El viejo Ranafast, el superviviente de la guarnición del dique, tenía una sonrisa de depredador en su rostro aguileño.
—Me temo que podría ser exactamente eso, general. Veréis, creo que yo puedo decir lo mismo en nombre de mis camaradas supervivientes. Hasta donde se me alcanza, este alto mando iba a abandonarnos como a una causa perdida mientras permanecía a salvo, sentado tras estas murallas. De no haber sido por Corfe, que actuó enteramente por iniciativa propia, yo no estaría aquí, igual que cinco mil soldados de las tropas de Martellus. Los hombres son muy conscientes de ello, y no lo olvidarán.
Nadie habló. Menin parecía decididamente incómodo, y el rey Lofantyr se frotaba la barbilla con una mano, con la mirada fija en los papeles que tenía ante él.
—Esta… devoción es muy conmovedora —dijo al fin—. Y digna de elogio, hasta cierto punto. Pero no contribuye a la disciplina. Los soldados no pueden elegir a sus oficiales, especialmente en tiempo de guerra. Deben obedecer las órdenes. ¿No estás de acuerdo, general Cear-Inaf?
—Sí, por supuesto, señor. —Corfe sabía lo que vendría a continuación, y lo temía.
Lofantyr no iba a dar su brazo a torcer para facilitarle las cosas. El muy estúpido querría afirmar la autoridad de la corona a cualquier precio, y al diablo las consecuencias. Su ego era demasiado frágil para permitirle actuar de otro modo.
—Entonces haz lo que te ordeno, general. Renuncia a tu mando y sométete a las órdenes de tus superiores.
Allí estaba, a la vista de todos como un sable desenvainado. No había lugar para el compromiso, ni para intentar salvar la vergüenza. Corfe vaciló. Se sentía como si se estuviera abriendo una encrucijada en el sendero que tenía frente a él, y como si lo que dijera a continuación fuera a situarlo irrevocablemente en un camino o el otro. No habría vuelta atrás. Todos los hombres de la estancia lo estaban mirando. También lo sabían.
—Señor —dijo con voz ronca—. Soy vuestro leal súbdito, siempre lo he sido. Estoy a vuestras órdenes. —Lofantyr empezó a sonreír—. Pero también tengo una responsabilidad para con mis hombres. Me han seguido fielmente, se han enfrentado a peligros terribles y han visto caer a sus camaradas a su alrededor mientras obedecían mis órdenes. Señor, no puedo traicionar su confianza.
—Obedece mis órdenes —susurró Lofantyr. Su rostro se había puesto pálido como los huesos.
—No.
Jadeos audibles en tomo a la mesa. El viejo Passifal, que había ayudado a Corfe a equipar a sus hombres cuando nadie más quería hacerlo, se cubrió el rostro con las manos. Andruw, Formio y Morin estaban rígidos como estatuas, pero el pie de Andruw golpeaba el suelo rítmicamente por debajo de la mesa, como si no le perteneciera.
—¿No? ¿Te atreves a decir esa palabra a tu rey? —Lofantyr parecía dividido entre la indignación y algo parecido al desconcierto—. General, ¿me estás comprendiendo bien?
¿Entiendes lo que te digo?
—Sí, señor. Y no puedo obedeceros.
—General Menin, explica a Cear-Inaf el significado de las palabras «deber» y «fidelidad», si eres tan amable. —La voz del rey temblaba. Menin tenía la actitud de alguien que habría preferido encontrarse en cualquier otro lugar. El color estaba abandonando sus mejillas.
—General, has recibido una orden directa de tu rey —dijo, y su voz áspera era casi suave—. Vamos. Recuerda cuál es tu deber.
Su deber.
El deber le había arrebatado a su esposa, su hogar y todo lo que más valoraba, incluso su honor. En lugar de ello, había recibido la habilidad de inspirar a los hombres y conducirlos a la victoria. Más aún: se había ganado su confianza. Y no renunciaría a ella.
Antes moriría, porque en su vida ya no quedaba nada más.
—Son mis hombres —dijo—. Y, por Dios, nadie más que yo les dará órdenes. —Y, mientras hablaba, comprendió que había pronunciado una especie de verdad inalienable.
Algo a lo que nunca renunciaría en lo más mínimo.
—Desde este momento, te despojo de tu rango —dijo el rey, con voz ahogada. Los ojos le brillaban de rabia y con una especie de triunfo salvaje—. Te expulsamos formalmente de las filas de nuestros oficiales. Como soldado raso, serás arrestado por alta traición, y aguardarás el consejo de guerra, que se convocará cuando creamos conveniente.
Corfe no respondió. No podía hablar.
—Creo que no —dijo una voz.
—¿Qué? ¿Quién…? —tartamudeó el rey.
Andruw sonreía como un demente.
—Arrestadlo a él, señor, y tendréis que arrestarnos a todos. Los hombres no lo tolerarán, y yo no podré responder de sus actos.
—¡Malditos bárbaros patéticos! —gritó Lofantyr, enfurecido—. Los cubriremos de cadenas y los devolveremos a las galeras de donde vinieron.
—Si lo hacéis, tendréis a dos mil fimbrios atacando el palacio antes de una hora —dijo Formio con calma.
Los hombres sentados junto al rey al extremo de la mesa parecían estupefactos.
—Yo… No te creo —consiguió decir Lofantyr.
—Los de mi raza no somos famosos por hablar a la ligera, mi señor rey. Tenéis mi palabra.
—Por Dios —siseó el rey—. Vuestras cabezas estarán clavadas en picas antes de que acabe el día, perros traidores. ¡Guardias! ¡Guardias!
El almirante Bersa se inclinó por encima de su vecino y agarró la muñeca del rey.
—Señor —dijo con vehemencia—. No lo hagáis.
Las puertas de la estancia se abrieron de golpe, y entró una docena de soldados torunianos con las espadas desenvainadas.
—¡Arrestad a esos hombres! —gritó el rey, liberando su mano del apretón de Bersa y gesticulando salvajemente.
Los guardias se detuvieron. En torno a la mesa estaban los oficiales y funcionarios de mayor graduación del reino. Todos guardaban silencio. Finalmente, el general Menin dijo:
—Volved a vuestros puestos. El rey no se encuentra bien. —Y cuando los soldados permanecieron indecisos, ladró como un sargento mayor durante una maniobra—:
¡Obedeced mis órdenes, maldita sea!
Los soldados salieron. Las puertas se cerraron.
—¡Dulce sangre del bendito Santo! —exclamó el rey, levantándose de un salto—.
¡Una conspiración!
—¡Callad y sentaos! —vociferó Menin con la misma voz. Podía haberse dirigido a un recluta desobediente. Junto a él, el coronel Aras estaba sin habla, aunque los demás presentes parecían más avergonzados que otra cosa.
Lofantyr se sentó. Parecía a punto de estallar en lágrimas.
—Perdonadme, señor —dijo Menin en voz más baja. Su rostro, antes sonrosado, estaba del color del pergamino, como si empezara a comprender lo que acababa de hacer—. Esto ha ido demasiado lejos. No quiero que los soldados rasos se enteren de nuestras… desavenencias. Estoy pensando en vuestra dignidad, en la posición de la propia corona y en el bien del ejército. No podemos permitirnos una guerra entre nosotros, no en este momento. —El sudor le brillaba intensamente en la calva—. Estoy seguro de que el general Cear-Inaf estará de acuerdo. —Miró a Corfe con ojos suplicantes.
—Estoy de acuerdo, sí —dijo Corfe. El corazón le latía como si estuviera en mitad de una batalla—. Los hombres dicen cosas en el calor del momento que nunca se les ocurrirían de otro modo. Debo disculparme, señor, en mi nombre y en el de mis hombres.
Hubo un silencio largo e insoportable. La respiración del rey se volvió más regular, y el monarca se aclaró la garganta.
—Aceptamos tus disculpas. —Hablaba con una voz ronca como la de un cuervo—.
Nos sentimos indispuestos, y debemos retirarnos. General Menin, tú dirigirás la reunión en nuestra ausencia.
Se levantó, tambaleándose como un hombre ebrio. Todos se levantaron y se inclinaron mientras el rey se encaminaba a la puerta.
—¡Guardias! —gritó Menin—. Acompañad al rey a sus aposentos, e id a buscar al médico real. Está… está indispuesto.
La puerta se cerró, y todos volvieron a sentarse. Ninguno de ellos era capaz de mirar a los demás a los ojos. Eran como niños que hubieran sorprendido a su padre en fragante adulterio.
—Gracias, general —dijo finalmente Corfe.
Menin dirigió una mirada furiosa a su subordinado.
—¿Qué otra cosa podía hacer? ¿Apoyar una guerra civil? El muchacho es joven e inseguro. Lo hemos avergonzado.
El «muchacho» era apenas más joven que Corfe, pero nadie lo comentó.
—Ha pasado demasiado tiempo escondido tras las faldas de su madre —dijo con franqueza el almirante Bersa—. Has hecho lo correcto, Menin. Es del dominio público que las tropas del general Cear-Inaf podrían barrer el suelo con el resto del ejército combinado.
Menin se aclaró la garganta con un ruido atronador.
—Caballeros, todavía tenemos asuntos que tratar aquí, temas que no pueden posponerse. El despliegue del ejército…
—Espera un momento, Martin —dijo Bersa, dirigiéndose al general Menin por su nombre de pila, rara vez escuchado—. Antes sugiero que aprovechemos la… indisposición de su majestad para airear unas cuantas cosas. Hay demasiada intriga y rencor en torno a esta jodida mesa, y yo empiezo a hartarme de todo esto.
—¡Almirante! —exclamó el conde Fournier, escandalizado—. Recuerda dónde estás.
—¿Dónde estoy? Estoy en una reunión convocada para debatir una respuesta a la invasión militar de nuestro país, y durante horas me he visto obligado a escuchar una letanía inacabable de mierda administrativa y procedimental. Según el rey, sólo tenemos que quedarnos sentados tocándonos las narices, y el enemigo nos hará el favor de dirigirse obedientemente hacia las bocas de nuestros cañones. Eso, caballeros, equivale a una pérdida de la iniciativa que podría resultar fatal para nuestra causa.
—Para ser extranjero y plebeyo, vuestro patriotismo es notable, almirante —se burló Fournier.
Bersa se volvió en su asiento. Su rostro ancho y velludo estaba sofocado, pero habló con tono tranquilo.
—Hijo de perra insignificante, yo he vertido sangre por Torunna más veces de las que ese mariquita pintarrajeado al que llamas ayudante te la ha metido por el trasero.
El rostro de Fournier se puso blanco como la tiza.
—Y desafíame si te atreves, cretino engreído. —El almirante sonrió maliciosamente.
Corfe tuvo que propinar un codazo a Andruw, que trataba desesperadamente de contener su hilaridad.
—Caballeros, caballeros —dijo el general Menin—. Ya basta. Almirante Bersa, discúlpate ante el conde.
—Y un cuerno.
—Le pedirás perdón, o serás expulsado de esta reunión y perderás tu mando.
—¿Por qué? ¿Por decir la verdad?
—Johann… —gruñó Menin.
—De acuerdo, de acuerdo. Presento mis disculpas a este digno caballero por haberle llamado cretino, y por insinuar que es un mariquita y que prefiere a los jovencitos guapos.
¿Bastará con eso?
—Tendrá que bastar, supongo. ¿Conde Fournier?
—El bien de mi país está por delante de mis antipatías personales —dijo Fournier, enfatizando claramente el «mi».
—Desde luego. Y ahora, caballeros, el ejército —continuó Menin—. Al parecer, estamos condenados a una posición… defensiva, pero eso no significa que no podamos hacer salidas. Sería una lástima permitir que el enemigo se atrinchere y acampe tranquilamente ante las murallas. General Cear-Inaf, según el plan de batalla que habíamos trazado el rey y yo, tus hombres (debían haber pasado al coronel Aras, por supuesto, pero las circunstancias han cambiado) serán nuestra fuerza principal, ya que poseen una proporción muy significativa de caballería pesada. Tus soldados recibirán nuevos alojamientos, a poca distancia de la puerta norte, y estarán siempre preparados por si es necesario hacer una salida. En la batalla general que sin duda seguirá al rechazo de los merduk de las murallas, tus hombres formarán la reserva central del ejército, y como tales permanecerán en la retaguardia hasta ser llamados. Espero que haya quedado claro.
Muy claro. Corfe y Andruw se miraron. Derramarían su sangre ante las murallas, desgastando a los merduk; y si la batalla decisiva llegaba a entablarse, se encontrarían a salvo en la retaguardia.
—Todo el trabajo y nada de gloria —murmuró Andruw—. Las cosas no cambian.
—Perfectamente claro, señor —dijo Corfe en voz alta.
—¿Esta estrategia es tuya o del rey, Martin? —preguntó el incorregible Bersa.
—La idea fue de… de su majestad, pero yo también hice mi contribución.
—En otras palabras, se le ocurrió a él, y tú tuviste que arreglarla en lo posible.
—Almirante… —dijo Menin, con una mirada de advertencia. Bersa levantó una mano.
—No, no, lo comprendo muy bien. Es nuestro rey, pero el pobre no distingue un extremo de la pica del otro. Nos superan en número… ¿en cuánto? ¿Cinco o seis a uno?
Por tanto, es lógico que nos apoyemos en las murallas para equilibrar las posibilidades.
Pero ningún ejército ha ganado nunca una guerra dejándose sitiar, Martin, y tú lo sabes tan bien como yo. No podemos ganar de este modo. Se repetirá lo que ocurrió en Aekir.
La melancolía se apoderó de la estancia, afectando a todo el mundo. Fue Formio quien rompió el silencio.
—Los números no significan nada —dijo—. Lo que cuenta es la calidad de los hombres. Y el liderazgo que los inspira.
—La sabiduría fimbria es muy barata —repuso Fournier—. Si la demagogia ganara batallas, nunca habría perdedores.
Formio se encogió de hombros. Finalmente, y de mala gana, Menin se aclaró la garganta y, con un tono de voz curiosamente exaltado, dijo:
—General Cear-Inaf, tú estuviste en Aekir, y también en el dique de Ormann. Tal vez… —era evidente que le dolía decirlo— tal vez podrías compartir con nosotros el beneficio de tu experiencia… ah… única.
Todos los ojos volvían a estar fijos en él, pero ya no contenían tanta hostilidad.
«Están asustados», pensó Corfe. «Finalmente, se están enfrentando a la verdad de los hechos».
—Aekir era más fuerte que Torunn, y teníamos a John Mogen… pero Aekir cayó —dijo ásperamente—. El dique de Ormann era más fuerte que Aekir, y teníamos a Martellus… pero el dique también cayó. Si Torunn es sitiada, caerá, y con ella el resto del reino. Y si Torunna cae, también caerán Perigraine y Almark. Esto es realidad, no especulación.
—Entonces, ¿qué sugieres que hagamos? —dijo Menin en voz baja.
—Salir al campo con los hombres que tenemos. Es lo último que espera el enemigo. Y debemos hacerlo de inmediato, intentando derrotarlo por separado, antes de que los dos ejércitos merduk se hayan combinado por completo. Shahr Baraz perdió a muchos de sus mejores hombres en el dique, y gran parte de las fuerzas enemigas restantes estarán constituidas por los campesinos de leva, los
minhraib
. Si salimos en su busca y los atacamos con fuerza, la diferencia numérica se reducirá sustancialmente. Entre los merduk, los
minhraib
siempre acampan a cierta distancia de los
ferinai
y
hraibadar
, las tropas de élite. Yo atacaría a los
minhraib
al menos con dos terceras partes de la guarnición. Al mismo tiempo, el almirante Bersa asaltaría esa base de aprovisionamiento que tienen en la costa y la destruiría; luego, pondría a la flota a patrullar por el Kardio para evitar más maniobras anfibias por los flancos, como la que nos hizo perder el dique. Con el grueso de la leva destruida o puesta en fuga, las líneas de aprovisionamiento amenazadas y el tiempo empeorando, creo que Aurungzeb se vería obligado a retirarse.