Comprendió la realidad de las cosas. Aquellos hombres necesitaban un chivo expiatorio, alguien en quien descargar el peso de su propia incompetencia y cobardía. Corfe no había salvado a un fragmento de un ejército, había perdido al resto. Deformarían los hechos según les conviniera. «Dios mío», pensó. Aquellos hombres intrigarían en las mismas puertas del infierno.
—Mis disculpas, majestad. Pensé que mis noticias corrían prisa. He venido directamente desde el campo de batalla.
—O desde algún otro campo —dijo una voz burlona.
Andruw se volvió para ver la elegante silueta del coronel Aras. Se inclinó ligeramente.
—Señor, me alegro de veros bien después de vuestros… esfuerzos en el sur del reino.
—Estoy seguro de ello, capitán. Traje conmigo a treinta de vuestros salvajes heridos después de derrotar a los rebeldes del sur. Vuestro comandante debería cuidar mejor de sus hombres. Desde luego, yo lo haré.
Andruw lo miró fijamente, y algo en su expresión hizo que Aras tosiera y enterrara la nariz en una copa de vino.
Después de aquello fue ignorado, sin tener más remedio que permanecer allí con su armadura ensangrentada mientras el consejo debatía las noticias que había traído. Nadie le despidió, y parecían haberlo olvidado. La albarda le pesaba en los hombros. El calor de la estancia le resultaba sofocante tras el aire frío del exterior, y la cabeza empezó a darle vueltas. Alguien le dio un codazo, y Andruw se sobresaltó justo cuando sus rodillas empezaban a doblarse.
—Tomad, bebed esto, capitán —dijo una voz, y alguien le puso en la mano un vaso que contenía un líquido oscuro. Lo vació de un trago, sintiendo que el buen vino le calentaba las entrañas. Su benefactor era un joven oficial con el uniforme azul de la artillería. Parecía vagamente familiar. Tal vez habían estudiado juntos en la escuela de artilleros. Su mente estaba demasiado aturdida para recordar.
—Venid a un rincón. No os echarán de menos.
Siguió al oficial al rincón opuesto de la espaciosa estancia, y allí se despojó del yelmo, se desabrochó el cinturón y, con la ayuda del otro soldado, se quitó la coraza. Sintiéndose más humano, aceptó otro vaso. Para entonces, había un grupo de cuatro o cinco oficiales reunidos a su alrededor, mientras las voces de la mesa del consejo seguían zumbando sobre sus hombros.
—¿Cómo fue? —le preguntó el artillero—. Me refiero a la batalla. La ciudad ha sido un hervidero de rumores durante estos últimos días. Dicen que matasteis a veinte mil merduk ahí fuera.
—Ese Corfe… ¿qué clase de hombre es? —preguntó otro oficial.
—Dicen que es un John Mogen redivivo —dijo un tercero en voz baja.
Andruw se frotó los ojos. Nunca se había parado a considerar qué clase de hombre era Corfe, ni las cosas que había hecho. Pero había algo en los ojos de aquellos jóvenes oficiales, algo que le sorprendió.
Era una especie de admiración, un reflejo de gloria. En un momento en que toda esperanza de futuro parecía aplastada sobre el barro invernal, y en que el poderío militar toruniano, antaño temible, se encontraba diezmado y acobardado tras sus murallas, aquel hombre había creado un ejército de la nada, y había detenido con él a las invencibles hordas merduk.
—Es un hombre como cualquier otro —dijo Andruw al fin—. El mejor amigo que tengo.
—Por Dios, daría un brazo por servir con él —dijo muy serio uno de los jóvenes—. Es el único oficial que tenemos que está haciendo algo.
—Dicen que se acuesta con la reina madre —dijo otro.
—No saben de qué hablan —rezongó Andruw—. Es el mejor oficial del ejército, pero esos idiotas engreídos no se dan cuenta. No hacen más que discutir y charlar sobre los precedentes y el decoro. Seguirán encogidos sobre los braseros y discutiendo cuando los merduk estén incendiando el mismo palacio.
Algunos oficiales jóvenes miraron nerviosamente por encima de sus hombros. Los idiotas engreídos estaban apenas a diez yardas de distancia, al otro extremo de la estancia.
—Pronto estaremos sitiados —dijo el artillero—. Entonces habrá suficiente gloria para todos.
—Pero nadie escribirá canciones cuando caigan las murallas y vuestras esposas y hermanas sean arrastradas a los harenes merduk —dijo salvajemente Andruw—. El enemigo debe ser derrotado en el campo de batalla, y Corfe es el único hombre del reino capaz de hacerlo.
—Creo que la mitad del ejército empieza a pensar lo mismo —dijo el artillero en un susurro—. Es del dominio público que derrotó por sí solo a los rebeldes del sur, y que Aras no hizo nada más que algo de limpieza. Pero no podemos decirlo, aunque…
Se interrumpió cuando el rey volvió a llamar a Andruw a la mesa del consejo.
—Ten la bondad de informarnos del número de soldados merduk con que se enfrentó tu grupo —dijo el rey, agitando una mano.
—Al menos cuarenta mil hombres, majestad, pero nuestra impresión fue que sólo se trataba de la vanguardia del cuerpo principal. Llegaban más formaciones cuando nos retiramos. No me sorprendería que el número total doblara esa cantidad.
Un murmullo de comentarios incrédulos, o tal vez faltos de voluntad de creer.
—¿Y en qué estado quedó el enemigo después de la batalla?
—No vimos el fin de los fimbrios, majestad. Los dejamos todavía luchando, aunque rodeados. Apostaría algo a que el general merduk perdió a una cuarta parte de sus hombres. Los piqueros fimbrios son difíciles de matar.
—Casi parece que admiras a esos mercenarios.
—Nunca he visto a nadie morir mejor, majestad, ni siquiera en el dique.
—¡Ah! De modo que estuviste en el dique. Lo habíamos olvidado. —Varios oficiales presentes parecieron mirar con mayor simpatía a Andruw, que captó unas cuantas expresiones de aprobación.
—Corfe también estuvo en el dique, majestad. Dirigió la defensa de la barbacana este.
—El primer lugar que cayó —murmuró Aras.
Andruw avanzó hasta acorralar a Aras contra la larga mesa.
—Lamentaría mucho, señor, oír que alguien duda del buen nombre de mi oficial superior. Creo que me vería obligado a pediros una satisfacción en ese caso. —Sus ojos relampaguearon, y Aras apartó la mirada.
—Por supuesto, capitán, por supuesto…
El rey pareció ignorar el intercambio.
—Caballeros —dijo—, con la adición de esos hombres rescatados del mando de Martellus, tendremos casi cuarenta mil soldados disponibles para defender la capital, aunque ello signifique dejar sin tropas nuestros territorios del sur. Sin embargo, y gracias a los esfuerzos del coronel Aras, las provincias rebeldes están de nuevo bajo nuestro control, y creo que no tendremos que inquietarnos por nuestra retaguardia durante la batalla que se avecina.
Aras aceptó graciosamente el murmullo de aprobación de los oficiales reunidos.
—Todos los puentes sobre el rio Torrin, hasta las montañas, han sido destruidos. La geografía de nuestro amado país favorece a los defensores. Nuestros ríos son nuestras murallas.
«Igual que el Ostio y el Searil», pensó Andruw. Ninguno de aquellos ríos había conseguido detener el avance merduk. Tras la evacuación del norte de Torunna, los merduk podrían incluso enviar a un ejército a través del paso de Torrin y conquistar Charibon si lo deseaban, o cruzar las llanuras de Tor y atacar Almark, o incluso Perigraine. Aquellos lugares estaban bajo el control de la Iglesia himeriana, sin embargo, y Andruw no creía que los hombres presentes fueran a derramar lágrimas si el enemigo saqueaba Charibon o invadía Almark, supuestamente gobernada por la Iglesia. Con el cisma religioso que dividía a los reinos ramusianos, era imposible pretender que presentaran un frente unido al invasor. Corfe tenía razón; si el enemigo no era derrotado ante Torunn, podría enviar a sus ejércitos a través de media Normannia. Y si el ejército toruniano se dejaba atrapar en su capital, sitiada igual que Aekir, dejaría de tener ninguna utilidad. Almark y Perigraine no eran grandes potencias militares. No podrían resistir a las tropas merduk, y las tropas del Profeta conquistarían el continente hasta las montañas de Malvennor.
Entró un cortesano, interrumpiendo las alegres predicciones de Lofantyr sobre el desastre merduk. El hombre se inclinó y susurró algo al oído del rey, que se levantó de su silla con expresión airada.
—Dile que… —empezó, pero las puertas de la estancia se abrieron de golpe, y entró la reina madre con dos de sus damas de compañía. Todos los hombres presentes se inclinaron, a excepción de su hijo, que estaba furioso.
—Señora, no es apropiado que estéis presente en este momento —rezongó.
—Tonterías, Lofantyr —dijo su madre, con una sonrisa encantadora, mientras agitaba un abanico plegado—. He participado en reuniones del alto mando durante toda mi vida.
¿No es así, general Menin?
Menin volvió a inclinarse y murmuró algo incomprensible.
—En cualquier caso, Lofantyr, se te olvidó algo cuando me visitaste en mis aposentos el otro día. Quería asegurarme de que lo recibías. —Levantó un pergamino, cubierto con la cera escarlata del sello real.
Lofantyr lo tomó cautelosamente, como si temiera que fuera a morderle. Sus ojos se entrecerraron con desconfianza. Cuando abrió y leyó el documento, su rostro enrojeció.
—¿De dónde salió esto?
—Vamos, majestad, lleva tu propio sello, que yo ya no poseo. Te ruego que lo leas ante esta augusta compañía. Estoy segura de que todos ansían escuchar las buenas noticias que contiene.
—En otra ocasión, tal vez.
—¡Léelo! —Su voz resonó como un disparo de cañón, y la autoridad que había en ella hizo que todos los hombres de la estancia se estremecieran. Lofantyr pareció encogerse.
—Es… es un nombramiento de general para un tal Corfe Cear-Inaf, confirmándolo como segundo de Martellus, o, si éste ha muerto, nombrándolo comandante único.
Andruw se golpeó la palma de la mano con el guantelete en forma de puño, y tras él varios oficiales jóvenes gritaron «¡bravo!», como si estuvieran en una obra de teatro. La reina madre se acercó al coronel Aras, que tenía aspecto de haberse tragado una medicina de sabor repugnante.
—Espero que no os sintáis demasiado decepcionado, coronel. Sé cuánto deseabais estar al mando de esos bárbaros vestidos de rojo.
—No… no, en absoluto. Encantado, contento de… —Se interrumpió, confuso. La intensa mirada de Odelia era difícil de soportar.
—Esto es un error —consiguió decir el rey Lofantyr, recuperando la compostura—. Yo no sellé tal orden.
—Y, sin embargo, existe. Dar una contraorden equivaldría a romper tu palabra, hijo.
Eres un hombre muy ocupado; simplemente, se te ha olvidado haberla firmado. Estoy seguro de que lo recordarás. Con el tiempo. Caballeros, os dejo con vuestras deliberaciones. Es evidente que éste no es el lugar para una pobre mujer incompetente como yo. Capitán Cear-Adurhal, os ruego que paséis por mis aposentos antes de regresar con vuestros hombres.
Andruw se inclinó sin hablar, con el rostro resplandeciente. Los demás hombres lo imitaron mientras la pobre mujer incompetente abandonaba majestuosamente la estancia.
Lo recibieron con una salva de cañonazos. Las murallas de Torunn estallaron en humo y llamas cuando el ejército se hizo visible sobre el horizonte. Los agotados soldados levantaron la cabeza al oír el sonido, y vieron una guardia de honor de mil hombres formados en filas esperando para darles la bienvenida a la ciudad. Corfe detuvo su caballo, desconcertado, para contemplar el espectáculo mientras su ejército, mucho más numeroso que antes, continuaba pasando junto a él, torunianos armados con espadas y escudos, arcabuceros y piqueros fimbrios, además de sus propios catedralistas en los flancos y la retaguardia.
Marsch y Ebro se reunieron con él.
—¿Por qué disparan los cañones? —quiso saber Marsch—. ¿Es una advertencia?
—Es un saludo —le informó Ebro—. Nos están homenajeando.
—Ya era hora de que alguien lo hiciera —dijo otra voz mientras un cuarto jinete se añadía al grupo. Era el coronel Ranafast, el único oficial de rango superviviente de la guarnición del dique. Se trataba de un hombre demacrado y de aspecto aguileño, que había comandado la caballería del dique, de la que sólo le quedaban una veintena de hombres. Había conocido a Corfe cuando éste no era más que un oscuro alférez, un ayuda de campo de Martellus, pero no había mostrado ningún resentimiento ante la nueva posición de su antiguo subordinado.
Las calles de la capital estaban llenas de gente. Corfe pudo oír sus vítores desde allí, a una milla de distancia. Habían hecho salir al populacho para dar la bienvenida a sus soldados. Se alegraba por ellos (su ánimo necesitaba aliento) pero, en cuanto a sí mismo, hubiera preferido envolverse en su capa y arañar unas horas de sueño sobre el barro.
Sabía que las pantomimas empezarían de nuevo en cuanto estuviera en la capital, y le repugnaba pensarlo.
—Se acercan jinetes —dijo Marsch—. Es Andruw, creo. Sí, es él. Conozco esa sonrisa suya.
Andruw se detuvo ante ellos, respirando agitadamente, y saludó a Corfe.
—Saludos, general. Tengo órdenes de conduciros a ti y a tus oficiales a unos aposentos especiales en palacio. Esta noche habrá un banquete en tu honor.
—¿De qué diablos estás hablando, Andruw? —preguntó Corfe—. ¿Y por qué me llamas general?
—No es ninguna broma, Corfe. La reina madre te consiguió el nombramiento. Ahora eres el comandante en jefe de todos estos hombres. —Andruw indicó con un gesto la larga columna de hombres cubiertos de barro que marchaban junto a ellos—. Esa mujer es una maravilla. Recuérdame que nunca me enfrente a ella. Acorraló a Lofantyr en su propia sala del consejo, con todo el descaro del mundo. ¡Qué gran rey habría sido, de haber nacido hombre!
General. No se había atrevido a confiar en que Odelia lo consiguiera. General de un ejército medio destruido. No sintió demasiada alegría. Algo de satisfacción amarga, tal vez, pero eso fue todo.
Los fimbrios estaban pasando junto a ellos, y uno de ellos se separó de la columna para saludar al grupo de jinetes.
—¿Coronel Corfe? —preguntó Formio, el asistente fimbrio.
—¡Ahora es general, por el Santo! —rió Andruw.
—Cállate, Andruw. ¿Sí?
—¿Hemos de entrar en la ciudad con tus hombres? Sabremos entenderlo si las ramificaciones políticas aconsejan lo contrario.
—¿Qué? Por Dios, no, entraréis con nosotros. Encontraré alojamiento para el último hombre, en el mismo palacio si es necesario. Y si se niegan, soy capaz de saquear la ciudad.