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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Aventuras, Juvenil, Fantastico

La tumba de Huma (27 page)

BOOK: La tumba de Huma
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En ambas fronteras se impedía con arrogancia la entrada a los Kalanesti; se comunicaba con ellos como uno puede comunicarse con un perro al que no se quiere dejar entrar en la cocina. Los Kalanesti, conocidos por su carácter huraño, se enfurecieron al descubrir que
sus
tierras estaban siendo divididas y parceladas. La caza resultaba cada vez más difícil. Los animales de los que los Elfos Salvajes dependían para sobrevivir, estaban siendo aniquilados en gran número para alimentar a los refugiados. Como Laurana había dicho, el río de los Muertos podía, en cualquier momento, teñirse de sangre y cambiar trágicamente de nombre.

Por tanto el orador se encontró viviendo en un campamento armado. Pero cada vez que se lamentaba de ello, se perdía en tal multitud de lamentos que, poco a poco, se fue insensibilizando. Nada le afectaba. Se retiró a su casa de barro y fue permitiendo que Porthios se ocupara de más y más asuntos.

El orador se había levantado temprano la mañana en que los compañeros llegaron a lo que ahora se denominaba Qualin-Mori. Siempre se levantaba temprano. No tanto porque tuviera muchas cosas que hacer, sino porque ya se había pasado la mayor parte de la noche contemplando el techo. Cuando estaba tomando notas para las reuniones del día con los jefes de la Casa Real—una tarea desagradable, ya que lo único que éstos hacían era quejarse—, oyó un tumulto en el exterior de su vivienda. Se le encogió el corazón. «¿Qué ocurrirá ahora?», se preguntó temeroso. Aquellas situaciones de alarma se producían una o dos veces al día. Probablemente Porthios habría sorprendido a alguna pareja de fogososjóvenes Qualinesti y Silvanesti enzarzados en una pelea. Continuó escribiendo, con la esperanza de que el tumulto cesara. Pero en lugar de ello, fue en aumento, sonando cada vez más cercano. Supuso que habría ocurrido algo más serio, y se preguntó una vez más qué haría si los elfos entraran en guerra de nuevo.

Dejando caer la pluma de ave, se envolvió todavía más en su regia túnica y aguardó con horror. Oyó que los centinelas se ponían en posición de firmes, así como la voz de Porthios pronunciando el tradicional saludo a los que piden entrada. Miró temerosamente hacia la puerta que comunicaba con sus habitaciones privadas, temiendo que su esposa pudiera ser molestada; estaba enferma desde que salieron de Qualinesti. Temblando, se puso en pie y, asumiendo la fría y ceñuda expresión que se había acostumbrado a utilizar, anunció que podían entrar.

Uno de los centinelas abrió la puerta con la pretensión de anunciar a alguien. Pero la voz le falló y, antes de que pudiera hablar, un esbelto y alto personaje vestido con una pesada capa de pieles con capucha, empujó al guardia a un lado y corrió hacia el jefe de los elfos. Asustado y reparando sólo en que el personaje iba armado con arco y espada, éste retrocedió alarmado.

El personaje se sacó la capucha. El orador vio caer una cabellera de color miel enmarcando un rostro de mujer... un rostro que destacaba, incluso entre los elfos, por su delicada belleza.

—¡Padre! —gritó Laurana arrojándose a sus brazos.

El regreso de Gilthanas, a quien su gente creía muerto desde hacía tiempo, fue motivo de la mayor celebración que los Qualinesti hubieran organizado desde la noche que los compañeros habían sido agasajados, antes de partir hacia el Sla-Mori.

Gilthanas ya se había recuperado lo suficiente de sus heridas como para poder asistir al festejo, y la única señal que le quedaba de ellas era una pequeña cicatriz en el pómulo. Este hecho llamó la atención a Laurana y a sus amigos, pues habían visto el terrible golpe que le había asestado el elfo de Silvanesti. No obstante, cuando Laurana se lo mencionó a su padre, el orador dijo que los Kalanesti tenían amigos druidas que habitaban los bosques; probablemente habrían aprendido de ellos los procedimientos de las artes curativas.

Esta respuesta molestó a Laurana, quien sabía que esas artes eran muy escasas en Krynn. Deseó discutirlo con Elistan, pero el clérigo se había encerrado durante horas con su padre, quien pronto quedó muy impresionado por los verdaderos poderes de aquel hombre.

A Laurana le alegró mucho que su padre aceptara a Elistan —aún recordaba cómo había tratado el orador a Goldmoon cuando la mujer bárbara llegó a Qualinesti llevando el medallón de Mishakal, diosa de la Curación. Pero Laurana echaba de menos a su sabio mentor. A pesar de sentirse muy feliz de estar con los suyos, estaba comenzando a comprender que para ella su hogar había cambiado y que nunca volvería a ser el mismo.

Todos parecían muy contentos de verla, pero la trataban con la misma cortesía con la que trataban a Derek, a Sturm, a Flint y a Tas. Era una extraña. Hasta sus propios padres, una vez pasada la emoción inicial de la bienvenida, la trataron de forma fría y distante. Esto quizá no le hubiera preocupado de no ser por lo efusivos que se habían mostrado ante el regreso de Gilthanas. ¿Cuál era la diferencia? Laurana no podía comprenderlo. Fue su hermano mayor, Porthios, quien le abrió los ojos.

El incidente comenzó en la fiesta.

—Encontrarás nuestras vidas muy diferentes a la vida que llevábamos en Qualinesti —le dijo esa noche su padre a su hermano cuando tomaban asiento en el banquete, que se celebraba en una gran sala construida por los Kalanesti—. Pero pronto te acostumbrarás a ello.

Volviéndose hacia Laurana, se dirigió a ella con solemnidad:

—Me gustaría mucho que volvieras a ocupar tu viejo lugar de escriba junto a mí, pero sé que te hallarás muy ocupada en otros asuntos de la corte.

Laurana se sorprendió. Desde luego no tenía intención de quedarse, pero le dolió sentirse reemplazada en lo que se suponía era la ocupación tradicional de la hija de una casa real. También le dolía el que, a pesar de haber hablado con su padre de su propósito de llevar el Orbe a Sancrist, él, aparentemente, ignorara el hecho.

—Orador —dijo lentamente, intentando evitar todo matiz de enojo en su voz—, ya te lo he dicho. No podemos quedarnos. ¿Es que no nos has escuchado cuando Elistan y yo te hablábamos? ¡Hemos descubierto uno de los Orbes de los Dragones! ¡Ahora tenemos los medios para controlar a esas fieras malignas y poner fin a esta guerra! Hemos de llevar el Orbe a Sancrist...

—¡Ya basta, Laurana! —exclamó su padre con severidad, intercambiando miradas con Porthios. Su hermano la contempló con el ceño fruncido—. No sabes de lo que hablas, Laurana. El Orbe de los Dragones es una verdadera conquista, y no deberíamos discutir sobre él aquí. En cuanto a lo de llevarlo a Sancrist, eso es totalmente imposible.

—Le ruego me disculpe, señor —dijo Derek poniéndose en pie e inclinando respetuosamente la cabeza—, pero vos no podéis opinar sobre ese asunto. El Orbe no es vuestro. Fui enviado por el Consejo de los Caballeros a recuperar uno de los Orbes de los Dragones, si era posible. Lo he conseguido y mi intención es llevarlo allí, tal como me ordenaron. Vos no tenéis derecho a detenerme.

—¿Ah, no? —los ojos del orador centellearon con furia—. Mi hijo, Gilthanas, lo trajo a esta tierra, la cual los Qualinesti consideramos nuestra patria en el exilio. Esto lo hace nuestro por derecho.

—Yo nunca dije eso, padre —intervino Gilthanas, enrojeciendo al ver que los ojos de sus compañeros se volvían hacia él—. No es mío. Pertenece a todos nosotros...

Porthios le dirigió a su hermano menor una furiosa mirada. Gilthanas balbuceó y guardó silencio.

—Si es de alguien, es de Laurana —declaró Flint Fireforge, sin dejarse intimidar por las enojadas miradas de los elfos—, ya que ella fue la que mató a Feal-thas, el maligno hechicero elfo, convertido en Señor del Dragón.

—Si es de Laurana —dijo el Orador—, entonces es mío por derecho. Ya que ella no tiene aún edad... los suyo es mío, puesto que soy su padre. Esa es la ley elfa y, si no me equivoco, también es la ley de los enanos.

—¡Qué extraño me resulta esto! —comentó alegremente el kender, que se había perdido la mayor parte de la conversación—. Según la ley de los kenders, si es que
existe
alguna ley entre los kenders, todo el mundo es dueño de todas las cosas.

Eso era bastante cierto. El poco respeto de los kenders hacia las posesiones de los demás se extendía a las suyas propias. En casa de un kender nada duraba demasiado tiempo, a menos que estuviera clavado en el suelo. Cualquier vecino podía entrar, admirar un objeto, y llevárselo despistadamente. Entre los kenders, la herencia de una familia consistía en todo lo que permaneciera en la casa durante más de tres semanas.

Después de esto nadie abrió la boca. Flint le dio una patada a Tas por debajo de la mesa, y el kender, dolido, guardo silencio y se estuvo quieto hasta que descubrió que su vecino de mesa, un elfo noble que se había levantado de la mesa, había olvidado su bolsa. El kender se entretuvo felizmente el resto de la velada revolviendo las posesiones del elfo.

Flint, que normalmente hubiera mantenido al kender estrechamente vigilado, no reparó en ello debido a sus otras preocupaciones. Era obvio que iba a haber problemas. Derek estaba furioso. Lo único que le mantenía sentado a la mesa era el rígido Código de los Caballeros. Laurana estaba callada y no comía nada, su piel morena había palidecido. La muchacha se entretenía haciendo pequeños agujeros en el mantel de hilo con el tenedor. Flint le dio un codazo a Sturm.

—Pensamos que haber sacado el Orbe del Muro de Hielo había sido una ardua tarea —dijo Flint en voz baja—. Allá sólo tuvimos que escapar de un mago chalado y de unos pocos hombres-morsa. ¡Ahora estamos rodeados por tres naciones de elfos!

—Tendremos que hacerles entrar en razón —le respondió Sturm.

—¡Entrar en razón! ¡Me parece que sería más fácil hacer entrar en razón a una piedra!

Después de la cena, y cuando los elfos se hubieron marchado, los compañeros permanecieron en la mesa por expreso deseo del Orador. Gilthanas y su hermana estaban sentados uno al lado del otro con expresión preocupada y sombría, mientras Derek se ponía en pie ante el Orador para intentar hacerle «entrar en razón».

—El Orbe es nuestro —declaró Derek fríamente—. Vos no tenéis ningún derecho sobre él. Desde luego no pertenece ni a vuestra hija ni a vuestro hijo. Ellos viajaron conmigo solamente debido a mi cortesía, después de que yo los rescatara de la destrucción de Tarsis. Me alegro de haber sido capaz de escoltarlos de vuelta a su tierra, y os agradezco a vos vuestra hospitalidad, pero parto mañana hacia Sancrist, y pienso llevar el Orbe conmigo.

Porthios se puso en pie para enfrentarse a Derek.

—El kender puede decir que el Orbe de los Dragones es suyo, pero eso no tiene ninguna importancia. Ahora está en manos de los elfos, y aquí va a quedarse. ¿Crees que estamos tan locos como para permitir que algo tan valioso caiga en manos de los humanos y pueda causar más problemas a este mundo?

—¡Más problemas! —exclamó Derek—. ¿Te das cuenta de las tribulaciones que tiene el mundo ahora? Los dragones os sacaron de vuestra tierra natal. ¡Ahora se están aproximando a nuestras tierras! Nosotros, a diferencia de vosotros, no tenemos intención desalir corriendo. ¡Nos quedaremos allí y lucharemos! Este Orbe podría ser nuestra única esperanza...

—Tienes mi permiso para regresar a tu tierra y arder vivo, si eso es lo que deseas—respondió Porthios—. Vosotros los humanos fuisteis los que hicisteis revivir este antiguo mal. Es justo que seáis vosotros los que luchéis contra él. Los Señores de los Dragones tienen lo que quieren de nosotros. Indudablemente nos dejarán en paz. Aquí, en Ergoth, el Orbe estará a salvo.

—¡Estúpido! —Derek golpeó la mesa con el puño—. Los Señores de los Dragones tienen un único propósito, ¡conquistar
todo
Ansalon! ¡Eso incluye esta miserable isla! Puede que estéis seguros aquí durante un tiempo, pero si nosotros caemos, vosotros también caeréis.

—Sabes que está diciendo la verdad, padre —dijo Laurana con gran osadía.

Las mujeres elfas no asistían a las reuniones de guerra, y mucho menos intervenían en ellas. Laurana estaba presente únicamente por su especial posición. Poniéndose en pie, se enfrentó a su hermano, que la contempló con furia, y dijo:

—Porthios, nuestro padre nos dijo en Qualinesti que el Señor del Dragón quería, no sólo nuestras tierras, ¡sino el exterminio de nuestra raza! ¿Lo has olvidado?

—¡Bah! Eso lo dijo Verminaard, y ya está muerto...

—Sí, gracias a nosotros, ¡No a ti!

—¡Laurana! —el Orador de los Soles se puso en pie. Era más alto que su hijo mayor, y que todos los allí reunidos—. Te olvidas de ti misma, joven mujer. No tienes ningún derecho a hablarle de esta forma a Porthios. En nuestro viaje nosotros también nos enfrentamos a grandes peligros. El recordó su obligación y sus responsabilidades, igual que Gilthanas. Ellos no salieron corriendo tras un bastardo semielfo como una descarada humana prostit... —el orador se interrumpió con brusquedad.

Laurana palideció totalmente, tambaleándose, se sujetó a la mesa para no perder el equilibrio. Gilthanas se puso en pie con la intención de sostenerla, pero ella lo empujó a un lado.

—Padre —dijo con una voz que ella misma no pudo reconocer como propia—, ¿qué ibas a decir?

—Déjalo, Laurana —le rogó Gilthanas—. Él no quiso decir eso. Hablaremos por la mañana.

El orador no dijo nada, pero su expresión era fría y sombría.

—¡lbas a decir «prostituta»!

—Ve a tus habitaciones, Laurana —le ordenó el orador con voz tensa.

—O sea que eso es lo que piensas de mí. Ése es el motivo por el que todo el mundo me mira y deja de hablar en cuanto yo me acerco. Una prostituta humana...

—Hermana, haz lo que tu padre dice —dijo Porthios—. Por lo que se refiere a lo que pensamos de ti... recuerda que tú misma te lo has buscado. ¿Qué esperas? ¡Mírate, Laurana! Vas vestida como un hombre. Llevas con orgullo una espada manchada de sangre. ¡Hablas con locuacidad de tus «aventuras»! Viajas con esa gente... ¡enanos y humanos! Pasas las noches con ellos. Pasas las noches con tu amante bastardo. ¿Dónde está él? Se ha cansado ya de ti y...

La luz del fuego centelleó ante los ojos de Laurana. El calor de las llamas recorrió su cuerpo para ser reemplazado un segundo después por un frío terrible. No podía ver nada, y sólo recordaba una horrible sensación de caída... Recordaba haber oído voces en la distancia, y unos rostros deformados que se inclinaban sobre ella.

—Laurana, hija mía...

Luego ya no oyó nada más.

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