Aquello era lo que debía hacer.
—Volvamos con los hombres —dijo a sus dos compañeros, y partieron hacia la columna a todo galope.
Se celebró una apresurada reunión, durante la cual Corfe explicó las líneas de su plan a Andruw, Ebro, Marsch, Joshelin y Morin. Éste último permaneció en silencio, pero tenía los ojos brillantes. Obviamente, estaba a favor del ataque. Marsch se mostró tan imperturbable como siempre (parecía que Corfe le estuviera pidiendo que fuera a comprarle una hogaza de pan), y Joshelin estaba a favor de cualquier cosa que pudiera ayudar a sus compatriotas. Pero Andruw y Ebro parecían preocupados. Fue Andruw quien habló.
—¿Estás seguro de esto, Corfe? Quiero decir que hemos luchado otras veces en inferioridad numérica, pero esto…
—Estoy seguro, capitán —le dijo Corfe. Se estaba perdiendo tiempo, y los hombres morían. Ansiaba ponerse en marcha—. Caballeros, a vuestros puestos de mando. Yo dirigiré la columna. Nada de trompetas, gritos ni vítores hasta que estéis todos en posición y oigáis a Cerne dar la orden de atacar. Tenéis cinco minutos, y luego nos pondremos en marcha cuando dé la señal.
Los catedralistas estaban en movimiento menos de diez minutos más tarde. Formaron en tres columnas paralelas, cada una de más de cuatrocientos hombres. Corfe, Cerne y Morin formaron una pequeña flecha de jinetes en la vanguardia. El terrible rugido de la batalla, que hacía temblar la tierra, estaba alcanzando su clímax. Corfe esperó no encontrarse con que las fuerzas de Occidente hubieran sido totalmente arrasadas al llegar a la cima de las colinas. Entonces no tendrían más remedio que retirarse a toda prisa a Torunn, y soportar la inevitable brutalidad de otro asedio. Una derrota completa y definitiva. Se descubrió musitando plegarias infantiles que no había recitado en décadas, mientras su caballo ascendía por la ladera noroeste de la colina que les ocultaba a la vista el campo de batalla. Nunca se había sentido tan vivo y consciente en toda su vida.
Las fuerzas ramusianas seguían luchando, pero su flanco derecho estaba en una situación desesperada. Una docena de tercios de piqueros fimbrios habían formado en cuadrados y se encontraban totalmente rodeados, con un mar de enemigos chocando contra las temibles puntas de las picas y retrocediendo. Las formaciones fimbrias se mantenían tan perfectas como si estuvieran practicando maniobras en su campo de entrenamiento. En el centro, los fimbrios y torunianos estaban a punto de ser arrasados.
Su línea había cedido terreno, como un arco al doblarse, y se había vuelto cóncava. No tardaría en romperse, y los ejércitos ramusianos quedarían partidos en dos. Sólo a la izquierda, apenas a media milla de donde los hombres de Corfe empezaban a formar en la cima de la colina, quedaba alguna esperanza.
Los merduk de la izquierda aún no tenían hombres en la cresta de la colina, y los catedralistas formaron en líneas de batalla, de cuatro caballos de profundidad. Corfe pudo ver que algunos enemigos señalaban desde abajo a los jinetes recién llegados a la cima de la colina, pero también verían las armaduras merduk que llevaban. Podía contar con unos pocos minutos.
Los catedralistas estaban en posición. Una línea de jinetes de seiscientas yardas de longitud y cuatro hileras de profundidad, totalmente en silencio, observando la inmensa carnicería que tenía lugar en el valle, por debajo de ellos. Su armadura escarlata resplandecía a la débil luz solar, y su estandarte se agitaba bajo el frío viento. Algunos enemigos empezaron a preocuparse por la columna de caballería inmóvil sobre la colina.
Unos cuantos cientos de hombres se habían desplegado en formación de combate para contrarrestar cualquier movimiento en tomo al flanco derecho merduk.
Corfe trotó hacia Andruw y le tendió la mano.
—Buena suerte, capitán. Si no volvemos a vernos, ha sido un honor servir a tu lado.
Andruw esbozó una sonrisa al oírlo, apretando el guantelete de Corfe con el suyo.
—Hemos visto unas cuantas cosas interesantes, Corfe, ¿no es cierto?
Corfe ocupó la posición que se había asignado en mitad de la primera línea. Se volvió hacia su corneta.
—Vamos, toca a la carga.
Cerne, un salvaje cubierto de tatuajes que habría muerto sin dudarlo por su coronel, se llevó el cuerno a los labios y tocó cinco notas: la llamada a la caza de sus colinas natales. Corfe desenvainó la espada de John Mogen, que centelleó como un relámpago de verano sobre su cabeza. Luego espoleó a su caballo, mientras a su alrededor la línea empezaba a moverse, el suelo temblaba bajo el estrépito de más de cinco mil cascos, y el grito de guerra de las tribus brotaba de un millar de gargantas.
Los merduk del valle levantaron la vista, y los torunianos y fimbrios que estaban librando su desesperada batalla por la supervivencia vieron una larga línea de caballería que descendía a toda prisa por la colina como una avalancha escarlata. Mil doscientos caballos pesados que transportaban a hombres vestidos de hierro rojo, con sus lanzas recortadas contra el cielo como un bosque sin ramas, y aquel himno de batalla terrible y bárbaro que descendía con ellos.
Empezaron a galopar, separando las líneas, y las temibles lanzas abandonaron la posición vertical. Los soldados merduk contemplaron el titán que se les venía encima y echaron a correr.
La primera hilera de catedralistas los arrolló, atravesándolos con las lanzas y continuando el avance. Media docena de jinetes cayeron cuando sus monturas tropezaron en el irregular suelo, pero los jinetes cerraron las brechas y siguieron adelante. Las principales formaciones merduk trataron frenéticamente de cambiar de orientación para enfrentarse a aquel enemigo nuevo e inesperado, ataviado con su propia armadura pero resplandeciente de rojo sangre y cantando en un idioma bárbaro. Un regimiento de arcabuceros
hrabaidar
formó para disparar una andanada, pero el torbellino que se les echaba encima fue demasiado para algunos de ellos, que también huyeron. Su formación se había roto incluso antes de que la primera línea de catedralistas chocara contra ellos.
Los grandes caballos arrollaron a los merduk como si fueran una hilera de conejos, y las temibles lanzas de los jinetes mataron a decenas en el primer choque. Algunos caballos cayeron, dando tumbos y chillando, aplastando a amigos y enemigos por igual, pero la inercia de la carga era demasiado poderosa para detenerse. Siguieron adelante, y tras ellos llegó la segunda hilera, y la tercera, y la cuarta. Más caballos cayeron, derribados al tropezar con los cadáveres a sus pies, con sus jinetes arrojados por los aires para ser pisoteados por las hileras de detrás. Corfe perdió a sesenta hombres en los treinta primeros segundos, pero los merduk murieron a centenares.
Toda el ala derecha merduk retrocedió, y los catedralistas la atravesaron en un cataclismo de violencia. Los merduk quedaron tan apretujados que los hombres del centro ni tan siquiera podían levantar los brazos, y docenas de ellos murieron aplastados en el barro toruniano. Toda la línea de batalla enemiga retrocedió entre estremecimientos mientras los oficiales trataban de extraer a sus hombres del desastre y reorganizarlos.
Pero los catedralistas siguieron avanzando. La mayoría de sus lanzas estaban ya perdidas o rotas, y los salvajes habían desenvainado las espadas y derribaban enemigos como segadores cosechando grano. Nada podía resistir la fuerza del impacto de aquellos cientos de toneladas de carne, músculo y acero, pero su ímpetu empezó a disminuir. La propia cantidad de enemigos estaba deteniendo la carga, y aunque los jinetes se habían abierto paso alanceando, cortando y aplastando hasta el mismo corazón del ala derecha merduk, empezaban a verse rodeados a medida que se les acercaban los regimientos de reserva.
Corfe notó sangre endurecida en su rostro. El cuello de su montura estaba ennegrecido de líquido, y su espada relucía escarlata hasta la empuñadura. Era la primera vez desde el dique de Ormann que se enfrentaba a merduk en el campo de batalla, y durante unos minutos había olvidado que era un oficial, el comandante de un ejército. Había caído sobre el enemigo con la furia de un ángel vengador, gritando sin palabras, y su grito de guerra era la repetición silenciosa del nombre de su esposa muerta que resonaba en su mente como una acusación agónica. Los hombres se apartaban de la violencia desnuda de su rostro, y Corfe era siempre el primero en cargar, deseando sólo causar muerte, olvidándose de la estrategia, la táctica y las responsabilidades del mando.
Pero el deseo de sangre empezaba a desaparecer, y volvía a ver con claridad.
Apartó su montura de la primera línea y miró a su alrededor, jadeando y calibrando la situación. Distinguió a las nuevas fuerzas enemigas maniobrando a su izquierda, y supo que sus hombres habían cumplido su misión.
Cerne seguía junto a él, como un espectro guerrero ensangrentado, con un brillo maniaco en sus ojos bajo el yelmo.
—Permanece a mi lado —le ordenó Corfe, y se abrió paso entre la terrible presión de hombres y caballos a su derecha.
Había infantería vestida de negro, con las picas recortadas contra el cielo. Sus hombres habían llegado a las líneas fimbrias. Algo tiró del hombro de Corfe, que levantó la espada instantáneamente para golpear, pero descubrió a Joshelin a su lado. El veterano fimbrio tenía una expresión en los ojos no muy distinta de la de Cerne, y había en él una especie de alegría salvaje.
—Haré que retrocedan —le gritó, desde el otro lado del camino—. Hablaré con ellos.
Me escucharán. ¡Pero tienes que llevar a tus hombres a la cima de la colina, o serán arrollados!
Corfe asintió. Joshelin le dirigió un brusco saludo fimbrio, y partió hacia las líneas de sus compatriotas.
Aquélla era la parte más difícil, la peor maniobra que se podía emprender en una guerra; una retirada controlada. ¿Serían capaces los fimbrios de cubrirla? ¿Y dónde estaba Martellus?
—¡Coronel! —gritó una voz, y Corfe dio la vuelta a su caballo. Allí estaba Joshelin, dirigiendo a su caballo, y junto a él un fimbrio bigotudo con una banda roja.
—Soy el mariscal Barbius —dijo el hombre—, ¿cuántos sois?
—Mil trescientos.
—¿Eso es todo? Les habéis causado un buen daño.
Corfe se inclinó en la silla. Había recibido una fuerte estocada de un
tulwar
merduk que no había penetrado en su armadura, pero que empezaba a notar en todo su torso.
Siseó de dolor al estrechar la mano del mariscal.
—Tienes que sacar a tus hombres de aquí —le dijo—. ¿Dónde está Martellus?
Salvaré a todos los que pueda.
—Martellus ha muerto —le dijo Barbius sin emoción—. Mi ala derecha está rodeada, y el centro demasiado cerca del enemigo para retirarse. Pero he ordenado al ala izquierda que te siga. Cubriremos vuestra retirada.
—¿Cómo?
—Atacando, por supuesto.
El hombre hablaba en serio. Corfe no supo si admirarlo o despreciarlo.
—Debes escapar conmigo —dijo a Barbius, pero el mariscal negó con la cabeza.
—Mi sitio está aquí. ¿Cómo te llamas?
—Corfe Cear-Inaf.
—Cuida de mis hombres, Corfe. Joshelin, ve con él.
—Señor…
—Obedece tus órdenes, soldado. Debéis iros ya, coronel. No podré resistir durante mucho tiempo.
Corfe asintió.
—Que Dios te acompañe —dijo, sabiendo que Barbius no sobreviviría. El mariscal se volvió sin más palabras y regresó a su línea de batalla. Joshelin se pasó una mano por el rostro, con los ojos cerrados.
—Toca a retirada —ordenó Corfe a su corneta.
Cerne lo miró un instante; luego se llevó el cuerno a los labios y sopló. La llamada a la caza de las Címbricas resonó fuerte y clara por encima del fragor de la batalla, en aquella ocasión anunciando una presa. Corfe se preguntó cuántos de sus hombres podrían oírla.
La batalla se dispersó. El ala derecha merduk, muy maltrecha tras la carga de Corfe, se estaba reorganizando. Una irregular formación de unos seis o siete mil hombres había quedado momentáneamente liberada de sus garras, torunianos y fimbrios que empezaron a escapar ascendiendo por la colina que tenían detrás, mientras lo que quedaba de los catedralistas formaba en línea para cubrir su retirada. Corfe espoleó a su exhausto caballo y alcanzó la cima, desde donde contempló el desarrollo de la batalla debajo de él.
A la derecha, un millar de fimbrios rodeados estaban conteniendo a un enemigo diez veces superior en número, construyendo una muralla de cadáveres en torno a su formación en cuadrado. A la izquierda, las fuerzas occidentales estaban en plena retirada; los torunianos corrían en un desordenado tumulto, y los fimbrios retrocedían ordenadamente, por tercios. Sus arcabuceros continuaban disparando descargas contra cualquier enemigo que se aventurara a acercarse demasiado. Pero Corfe se concentró en el centro, en aquel caos ruidoso y asesino donde había desaparecido Barbius. Allí, apenas dos mil fimbrios formaron y empezaron a avanzar.
Andruw se unió a él en la cima de la colina, apestando a sangre, con su caballo desorejado a causa de una estocada demasiado baja. No habló, sino que permaneció sentado, observando la batalla junto a Corfe, mientras a su alrededor desfilaban los restos de la guarnición del dique de Ormann y el ala izquierda de Barbius.
—En nombre de Dios —dijo Andruw con un jadeo al ver que los fimbrios del centro asaltaban deliberadamente el cuerpo principal de la hueste merduk, de unos treinta o cuarenta mil hombres.
Sus líneas de picas parecían inhumanas, imparables. Consiguieron hacer retroceder al enemigo y empezaron a abrir un surco de muerte en el mismo centro merduk. Las formaciones enemigas se retiraban ante la eficiencia de la maquinaria fimbria. Pero aquello no podía durar. Los merduk empezaban ya a rodear los flancos y la retaguardia de los piqueros.
—Salgamos de aquí —dijo Corfe, con voz ronca y pesada—. No podemos desperdiciar el tiempo que nos están consiguiendo.
Volvió a espolear a su caballo. El animal apenas podía ponerse al trote. A su alrededor, sus hombres se estaban reorganizando. Vio a Marsch, y a Morin arengando a los excitados salvajes, en algunos casos tirando de ellos físicamente para conseguir que se retiraran. Querían quedarse y luchar, y Corfe comprendía perfectamente el motivo. Por un instante, deseó estar también él allí abajo con Barbius, en busca de un final glorioso.
Era más fácil luchar que pensar. Era mejor luchar que recordar. Pero tenía un trabajo que hacer, y había hombres que dependían de él. Se preguntó cuántos quedarían. Sintió una mezcla de agotamiento y repugnancia, pero se dominó como siempre. Un fimbrio vestido de negro, con el uniforme hecho harapos bajo la armadura, se plantó delante de él y le saludó.