no había línea de batalla, sólo unos cuantos grupos de hombres aislados en un mar de enemigos. Los últimos coraceros eran derribados como osos atacados por perros de caza.
Alguien arrancó el yelmo de Lofantyr. Se encontró mirando el rostro de un hombre. Un hombre joven, de ojos oscuros y salvajes, con espuma en las comisuras de los labios.
Lofantyr trató de levantar un brazo, pero alguien le pisaba la muñeca. Vio el cuchillo y trató de protestar, pero la hoja descendió velozmente, y su vida terminó.
De los dieciocho mil torunianos que habían atacado el campamento enemigo aquella mañana, tal vez la mitad consiguió salir. Se retiraron obstinadamente, retrocediendo con testarudez, luchando por cada pie de terreno ensangrentado. La noticia de la muerte del rey aún no se había extendido, y no había pánico, pese a la incesante amenaza del contraataque
minhraib
. Los oficiales de campo se hicieron cargo de la situación, pues todo el alto mando yacía muerto sobre el campo de batalla, y consiguieron sacar a sus hombres del campamento merduk con cierta apariencia de orden. Los
minhraib
(de nuevo desorganizados, pero debido al avance y no a la retirada) siguieron adelante hasta el borde de lo que había sido su campamento, y quedaron atónitos ante el espectáculo que se ofrecía a sus ojos.
En el terreno elevado de su derecha, donde se les había prometido el apoyo de la caballería nalbeni, vieron una línea ininterrumpida de cinco mil arcabuceros torunianos. Y tras ellos, hilera tras hilera, estaban las temibles figuras de los jinetes escarlata que habían causado tanto terror en la Cadena del Norte, con sus lanzas recortándose contra el cielo, y su armadura resplandeciente como sangre recién derramada.
El avance merduk se detuvo. Los
minhraib
habían luchado desde el amanecer. Se habían portado bien y lo sabían, pero había casi cuarenta mil compañeros suyos muertos detrás de ellos, y otros miles de hombres se encontraban desperdigados y sin líder por el campo de batalla. La visión inesperada de aquellos nuevos torunianos les hizo perder los nervios. ¿Adónde habían ido los nalbeni? Les habían prometido que les apoyarían en su contraataque desde el flanco izquierdo toruniano.
Como en respuesta, un jinete solitario salió galopando de entre las hileras de jinetes escarlata. Acercó su caballo hasta trescientas yardas de la hueste
minhraib
y se detuvo allí. En su mano llevaba un estandarte, en cuya parte superior podía verse la imagen de la proa de una galera. Era el estandarte de un general nalbeni. El hombre lo clavó despectivamente en el suelo, mientras su corcel danzaba y resoplaba, y en aquel momento la caballería de la colina empezó a entonar un cántico extraño y siniestro, un himno de batalla bárbaro, una canción de victoria. Entonces el jinete se volvió y regresó al galope por donde había venido.
La canción se extendió a las hileras de arcabuceros torunianos, y en sus gargantas se convirtió en algo más, en una palabra que empezaron a repetir como si contuviera una especie de poder indefinible. Cinco mil voces la corearon una y otra vez.
Corfe
.
El fuego de cañón se apagó, y una oleada de silencio se extendió sobre la torturada faz de las colinas. La tarde invernal se acercaba a un crepúsculo moteado de nieve. Había dos ejércitos frente a frente, apenas a una legua de distancia, y entre ellos se extendía la ruina de lo que había sido un poderoso campamento, con todo el terreno de alrededor sembrado de cadáveres. Dos ejércitos tan maltrechos que, como de común acuerdo, se ignoraron mutuamente, y los fatigados hombres que los componían pugnaron por encender fuegos y arañar alguna hora de sueño sobre el duro suelo, sin apenas preocuparse por si el sol volvería a salir para ellos.
Una desvencijada carreta tirada por una muía salió traqueteando del campo de batalla, transportando un bulto envuelto en una capa. Junto al carretero avanzaban cuatro hombres a pie. Los cuatro se detuvieron, se despojaron de los yelmos y dejaron que la carreta continuara hacia el campamento toruniano, con sus ruedas azotando la nieve helada como una salva de cañonazos, mientras permanecían en pie entre los cuerpos convulsos de los muertos y las primeras estrellas cobraban vida sobre su cabeza.
Corfe, Andruw, Marsch, Formio.
—Menin ha debido morir defendiéndolo hasta el final —dijo Andruw—. El viejo bastardo. Ha muerto como un hombre.
—Sabía que éste iba a ser su último día —dijo Corfe—. Me lo dijo él mismo. Era un buen hombre.
Los cuatro avanzaron por el campo de batalla. Había otras figuras moviéndose en la noche, torunianos y merduk. Hombres en busca de sus camaradas perdidos, hermanos buscando los cuerpos de sus hermanos. Reinaba una tregua tácita mientras los antiguos enemigos estudiaban juntos los rostros de los muertos.
Corfe se detuvo y contempló la creciente oscuridad del mundo. Estaba agotado, más agotado de lo que nunca había estado en su vida.
—¿Cómo están tus hombres, Formio? —preguntó al fimbrio.
—Sólo hemos perdido a doscientos. Esos
ferinai
… son auténticos soldados. Nunca había visto a jinetes enfrentarse de ese modo a las picas, colina arriba y bajo el fuego de la artillería. Por supuesto, no podían esperar derrotarnos, pero lo han intentado con todas sus fuerzas.
—Por poco —dijo Andruw—. Un cuarto de hora más aquí o allí, y habríamos perdido.
—¿Hemos ganado, entonces? —preguntó Corfe al aire nocturno—. ¿Esto es una victoria? Nuestro rey y todos nuestros nobles han muerto, y una tercera parte de los hombres que trajimos de Torunn han caído en este campo de batalla. Si esto es una victoria, no es plato de mi gusto.
—Hemos sobrevivido —dijo lacónicamente Marsch—. Eso ya es una especie de victoria.
—Supongo que sí —sonrió Corfe.
—¿Y ahora qué? —preguntó Andruw. Todos miraron a su general.
Corfe levantó la vista hacia las estrellas. Parpadeaban, limpias y relucientes, intocables, indiferentes. El mundo seguía su curso. La vida continuaba, incluso con tanta muerte a su alrededor.
—Aún tenemos una reina —dijo al fin—. Y un país por el que vale la pena luchar.
Sus palabras sonaron huecas incluso a sus propios oídos. Le pareció notar el frágil papel de las últimas órdenes de Menin crujiendo en el interior de su armadura. El último ejército de Torunna, o lo que quedaba de él, estaba bajo su mando. Aquello era algo importante. Aquellos hombres, aquellos amigos que se encontraban allí con él, también eran importantes.
—Volvamos al campamento —dijo—. Dios sabe que hay trabajo que hacer.
Los últimos restos de la galerna invernal murieron entre la espuma blanca del oleaje del golfo de Hebrion. Sobre el Océano Occidental, el sol se elevó en una apoteosis de nubes rasgadas por la tormenta y pintadas de rojo sangre, y de inmediato el cielo del este pareció incendiarse, mientras el horizonte se iluminaba, pasando a tonos azafrán, verdes y azules, un amanecer majestuoso.
Y en el oeste apareció un barco sobre la espuma de las olas, levantando surtidores arco iris. Sus velas estaban hechas jirones, su cordaje colgaba suelto, y mostraba las marcas de tormentas y tempestades en vergas y casco, pero seguía adelante pese a todo, con la estela recta como el vuelo de una flecha, y el saltillo apuntando al corazón del puerto de Abrusio. Las letras desteñidas de su proa revelaban que era el
Águila gabrionesa
, y al timón iba un hombre demacrado de barba gris, vestido con harapos y con la piel caoba, quemada por un sol extranjero.
Al fin, Richard Hawkwood había vuelto a casa.