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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Aventuras, Juvenil, Fantastico

La tumba de Huma (31 page)

BOOK: La tumba de Huma
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El elfo intentó ponerse cómodo, moviéndose y dando vueltas hasta que su camastro de campamento quedó todo revuelto. Finalmente desistió, decidiendo que era imposible dormir sobre aquel suelo duro y helado.

Observó con amargura que ninguno de los demás parecía tener problemas. Laurana dormía profundamente, con la mejilla posada sobre la palma de la mano, tal como lo hacía desde la infancia.

«Qué extraño está resultando su comportamiento últimamente», pensó Gilthanas. Pero luego comprendió que no podía culparla. Había renunciado a todo para hacer lo que consideraba correcto y llevar el Orbe a Sancrist. Su padre hubiera podido aceptarla de nuevo en su familia una vez, ¡pero ahora ya era una proscrita para siempre!

Gilthanas suspiró. ¿Y qué ocurriría con él? Hubiera deseado mantener el Orbe en Qualin-Mori. Opinaba que su padre tenía razón... ¿o no?

«Aparentemente no, ya que estoy aquí», se dijo Gilthanas a sí mismo. ¡Por todos los dioses, su escala de valores comenzaba a estar tan trastocada como la de Laurana! En primer lugar, su odio por Tanis —un odio que había alimentado durante años—, empezaba a decaer, y estaba siendo sustituido por la admiración, e incluso por el afecto. En segundo lugar, su odio hacia las otras razas también estaba desapareciendo. Había conocido a pocos elfos tan nobles o sacrificados como el humano Sturm Brightblade; y a pesar de que no le gustaba Raistlin, envidiaba la inmensa habilidad del joven mago. Aquello era algo que Gilthanas, un aficionado a la magia, nunca hubiera tenido la paciencia o el coraje de conseguir. Finalmente debía admitir que hasta le gustaba el kender y el viejo enano gruñón. Pero lo que nunca hubiera imaginado es que acabaría enamorándose de una Elfa Salvaje.

—¡Eso es! —dijo Gilthanas en voz alta—. Lo he admitido. ¡Estoy enamorado de ella! —pero «¿era amor o simple atracción física?», se preguntaba. Al pensar esto no pudo evitar hacer una mueca, recordando el sucio rostro de la muchacha, su enmarañado cabello y sus ropas hechas jirones. «Los ojos de mi alma deben estar viendo con más claridad que los de mi cabeza», siguió reflexionando mientras miraba orgullosamente hacia el camastro de la muchacha.

Ante su asombro vio que se hallaba vacío. Asustado, Gilthanas echó una rápida mirada por el campamento. No se habían atrevido a encender una hoguera —no sólo porquelos Qualinesti fueran tras ellos, sino también porque Theros había dicho que los draconianos rondaban la zona.

Al pensar en esto, Gilthanas se puso rápidamente en pie y comenzó a buscar a Silvara. Se movió silenciosamente, con la intención de evitar las preguntas de Sturm y de Derek, que estaban haciendo guardia. De pronto un pensamiento escalofriante cruzó por su mente. Se dirigió a paso rápido hacia donde debía estar el Orbe de los Dragones. Afortunadamente seguía donde Silvara lo había dejado, y junto a él estaba el asta partida de la
dragonlance.

Gilthanas respiró con tranquilidad. En ese instante, sus finos oídos captaron un sonido de chapoteo de agua. Al prestarle más atención llegó a la conclusión de que no se trataba ni de un pez ni de un pájaro nocturno que buscaran una presa en el río. El elfo miró a Derek y a Sturm. Ambos estaban sobre una roca que dominaba el campamento. Gilthanas pudo oírlos discutir en tono enojado. El elfo se alejó del campamento, encaminándose en la dirección de la que provenía el ruido.

Gilthanas caminó por el oscuro bosque sin oír otro murmullo que el de las propias sombras de la noche. A veces vislumbraba el río reluciendo tenuemente entre los árboles. Poco después llegó a un lugar donde el agua, que fluía entre las rocas, había quedado atrapada formando un pequeño estanque. Gilthanas se detuvo y su corazón casi dejó de latir. Había encontrado a Silvara.

La silueta de un oscuro círculo de árboles se dibujaba claramente contra las raudas nubes. El silencio de la noche sólo se veía interrumpido por el suave rumor del río plateado, que descendía por las rocas hacia el estanque, y por el chapoteo que había llamado la atención de Gilthanas. Ahora ya sabía de qué se trataba.

Ignorando el frío reinante, la doncella elfa se estaba bañando. Sus ropas yacían esparcidas en la orilla junto a una deshilachada manta. Gilthanas sólo podía ver sus hombros y sus brazos. Tenía la cabeza echada hacia atrás mientras se lavaba la larga cabellera negra, que flotaba en las oscuras aguas. El elfo contuvo la respiración, contemplándola. Sabía que hubiera debido marcharse, pero estaba paralizado, hechizado.

En ese momento las nubes se dispersaron, Solinari, aunque sólo medio llena, apareció en el cielo nocturno con fría brillantez. Entonces Silvara salió del estanque. El agua se tornó de plata fundida, reluciendo sobre su piel y sobre su argentífera cabellera, y descendiendo en brillantes riachuelos por su cuerpo teñido por la luz de la luna. Su belleza impresionó tanto a Gilthanas que el elfo dio un respingo.

Silvara se sobresaltó, mirando a su alrededor aterrorizada. Su salvaje y poco cuidada belleza aumentaban su encanto de tal forma que, Gilthanas, a pesar de desear intensamente tranquilizarla, no pudo pronunciar palabra.

Silvara corrió hacia la orilla donde estaban sus ropas. Pero no las tocó. En lugar de ello rebuscó en uno de los bolsillos y agarrando un cuchillo, se volvió, dispuesta a defenderse.

Gilthanas podía verla temblar a la luz de la luna de plata, lo que le recordó vivamente a una antílope que había acorralado tras una larga persecución. Los ojos del animal habían brillado con el mismo temor que ahora veía en las luminosas pupilas de Silvara. La Elfa Salvaje miraba a su alrededor con verdadero pánico. ¿Por qué no me ve?, se preguntó Gilthanas, sintiendo que los ojos de la elfa pasaban varias veces sobre él.

De pronto Silvara se volvió, disponiéndose a huir del peligro que era capaz de presentir, pero que no podía ver. Gilthanas sintió que su voz se liberaba.

—¡No! ¡Espera! ¡Silvara! No te asustes. Soy yo, Gilthanas —dijo en tono firme aunque susurrante, tal como le había hablado a la antílope acorralada—. No deberías haber salido sola, es peligroso...

Silvara se detuvo, medio iluminada por la luz plateada, medio protegida por las sombras, con los músculos tensos, a punto de escapar. Gilthanas, siguiendo su instinto de cazador, avanzó lentamente y continuó hablando, reteniéndola con su voz firme y su mirada.

—No deberías estar aquí sola. Yo me quedaré contigo. De todas formas quería hablarte. Quiero que me escuches un momento. Necesito hablarte, Silvara. Yo tampoco quiero estar aquí solo. No me dejes Silvara. He perdido tantas cosas en este mundo. No me dejes...

Hablando suavemente, sin parar, Gilthanas avanzó lenta pero deliberadamente hacia Silvara hasta que vio que la elfa retrocedía un paso. El elfo, alzando las manos, se sentó rápidamente sobre una roca de la orilla opuesta. Silvara se detuvo, contemplándolo. No hizo ningún movimiento para cubrirse el cuerpo, decidiendo, aparentemente, que la defensa era más importante que el recato. Todavía sostenía el cuchillo entre las manos.

Gilthanas admiró su valentía, a pesar de sentirse cohibido por la desnudez de la muchacha. A estas alturas, cualquier elfa de buena cuna se hubiera desmayado. Sabía que debería apartar la mirada, pero se hallaba demasiado sobrecogido por su belleza. La sangre le ardía. Haciendo un inmenso esfuerzo, continuó hablando, sin saber siquiera lo que estaba diciendo. Aunque, de pronto, se dio cuenta de que le estaba relatando los pensamientos más íntimos de su corazón.

—Silvara, ¿qué estoy haciendo? Mi padre me necesita y mi gente también. Y no obstante estoy aquí, infringiendo sus leyes. Mi pueblo se halla en el exilio. Encuentro lo único que puede salvarles —uno de los Orbes de los Dragones ¡Y arriesgo mi vida para arrebatárselo a los míos y entregárselo a los humanos, para ayudarles en su guerra! Ni siquiera se trata de mi guerra, ni de la de mi pueblo —Gilthanas se dio cuenta de que la muchacha no le había quitado ,los ojos de encima —. ¿Por qué, Silvara? ¿Por qué he caído en tal deshonor? ¿Por qué me he portado así con los míos? Contuvo la respiración. Silvara miró hacia la oscuridad y la seguridad de los bosques y luego volvió a mirarle a él.

«Va a huir», pensó Gilthanas, latiéndole el corazón con violencia. Pero Silvara bajó lentamente el cuchillo. Había tal pena y tristeza en sus ojos que, finalmente, Gilthanas desvió la mirada, avergonzado de sí mismo.

—Silvara, perdóname. No pretendía involucrarte en mis problemas. No comprendo qué es lo que debo hacer. Solo sé...

—... que debes hacerlo —dijo Silvara finalizando la frase por él.

El elfo alzó la mirada. Silvara se había tapado con la manta deshilachada. Este pudoroso gesto sirvió sólo para avivar la llama de su deseo. La plateada cabellera de la muchacha, que le llegaba más allá de la cintura, refulgía bajo la luz de la luna. La manta eclipsaba su piel de plata.

Gilthanas se levantó lentamente y comenzó a caminar por la orilla en dirección a ella. Ella siguió en pie junto al límite del bosque. Todavía estaba asustada, pero había dejado caer el cuchillo.

—Silvara, lo que he hecho va en contra de las costumbres de los elfos. Cuando mi hermana me habló de su plan de robar el Orbe, debería haber ido directamente a hablar con mi padre. Debería haber dado la alarma. Debería haber tomado yo mismo el Orbe...

Silvara dio un paso hacia él, envuelta aún en la manta.

—¿Por qué no lo hiciste? —preguntó en voz baja.

Gilthanas se estaba acercando a los escalones de piedra del extremo norte del estanque. A la luz de la luna, el agua que fluía sobre ellos parecía una cortina de plata.

—Porque sé que mi gente está equivocada y que Laurana tiene razón... y Sturm también tiene razón. ¡Llevarles el Orbe a los humanos es lo correcto! Debemos luchar en esta guerra. Mi gente se equivoca, sus leyes y sus costumbres son erróneas . ¡Sé esto... en el fondo de mi corazón! Pero no puedo hacer que mi mente crea en ello. Esto me atormenta...

Silvara caminó lentamente por la orilla del estanque. También ella se iba acercando hasta donde se encontraba el elfo.

—Te comprendo —dijo con dulzura—. Mi propia gente no comprende lo que hago, ni por qué lo hago. Pero yo sí lo comprendo. Sé lo que está bien, y creo en ello.

—Te envidio Silvara.

Gilthanas avanzó hasta la roca más grande, un pequeño islote en medio de la reluciente cascada. Silvara, con los cabellos mojados, estaba sólo a unos pocos pies de distancia.

—Silvara —dijo Gilthanas con voz temblorosa—, hay otra razón por la que he dejado a mi gente. Tú la conoces.

El elfo extendió su mano hacia ella. Silvara retrocedió, negando con la cabeza. Su respiración se hizo más rápida. Gilthanas avanzó un paso más hacia ella.

—Silvara, te amo. Pareces tan sola, y yo también lo estoy. Por favor, Silvara, nunca volverás a sentirte abandonada lo juro...

Titubeante, Silvara extendió su mano hacia él. Con un rápido movimiento Gilthanas la sujetó por el brazo y, alzándola sobre el agua, la depositó sobre la roca, a su lado.

La «antílope» salvaje comprendió demasiado tarde que estaba atrapada. No por los brazos del hombre —se podía haber deshecho fácilmente de su abrazo, sino que era su propio amor hacia él lo que la atrapaba. A su vez el amor que él sentía por ella era tierno y profundo, y sellaba el destino de ambos. También él estaba atrapado.

Gilthanas sintió que el cuerpo de la elfa temblaba, pero al mirarla a los ojos supo que su temblor era de pasión, no de temor. Tomando su rostro entre las manos, la besó con ternura. Silvara aún sostenía la manta alrededor de su cuerpo con una mano, pero Gilthanas notó cómo la otra mano se cerraba sobre la suya. Los labios de Silvara eran suaves y ardientes. De pronto Gilthanas saboreó en sus propios labios una lágrima salada. Se apartó, sorprendido de verla llorar.

—¡Silvara, no...! Lo siento —dijo soltándola.

—¡No! No lloro porque esté asustada de tu amor. Lloro por mí misma. No puedes entenderlo.

Tímidamente la muchacha le rodeó el cuello con la mano y lo atrajo hacia sí. Mientras la besaba, Gilthanas sintió que la otra mano de Silvara, la mano que había estado sosteniendo la manta sobre su cuerpo, se acercaba a su rostro para acariciarle.

La manta cayó al agua y fue arrastrada lentamente por las plateadas aguas.

6

Persecución.

Un plan desesperado.

A mediodía del día siguiente los compañeros se vieron obligados a abandonar los botes, pues habían llegado ya a las fuentes del río que brotaban de las montañas. El agua era poco profunda y espumosa, debido a los ondeantes rápidos que había un poco más adelante. En la orilla había muchas embarcaciones de los Kalanesti. Mientras arrastraban sus botes a tierra los compañeros vieron acercarse a un grupo de elfos Kalanesti provenientes de los bosques. Transportaban los cuerpos de dos jóvenes guerreros. Algunos de ellos sacaron sus armas, y hubieran atacado si Theros Ironfield y Silvara no se hubieran apresurado a hablar con ellos.

Ambos conversaron con los Kalanesti durante un largo rato, mientras los compañeros, inquietos, vigilaban el río. A pesar de haberse levantado antes del amanecer y de haberse puesto en marcha tan pronto como los Kalanesti consideraron seguro viajar por las raudas aguas, habían podido divisar los negros botes que los seguían en más de una ocasión.

Cuando Theros regresó, su expresión era sombría. El rostro de Silvara estaba encendido por la ira.

—Mi gente no hará nada por ayudarnos —informó Silvara—. En los últimos días han sido atacados por los hombres-largarto en dos ocasiones. Culpan de la llegada de este nuevo mal a los humanos, quienes, dicen, lo han traído a estas tierras en un barco de alas blancas...

—¡Eso es ridículo! —profirió Laurana—. Theros, ¿no les hablaste de los draconianos?

—Lo intenté —declaró el herrero—. Pero me temo que la evidencia está contra vosotros. Los Kalanesti vieron al dragón blanco sobrevolar el barco, pero aparentemente no vieron cómo conseguíais herirlo y hacer que huyera. De todas formas, finalmente han accedido a que cruzáramos sus tierras, pero no nos facilitarán ninguna ayuda. Además, tanto Silvara como yo hemos tenido que comprometernos a responder de vuestra buena conducta con nuestras vidas.

—¿Qué están haciendo aquí los draconianos? —preguntó Laurana, acosada por los recuerdos—. ¿Se trata de un ejército? ¿Piensan invadir Ergoth de Sur? Si es así, tal vez deberíamos regresar...

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