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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Aventuras, Juvenil, Fantastico

La tumba de Huma (35 page)

BOOK: La tumba de Huma
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—Depositaron el cuerpo de Huma en el interior de este templo —dijo Silvara en voz baja guiándolos escaleras arriba.

Unas frías puertas de bronce se abrieron sobre silenciosos goznes al tocarlas Silvara. Los compañeros se detuvieron titubeantes en las escaleras que rodeaban el templo cuajado de columnas. Pero como Gilthanas había dicho, aquel lugar no infundía ninguna sensación maligna. Laurana recordó la tumba de la Guardia Real en el Sla-Mori, y el terror generado por los espíritus guerreros que debían vigilar eternamente al rey muerto Kith-Kanan. No obstante, en este templo sólo se respiraba pena y tristeza, disminuidas por el conocimiento de una gran victoria —una batalla ganada a un terrible coste, pero que traía con ella la paz eterna y un dulce descanso.

Laurana sintió que su carga se aliviaba, y que su corazón se hacía más ligero. Aquí su propia tristeza parecía decrecer; era como si le recordaran sus propios triunfos y victorias. Uno por uno, todos los compañeros entraron en la tumba. Las puertas de bronce se cerraron tras ellos, sumiéndolos en una total oscuridad. De pronto llameó una luz. Silvara sostenía una antorcha en sus manos, que aparentemente había tomado de la pared. Laurana se preguntó por un instante cómo se las había arreglado para prenderla. Pero aquella pregunta trivial voló de su mente cuando, sobrecogida, comenzó a examinar el lugar.

En el centro de la estancia había un féretro tallado en obsidiana, sostenido por cinceladas figuras de caballeros, pero el cuerpo que se suponía debía descansar en el ataúd, no estaba. Un antiguo escudo yacía a los pies, junto a una espada muy parecida a la deSturm. Los compañeros contemplaron dichos objetos en silencio. Hablar les hubiera parecido profanar la triste serenidad del lugar, y nadie los tocó, ni siquiera Tasslehoff.

—Desearía que Sturm pudiera estar aquí —murmuró Laurana mirando a su alrededor con lágrimas en los ojos—. Este
debe
ser el lugar de reposo de Huma... pero... —la elfa no podía explicar la sensación de inquietud que la invadía. No era temor, se parecía a lo que había sentido al entrar en el valle, una sensación de apremio.

Silvara prendió más antorchas de la pared y los compañeros caminaron más allá del féretro, observando la tumba con curiosidad. No era muy grande. El ataúd estaba en el centro y, alineados en las paredes, había bancos de piedra, presumiblemente para que los asistentes al duelo pudieran descansar mientras presentaban sus respetos. Al fondo había un pequeño altar de piedra. Labrados en su superficie, se apreciaban los símbolos de las Órdenes de los Caballeros: la corona, la rosa y el martín pescador. Sobre el altar había pétalos de rosa secos y hierbas, y, pese a los cientos de años transcurridos, su fragancia aún flotaba dulcemente en la atmósfera. Bajo el altar, sobre el suelo de piedra, había una gran placa de hierro. Mientras Laurana la contemplaba con curiosidad, Theros se acercó a ella.

—¿Qué supones que debe ser? —preguntó la elfa—. ¿Un pozo?

—Veamos —murmuró el herrero. Inclinándose, levantó con su inmensa mano de plata la anilla que había en el centro de la placa y tiró de ella. Al principio no ocurrió nada. Theros agarró la anilla con las dos manos y volvió a estirar con todas sus fuerzas. La placa de hierro chirrió y se deslizó sobre el suelo con un estridente sonido que les hizo rechinar los dientes.

—¿Qué habéis hecho? —Silvara, que se encontraba junto al féretro contemplándolo con tristeza, se volvió hacia ellos.

Theros se enderezó, asombrado por el agudo tono de voz de la elfa. Laurana se apartó rápidamente del agujero abierto en el suelo. Ambos se quedaron mirando a Silvara.

—¡No os acerquéis ahí! —les previno Silvara temblorosa—. ¡Apartaos! ¡Es peligroso!

—¿Cómo lo sabes? —preguntó Laurana con calma, recuperando la sangre fría—. Nadie ha estado aquí desde hace cientos de años. ¿No es así?

—¡Sí! —dijo Silvara mordiéndose el labio—. Lo—lo sé... por las leyendas de mi gente...

Ignorando a la muchacha, Laurana se acercó al borde del agujero y asomó la cabeza. Estaba oscuro. Pese a que lo iluminaron con una antorcha que Flint trajo de la pared, no se podía ver nada. Un débil olor a rancio ascendía por el agujero, pero eso era todo.

—No creo que sea un pozo —dijo Tas, asomándose para ver.

—¡Aléjate de él! ¡Por favor! —rogó Silvara.

—¡Tiene razón, ladronzuelo! —Theros agarró a Tas y lo apartó del agujero—. Si cayeras ahí, puede que descendieras hasta el otro lado del mundo.

—¿De verdad? —preguntó Tasslehoff conteniendo el aliento—. ¿Realmente caería hasta el otro lado, Theros? ¿Me pregunto qué tal resultaría? ¿Habrá gente? ¿Cómo nosotros?

—¡Espero que no fueran como los kenders! —refunfuñó Flint—. Si así fuese estarían muertos de idiotez. Además, todos los hombres saben que el mundo descansa sobre el yunque de Reorx. Aquellos que caen al otro lado quedan atrapados entre los golpes de su martillo y el mundo que sigue forjando.

El enano contempló cómo Theros intentaba inútilmente volver a colocar la placa. Tasslehoff seguía observando con curiosidad. Theros se vio obligado a renunciar, pero miró fijamente al kender hasta que éste lanzó un suspiro y se alejó del lugar, acercándose al féretro de piedra para contemplar con ojos anhelantes la espada y el escudo.

Flint tiró de la túnica de Laurana.

—¿Qué ocurre? —le preguntó ella con aire ausente.

—Sé cómo se trabaja la piedra, y hay algo extraño en todo esto —dijo haciendo una pausa para ver si Laurana se reía de él. Pero la elfa lo escuchaba con atención—. La tumba y las estatuas que hemos visto afuera están trabajadas por humanos. Son antiguas...

—¿Lo suficientemente antiguas para que se trate de la tumba de Huma?

—Cada pedazo de ellas —el enano asintió enfáticamente—. Pero esa inmensa bestia de ahí afuera —hizo un gesto señalando el monumental dragón de piedra—, no ha sido construido por manos de humano, ni de elfo ni de enano.

Laurana parpadeó sin comprender.

—Y todavía es más antiguo —dijo el enano con voz cada vez más ronca—. Tan antiguo, que convierte esto —Flint señaló la tumba— en algo moderno.

Laurana comenzó a comprender. Flint, al ver que los ojos de la elfa se abrían de par en par, asintió lenta y solemnemente.

—Ningún ser que camine sobre dos piernas ha labrado con sus manos la ladera de esa montaña —declaró Flint.

—Debe haber sido una criatura con una impresionante fuerza... —murmuró Laurana—.

Una criatura inmensa...

—Con alas...

—Con alas...

De pronto Laurana interrumpió su frase, la sangre se le heló en las venas al oír entonar unas palabras, palabras que identificó con el extraño y enmarañado lenguaje de la magia.

—¡No! —volviéndose, alzó la mano instintivamente para protegerse del encantamiento, aunque al hacerlo se dio cuenta de que era inútil.

Silvara estaba en pie junto al altar, desmenuzando pétalos de rosa con las manos y hablando con suavidad.

Laurana luchó contra la hechizada somnolencia que la invadía. Cayó de rodillas, maldiciéndose a sí misma por su estupidez y se sostuvo como pudo en uno de los bancos de piedra. Pero no le sirvió de nada. Alzando los párpados con esfuerzo vio a Theros desplomarse y a Gilthanas derrumbarse en el suelo. A su lado, el enano comenzó a roncar antes, incluso, de que su cabeza cayera pesadamente sobre un banco.

Laurana oyó un estruendo, el ruido de un escudo estrellándose contra el suelo. Un segundo después una fragancia de rosas inundó la atmósfera.

9

El asombroso descubrimiento del kender.

Tasslehoff oyó hablar a Silvara. Al reconocer las palabras de la magia, el kender reaccionó instintivamente agarrando el escudo que había sobre el féretro y tirando de él. El pesado escudo cayó encima suyo, golpeando el suelo con un estruendoso ruido. El escudo cubrió a Tas por completo.

Se quedó inmóvil hasta que oyó a Silvara finalizar su cántico. Después esperó unos instantes para ver si iba a convertirse en un sapo, a arder en llamas, o algo parecido. No ocurrió nada, lo cual en cierta manera le decepcionó. Ni siquiera pudo oír a Silvara. Finalmente, aburrido de estar tumbado en la oscuridad sobre el frío suelo de piedra, Tas salió de debajo del escudo tan silenciosamente como el caer de una pluma.

¡Todos sus amigos estaban dormidos! Osea que ése era el encantamiento que había formulado Silvara. Pero ¿dónde estaba la Elfa Salvaje? ¿Habría ido a algún lugar en busca de un terrible monstruo que los devorara?

Cautelosamente, Tas se enderezó y asomó la cabeza por encima del féretro. Ante su sorpresa vio a Silvara acurrucada sobre el suelo, cerca de la entrada de la tumba. Mientras Tas la miraba, la elfa se movía agitada, emitiendo pequeños gemidos.

—¿Cómo puedo soportar esto? —Tas la oyó murmurar para sí—. Los he traído aquí. ¿No es eso suficiente? ¡No! —Silvara sacudía la cabeza afligida—. No, he enviado el Orbe lejos de aquí. Ellos no saben cómo utilizarlo. Debo romper la promesa. Es como tú dices, hermana... la decisión es mía. ¡Pero es dura! Le amo...

Sollozando, murmurando para sí como una posesa, Silvara hundió la cabeza entre las rodillas. El kender, tierno de corazón, nunca había visto a alguien tan afligido, y deseó reconfortarla. Pero, también era consciente de que lo que la elfa decía no sonaba demasiado esperanzador: «La decisión es dura, romper la promesa...»

«No, será mejor que intente salir de aquí antes de que se dé cuenta de que su hechizo no me ha hecho efecto», pensó Tas.

Pero Silvara se hallaba justo en la entrada de la tumba. Podía intentar deslizarse junto a ella... Tas sacudió la cabeza. Demasiado arriesgado.

¡El agujero! A Tas se le iluminaron los ojos. De todas formas había querido examinarlo más detenidamente. Confió en que la placa estuviera todavía descubierta.

El kender rodeó el féretro de puntillas y se dirigió al altar. Ahí estaba el agujero, aún abierto. Theros yacía junto a él, profundamente dormido, con la cabeza apoyada sobre su brazo de plata. Mirando atrás hacia Silvara, Tas se deslizó silenciosamente hasta el borde.

No había duda de que sería un lugar más adecuado para ocultarse que donde ahora se encontraba. No había peldaños, pero pudo ver asideros en la pared. Un kender hábilcomo él no debería tener problemas para descender por allí. Tal vez llevara al exterior. De pronto Tas oyó un ruido tras él. Era Silvara suspirando y agitándose...

Sin volverlo a pensar, Tas se metió silenciosamente en el agujero y comenzó a descender. Las paredes estaban resbaladizas por el moho y la humedad y los asideros estaban bastante distanciados unos de otros. «Construido para humanos. ¡Nadie tenía en consideración a la gente pequeña!», pensó irritado.

Estaba tan preocupado que no vio las piedras preciosas hasta casi estar encima de ellas.

—¡Por las barbas de Reorx! —exclamó, sintiéndose orgulloso de ese juramento, que había aprendido de Flint.

Había seis maravillosas joyas —cada una de ellas tan grande como su mano— espaciadas entre sí y formando un anillo alrededor de las paredes del pozo. Estaban cubiertas de moho pero, sólo con mirarlas, Tas pudo apreciar lo valiosas que eran.

—¿Por qué razón pondría alguien unas joyas tan maravillosas en este agujero?—preguntó en voz alta—. Seguro que fue un ladrón. Si consigo sacarlas de aquí, se las devolveré al verdadero propietario —dijo alargando una mano hacia una de las piedras preciosas.

Una tremenda corriente de viento inundó el conducto, arrancando al kender de la pared tan fácilmente como un temporal de invierno arranca las hojas de los árboles. Mientras caía, Tas miró hacia arriba, observando cómo la luz del extremo superior del pozo se hacía cada vez más pequeña. Se preguntó cuán grande sería el martillo de Reorx y, un segundo después, dejó de caer.

Por un momento el viento le hizo dar vueltas sobre sí mismo. Luego cambió de dirección, haciéndole ir de un lado a otro.

«Después de todo no voy a ir al otro extremo del mundo», pensó el kender con tristeza. Suspirando, flotó a lo largo de otro túnel. ¡Y, de pronto, sintió que estaba comenzando a subir! ¡Un potente viento le estaba haciendo
ascender
por el pozo! Era una sensación muy extraña, bastante estimulante. Instintivamente extendió los brazos para ver si podía tocar las paredes de donde quiera que estuviera. Al hacerlo, se dio cuenta de que ascendía a mayor velocidad, impulsado hacia arriba por rápidas corrientes de aire.

«Tal vez estoy muerto. Estoy muerto y por eso soy más ligero que el aire», pensó Tas.

Bajando los brazos, palpó desesperadamente todas sus bolsas. No estaba seguro —el kender tenía ideas muy inciertas del más allá pero tenía la sensación de que no le dejarían llevar sus cosas con él. No, todo estaba en su sitio. Respiró aliviado, pero un segundo después se atragantó al descubrir que estaba descendiendo, empezaba a caer de nuevo.

«¿Qué ocur...?», pensó preocupado, pero enseguida se dio cuenta de que había bajado ambos brazos, manteniéndolos pegados al cuerpo. Rápidamente volvió a subirlos y, por supuesto, volvió a ascender de nuevo. Convencido de que no estaba muerto, se dispuso a disfrutar del vuelo.

Aleteando con las manos, el kender miró hacia arriba para ver hacia dónde se dirigía. Divisó una luz en la lejanía que cada vez se hacía más brillante. Vio que se encontraba en un pozo, pero era mucho más largo que por el que había descendido antes.

—¡Espera a que Flint se entere de esto! —se dijo alegremente. Entonces vislumbró seis joyas como las que había visto anteriormente. El viento comenzó a amainar.

Justo cuando acababa de decidir que, realmente, disfrutaría si pudiera vivir volando, Tas llegó al final del pozo. Las corrientes de aire lo mantuvieron junto al suelo de piedra de una estancia iluminada por antorchas. Tas aguardó unos segundos, para ver si volvía a despegar de nuevo, e incluso movió arriba y abajo los brazos para ayudar, pero no sucedió nada. Aparentemente su vuelo había terminado.

«Ya que estoy aquí arriba, podría aprovechar para echar un vistazo», pensó el kender lanzando un suspiro. Saltando fuera de las corrientes de aire, aterrizó ligeramente sobre el suelo de piedra y comenzó a mirar a su alrededor.

De las paredes pendían varias antorchas que iluminaban la estancia con una radiante luz blanquecina. La habitación era mucho más grande que la de la tumba y Tas vio junto a él una gran escalera curvada. Las grandes losas de los peldaños —así como toda la piedra que había en la estancia— eran de un blanco puro, muy diferentes de las negras piedras de la tumba. La escalera torcía hacia la derecha, ascendiendo hacia lo que parecía ser otro nivel de la misma estancia. Vio una especie de barandilla que protegía las escaleras aparentemente había algún tipo de galería allá arriba. Casi partiéndose el cuello para intentar ver algo, Tas descubrió unos remolinos y manchas de brillantes colores reluciendo bajo la antorcha de la pared opuesta.

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