Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman
Tags: #Aventuras, Juvenil, Fantastico
Gilthanas la estrechó entre sus brazos y ella apoyó la cabeza en su hombro, sollozando amargamente.
—Tranquilízate, pequeña —le susurró apaciguándola, sonriendo en la oscuridad. Las mujeres eran unas criaturas tan extrañas. Gilthanas se preguntó qué habría dicho—. Cálmate, Silvara —murmuró—. Todo irá bien —y se quedó dormido, soñando con criaturas de cabello plateado correteando por los verdes bosques.
—Ya es la hora. Debemos irnos.
Laurana sintió que una mano le tocaba el hombro, sacudiéndola. Sobresaltada, despertó de un borroso y atemorizante sueño que no consiguió recordar, para encontrar a la Elfa Salvaje inclinada sobre ella.
—Despertaré a los demás —dijo Silvara, desapareciendo.
Sintiéndose tal vez más cansada que si no hubiera dormido, Laurana recogió sus cosas casi automáticamente, y se quedó en pie esperando. Cerca de ella oyó gruñir al enano. Aquella atmósfera húmeda estaba haciendo que las articulaciones de Flint se resintieran. El viaje estaba resultando muy duro para él, reflexionó Laurana. Después de todo tenía...¿Cuántos años? ¿Casi ciento cincuenta? Era una edad respetable para un enano. Su rostro había perdido parte de sus colores a causa de la enfermedad sufrida durante la travesía. Sus labios, que apenas eran visibles bajo la barba, tenían un tinte azulado, y de vez en cuando el enano se llevaba una mano al pecho. Pero siempre insistía tozudamente en que estaba bien, y seguía el ritmo del resto.
—¡Todo dispuesto! —gritó Tas. Su aguda vocecilla resonó extrañamente en la niebla, y el kender tuvo la sensación de que había interrumpido algo—. ¡Caramba! —le susurró a Flint—, es como estar en un templo.
—¡Oh, cállate y comienza a moverte! —exclamó el enano. De pronto llameó una antorcha. Los compañeros se sobresaltaron ante la repentina y cegadora luz que sostenía Silvara.
—Debemos tener luz —dijo ella antes de que alguno protestara —. No temáis. El valle en el que nos encontramos está sellado. Tiempo atrás había dos entradas: una llevaba a las tierras de los humanos, donde los caballeros tenían su puesto de avanzada, la otra llevaba hacia el este. Ambos pasos quedaron cerrados durante el Cataclismo. No tenemos por qué tener miedo. Os he guiado por un camino que sólo yo conozco.
—Tú y tu gente —le recordó Laurana secamente.
—Sí... mi gente... —dijo Silvara, y a Laurana le sorprendió ver palidecer la muchacha.
—¿Adónde nos llevas? —insistió Laurana.
—Ya lo verás. Llegaremos allí en una hora.
Los compañeros se miraron unos a otros, y luego todos ellos miraron a Laurana.
«¡Malditos sean!», pensó Laurana.
—¡No me miréis en busca de respuestas! —les gritó enojada—. ¿Qué queréis hacer? ¿Quedarnos aquí, perdidos en medio de esta bruma...?
—¡No voy a traicionaros! —murmuró Silvara con desaliento—. Por favor, confiad en mí sólo un poco más.
—Adelante —dijo Laurana fatigada—. Te seguimos.
La niebla parecía cada vez más densa, hasta que lo único que mantuvo a raya la oscuridad fue la luz de la antorcha de Silvara.
Ninguno tenía ni idea de la dirección en la que estaban viajando. El paisaje no varió, caminaban sobre hierba crecida y no había árboles. A veces aparecía algún gran pedrusco en medio de la oscuridad, pero eso era todo. No había rastro de pájaros ni animales nocturnos. Todos tenían una sensación de urgencia que iba acrecentándose a medida que avanzaban, por lo que apresuraron el paso, manteniéndose siempre bajo la luz de la antorcha.
De pronto, sin aviso previo, Silvara se detuvo.
—Hemos llegado —dijo alzando la antorcha en alto.
Todos pudieron entrever a poca distancia una forma entre las sombras. Al principio se materializaba tan fantasmagóricamente entre la niebla, que los compañeros no pudieron reconocerla.
Silvara se acercó más y la siguieron, curiosos y temerosos.
Entonces el silencio nocturno se vio interrumpido por un borboteo, como de agua hirviendo en una gigantesca tetera. La atmósfera era húmeda y pegajosa.
—¡Aguas termales! —dijo Theros comprendiendo súbitamente—. Por supuesto, eso explica la constante niebla. Y esa oscura forma...
—Es el puente que las atraviesa —respondió Silvara, alzando la antorcha sobre un reluciente puente de piedra que cruzaba la corriente de agua hirviendo, la cual inundaba la noche de una vaporosa bruma.
—¡Tenemos que cruzar eso! —exclamó Flint, contemplando las oscuras y ardientes aguas horrorizado—. Tenemos que cruzar...
—Se llama el Puente de la Travesía —dijo Silvara.
La única respuesta del enano fue un ahogado suspiro.
El Puente de la Travesía era un arco largo y liso de puro mármol blanco. A ambos lados —talladas en vívido relieve—esbeltas columnas de caballeros atravesaban simbólicamente la corriente de agua. Era tan elevado, que la ondulante niebla les impedía ver la parte superior. Y era antiguo, tan antiguo, que Flint, tras tocar con sus manos la gastada piedra, no pudo reconocer el trabajo. No estaba hecho por enanos, ni por elfos, ni por humanos. ¿Quién habría construido algo tan maravilloso? En ese momento se dieron cuenta de que no tenía pasamanos, no había nada, sólo el simple arco de mármol, lustroso y reluciente.
—No podemos cruzarlo —dijo Laurana con voz temblorosa y ahora estamos atrapados...
—
Podemos cruzarlo —dijo Silvara—. Ya que hemos sido convocados.
—¿Convocados? —repitió Laurana exasperada—. ¿Por quién? ¿Dónde?
—Esperad —ordenó Silvara.
Esperaron. No podían hacer otra cosa. Todos miraron a su alrededor bajo la luz de la antorcha, pero lo único que podían ver era la niebla que ascendía de la corriente, y lo único que oían era aquel curioso sonido de las aguas en ebullición.
—Es la hora de Solinari —dijo Silvara de repente y, ondeando el brazo, arrojó la antorcha al agua.
La oscuridad los envolvió. Sin darse cuenta, se acercaron más los unos a los otros. Silvara parecía haber desaparecido con la luz. Gilthanas la llamó, pero ella no respondió.
De pronto la bruma tomó el tono de la plata reluciente. De nuevo podían ver, y vislumbraron a Silvara, una oscura y sombría silueta que se recortaba contra la niebla plateada. Estaba donde comenzaba el puente, con la mirada alzada hacia el cielo. Lentamente elevó los brazos y lentamente también la niebla se dispersó en largos y gráciles dedos para revelar a Solinari, llena y fúlgida en el estrellado cielo.
Silvara pronunció unas extrañas palabras y los rayos de la luna cayeron sobre ella, bañándola en su luz. Solinari brilló sobre las aguas, haciéndolas cobrar vida, haciéndolas bailar en plata. Relució sobre el puente de mármol, confiriendo vida a los caballeros que cruzaban eternamente la corriente.
Pero esas maravillosas imágenes no fueron las que motivaron que los compañeros se agarraran los unos a los otros con manos temblorosas. La luz de la luna sobre las aguas no fue la causa de que Flint repitiera el nombre de Reorx en la oración más ferviente que hubiera pronunciado jamás, ni la que hizo que Laurana reclinara la cabeza sobre el hombro de su hermano, con los ojos empañados de lágrimas, ni lo que motivó que Gilthanas estrechara a su hermana con firmeza, inundado por un sentimiento de temor, sobrecogimiento y respeto.
Elevándose sobre ellos, tan alto que su cabeza podría haber arrancado una luna del cielo, aparecía la figura de un dragón tallado en la ladera de una montaña, reluciendo plateado bajo la luz de Solinari.
—¿Dónde estamos? —susurró Laurana—. ¿Qué lugar es éste?
—Cuando cruces el puente de la Travesía, te hallarás ante el monumento del Dragón Plateado —respondió Silvara en voz baja—. Protege la tumba de Huma, Caballero de Solamnia.
La tumba de Huma.
Bajo la luz de Solinari, el puente de la Travesía —que cruzaba las termas del valle de Foghaven—, relucía como un hilo de brillantes perlas ensartadas en una cadena de plata.
—No temáis —repitió Silvara de nuevo—. Sólo les es difícil atravesarlo a aquellos que desean entrar en la tumba con intenciones malignas.
Pero los compañeros seguían sin estar muy convencidos. Subieron los escalones que llevaban al inicio del puente temerosamente. Y una vez allí, vacilantes, pisaron el arco de mármol que se alzaba ante ellos, reluciendo por la humedad del vapor de las termas. Silvara pasó la primera, caminando con ligereza y facilidad. Los demás la siguieron con cautela, avanzando por el centro.
Al otro lado del puente se alzaba el monumento del Dragón. A pesar de saber que debían vigilar cuidadosamente dónde pisaban, la mirada parecía desviárseles constantemente hacia el monumento. Se vieron obligados a detenerse varias veces y lo contemplaron sobrecogidos, mientras bajo sus pies las aguas ardían y se evaporaban.
—¡Estoy seguro de que ese agua está tan caliente que podría cocinarse un pedazo de carne en ella! —dijo Tasslehoff.
Tendiéndose sobre su estómago, se asomó por el borde de la parte más alta del arqueado puente.
—Yo es..estoy se..seguro de que po..podría co..cocinarte a ti —farfulló el aterrorizado enano, arrastrándose sobre manos y rodillas.
—¡Mira, Flint! Mira. Llevo este pedazo de carne en una de mis bolsas. Conseguiré una cuerda y la bajaremos hasta el agua...
—¡Sigue avanzando! —rugió Flint.
Tas suspiró y guardó la bolsa.
—Desde luego no eres nada divertido. No se te puede llevar a ningún lado.
Pero para el resto de los compañeros fue un momento terrorífico, y todos ellos suspiraron aliviados cuando hubieron descendido las escaleras del extremo opuesto del puente de mármol.
Mientras lo atravesaban, ninguno de ellos se había dirigido a Silvara, pues sus mentes se hallaban demasiado ocupadas en conseguir cruzar el puente de la Travesía sin percances. Pero cuando llegaron al otro lado, Laurana fue la primera en hacer preguntas.
—¿Por qué nos has traído aquí?
—¿Aún no confiáis en mí? —preguntó Silvara apesadumbrada.
Laurana titubeó. Su mirada se desvió una vez más hacia el inmenso dragón de piedra, cuya cabeza estaba coronada de estrellas. La boca permanecía abierta en un silencioso grito y los ojos miraban con fiereza. Las alas habían sido talladas de las laderas de la montaña. Una garra se extendía hacia delante, tan inmensa como los troncos de cien árboles vallenwood.
—¡Enviaste el Orbe lejos de aquí, y luego nos trajiste a un monumento dedicado a un dragón! —dijo Laurana un segundo después con voz temblorosa—. ¿Qué debo pensar? Nos traes a este lugar, al que
llamas
la tumba de Huma. Ni siquiera sabemos si Huma vivió o si fue un personaje legendario. ¿Qué puede probar que éste sea el lugar donde descansan sus restos? ¿Está su cadáver en el interior?
—N...no —farfulló Silvara—. Su cuerpo desapareció, igual que...
—¿Igual que... qué?
—Igual que la lanza que llevaba, la Dragonlance utilizada para destruir al dragón de Todos los Colores y Ninguno —Silvara suspiró y bajó la cabeza—. Entrad —les rogó—, y descansad esta noche. Por la mañana todo se aclarará, os lo prometo.
—No creo que... –comenzó a decir Laurana.
—¡Vamos a entrar! —exclamó Gilthanas con firmeza—. ¡Te estás comportando como una niña mimada, Laurana! ¿Por qué querría Silvara que corriéramos peligro? ¡Seguramente, si un dragón habitase este lugar, todo Ergoth lo sabría! Podría habernos destruido hace mucho tiempo. No percibo nada maligno en este lugar, sólo una gran sensación de paz. ¡Y es un lugar perfecto para ocultarse! Dentro de poco los elfos se enteraran de que el Orbe ha llegado a salvo a Sancrist. Dejarán de buscarnos y podremos irnos. ¿No es verdad, Silvara? ¿No es ésta la razón por la que nos trajiste aquí?
—Sí —dijo Silvara en voz baja—. Es...ése era mi plan. Ahora venid, venid, rápido, mientras aún brille Solinari. Pues si no, no podremos entrar.
Gilthanas, cogiendo a Silvara de la mano, caminó hacia la reluciente niebla plateada. Tas se deslizó delante de ellos. Flint y Theros los siguieron más lentamente y Laurana aún más despacio. Los temores de la elfa no habían desaparecido tras la locuaz explicación de Gilthanas, ni tras el renuente asentimiento de Silvara. Pero no había otro lugar al que poder ir y —como admitió para sí—, sentía una gran curiosidad.
La hierba del otro lado del puente era suave y llana, pero al acercarse al cuerpo de dragón labrado en la escarpada montaña, el terreno comenzó a ascender. De pronto la voz de Tas, que se había adelantado considerablemente al grupo, llegó flotando entre la niebla.
—¡Raistlin! —le oyeron gritar con voz ahogada—. ¡Se ha convertido en un gigante!
—Ese kender se ha vuelto loco —dijo Flint con lóbrega satisfacción—. Siempre lo supe...
Los compañeros corrieron hacia adelante y encontraron a Tas dando saltos y señalando. Se detuvieron junto a él, intentando recuperar el aliento.
—¡Por las barbas de Reorx! —exclamó Flint sobrecogido—. ¡Es Raistlin!
En medio de la ondeante niebla, aparecía una estatua de piedra de nueve pies de altura, que representaba con exacta similitud al joven mago. Fiel a los más mínimos detalles, reflejaba incluso su expresión amarga y cínica así como sus ojos de pupilas de relojes de arena.
—¡Y allí está Caramon! —gritó Tas.
A pocos pies de distancia había otra estatua, representando la imagen del hermano gemelo de Raistlin.
—Y Tanis... —susurró Laurana impresionada—. ¿Qué magia maligna es ésta?
—No es maligna —dijo Silvara—, a menos que traigáis el mal a este lugar. En ese caso veréis los rostros de vuestros peores enemigos. El horror y el temor que os causarán no os permitirán avanzar. Pero sólo estáis viendo a vuestros amigos, por lo que podéis pasar con tranquilidad.
—La verdad es que no sé si contaría a Raistlin entre mis amigos —murmuró Flint.
—Ni yo —dijo Laurana. Temblando, pasó titubeante ante la fría imagen del mago. La túnica de obsidiana del joven hechicero relucía negra a la luz de la luna. Laurana recordó con viveza la pesadilla de Silvanesti, y se estremeció al avanzar hacia el círculo de estatuas de piedra. Cada una de ellas tenía un curioso parecido con sus amigos, casi atemorizante. En medio de ese silencioso círculo había un pequeño templo.
El simple edificio rectangular se alzaba sobre una base octogonal de relucientes escalones. También estaba construido en obsidiana, y su negra estructura centelleaba, siempre húmeda debido a la perpetua bruma. Parecía como si cada trazo hubiera sido labrado pocos días antes, ya que ningún signo de desgaste desfiguraba las claras y limpias líneas de la entalladura. También aquí había labradas esculturas de caballeros, cada uno de los cuales llevaba una
dragonlance,
y atacaba a un inmenso monstruo. Los dragones chillaban silenciosamente en una muerte detenida, atravesados por las largas lanzas.