La Trascendencia Dorada (16 page)

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Authors: John C. Wright

Tags: #Ciencia-Ficción

BOOK: La Trascendencia Dorada
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—Sospecho que ni siquiera Ao Varmatyr sabía, hasta ese momento, qué haría con la
Fénix Exultante
una vez que la controlara. Usarla como nave de guerra para asestar un golpe mortífero a la Ecumene Dorada no era, a mi juicio, lo que él hubiera hecho de haber creído su propia historia. Mi conclusión es que la decisión de matar vino de la supermente Nada; quizás una orden sepultada anuló su juicio y conciencia normales.

—Disiento —dijo Atkins—. Ao Varmatyr sólo tenía violencia en mente desde el principio. ¿Por qué otro motivo fue tan artero? Mientras pudo, fingió que era Jenofonte, y luego guardó silencio hasta que lo encontré escondido.

Faetón asintió. Pero había una mirada pensativa, quizá nostálgica, en sus rasgos.

—Tú le creíste, ¿verdad? —dijo Atkins, al ver esa mirada—. Habrías ido con él, de haber sido tú, y no yo siendo tú, ¿verdad?

—Quizá —dijo Faetón, con una voz que ciertamente significaba sí—. No sabía, y aún no sé, cuánto de lo que dijo Ao Varmatyr era mentira. Quizás haya gente que debemos rescatar en Cygnus X-1, gente de espíritu similar al mío, y quizás haya grandes cosas que hacer allá. Quizá valga la pena correr el riesgo de ir, por si él decía la verdad.

—Entonces me alegra haber sido yo quien era tú, y no tú —dijo Atkins—. De lo contrario, Ao Varmatyr podría haberte convencido.

—No —dijo Faetón a regañadientes—. Él mentía.

Diomedes se inclinó hacia delante.

—Pero Ao Varmatyr creía su propia historia —dijo.

—¿Qué?

—Esa historia, al menos para él, era cierta. Los pocos pensamientos suyos que pude entender no dejaban dudas. Sospecho que la Ecumene Silente cayó tal como él lo describía, y que la gente de allí, buen Faetón, en un tiempo era parecida a ti.

—Me gustaría creerlo —dijo Faetón—, me gustaría mucho creerlo. Pero al menos parte de la historia era mentira.

—¿Cuál?

—La relación entre los sofotecs y los hombres tal como se describe en esa historia no tiene sentido. ¿Cómo podían ser hostiles entre sí?

—¿No tienen razón los hombres al temer a máquinas que pueden realizar todas las tareas que hacen los hombres, artísticas, intelectuales, técnicas, mil o un millón de veces mejor que ellos? —preguntó Diomedes—. Los hombres se vuelven prescindibles.

Faetón sacudió la cabeza, con un aire de distante disgusto en sus rasgos, como si afrontara nuevamente una falsedad que se negaba a morir por mucho que se la denunciara. Con dolorosa paciencia, explicó:

La eficiencia no daña a los ineficientes. Todo lo contrario. No es así como funciona. Tómame a mí, por ejemplo. Mira a tu alrededor; usé parciales para la colocación de empalmes de cajas mentales cuando construí esta nave. Mis empleados no eran tan habilidosos como yo en colocación de empalmes. Tardaban tres horas en realizar los chequeos de robopsicologia y enlaces jerárquicos que yo podría haber hecho en una hora. Pero no corrían peligro de competencia de mi parte. Mi tiempo es demasiado valioso. En la misma hora que me habría llevado colocar un empalme de caja mental, puedo ganar mucho más que su salario de tres horas escribiendo flujos mentales de supervisión arquitectónica. Y lo mismo pasa conmigo y los sofotecs.

«Cualquier sofotec de nivel medio podría haber escrito en un segundo la arquitectura que yo tardo una hora en componer, aun con mis implantes. Pero si en ese segundo el sofotec puede producir algo más valioso, explorar las honduras de la matemática abstracta, o inventar un nuevo milagro científico, cualquier cosa (siempre que en ese segundo gane más de lo que yo gano en una hora), la competencia no me vuelve prescindible. El sofotec todavía me necesita y recibe el beneficio de mi mano de obra. Como yo obtendré el beneficio de cada nuevo invento y milagro puesto en el mercado, quiero liberar todos los segundos de tiempo sofotec que mi humilde labor pueda lograr.

»Y yo obtengo la parte del león en cuanto a los beneficios del intercambio. Yo sólo le ahorro un segundo de tiempo; él crea una maravilla tras otra para mí. Al margen de mi temor o mi disgusto por los sofotecs, las fuerzas del mercado, nuestra mutua necesidad, nos unen.

»Por eso sostengo que nada de lo que dijo el silente sobre los sofotecs tenía sentido. No entiendo cómo pudieron darse el lujo de odiarse. Las máquinas no nos vuelven prescindibles; aumentan nuestra eficiencia en todos los sentidos. Y la puja de los operarios que ansían competir por tiempo sofotec crea un mercado para el trabajo meramente humano, y para los sofotecs no seria eficiente menospreciarlo.

—Pero, amigo —dijo Diomedes con voz distante y nostálgica—, yo he estado dentro de la mente del silente, y tú no. Tú no viste sus recuerdos de fasto y esplendor. ¡Eran los señores de la Segunda Ecumene, los amos de las fuentes de singularidad! No trabajaban. No competían. No ofertaban ni compraban. No tenían mercados ni dinero. Para ellos la única cosa de valor era su reputación, su brío artístico, su ingenio, sus caprichos, y la serena dignidad con que acogían su inevitable caída en ataúdes oscuros en el rojo pozo de supergravedad de su estrella oscura.

Se hizo silencio por un tiempo. Más granos de arena cayeron en el reloj.

—Es raro —dijo Diomedes—. Esa sociedad no era diferente de la nuestra. Una utopía pacífica pero, a diferencia de la nuestra, sin leyes ni dinero. ¿Qué extraña e incomprensible fuerza del destino, del azar o del caos impuso su caída?

—Parece extraña sólo si crees esas pamplinas que creía Ao Varmatyr —resopló Atkins—. Su sociedad no estaba organizada como él pensaba. Ninguna sociedad podría estarlo.

—¿Y por qué intuición psíquica sabes esto? —preguntó Diomedes, sorprendido.

—Es obvio. Esa sociedad no podría existir —dijo Atkins.

—Y nunca existirá —añadió Faetón.

Los dos hombres intercambiaron miradas risueñas.

—Estamos pensando lo mismo, ¿verdad? —dijo Atkins, cabeceando.

—¡Por cierto! —dijo Faetón.

Los dos hombres hablaron al mismo tiempo.

—Ciertamente tenían leyes —dijo Atkins.

—Ciertamente tenían dinero —dijo Faetón.

Los dos hombres intercambiaron miradas de intriga.

—Tú primero —invitó Atkins.

—Ninguna civilización puede existir sin dinero —dijo Faetón—. Aun una civilización en que la energía sea tan barata y gratuita como es el aire en la Tierra tendría ciertas necesidades y deseos que algunas personas pueden satisfacer mejor que otras. Una industria del entretenimiento, cuando menos. Los esfuerzos de las personas productivas, al margen de aquello que sus pasatiempos ociosos las inclinen a hacer, son motivados por los canjes que realizan con otras personas que desean sus servicios. El objeto de canje que mantiene mejor su valor con el paso del tiempo, y permanece en demanda, y es portátil, reconocible, divisible, se convierte en dinero. Sin importar cómo lo llamen, sin importar qué forma cobre, trátese de conchas de cauri, oro, o gramos de antimateria, será dinero. Aun los sofotecs usan segundos informáticos estandarizados para dar prioridad a la distribución de sus recursos de sistema. Mientras los hombres se valoren, se admiren y se necesiten, habrá dinero.

—¿Y si todos los hombres viven aislados? —preguntó Diomedes—. ¿Sólo rodeados por sueños generados por ordenador, ficciones agradables, adulaciones? ¿Y si todos sus deseos son satisfechos por ilusiones electrónicas que crean en el cerebro la sensación de satisfacción sin la sustancia? ¿Qué necesidad tienen los hombres de valorar a otros hombres?

—Los hombres que valoran su vida no vivirían así.

Diomedes extendió las manos y se encogió de hombros.

—No creo que los silentes hicieran esas cosas...

—Ciertamente no valoraban la vida de los demás —dijo Atkins—. ¿Viste qué clase de sociedad describía Ao Varmatyr? Todo lo que decía insinuaba siempre lo mismo. ¿Qué era lo que Ao Varmatyr reprochaba una y otra vez a los sofotecs?

—Que los sofotecs se negaban a obedecer órdenes —dijo Diomedes.

—Exacto —confirmó Atkins.

Diomedes miró a ambos hombres.

—No entiendo adonde vais.

Atkins se tocó el pecho con el pulgar.

—Tú me conoces. ¿Qué haría yo si un subalterno desobedeciera una orden directa, e insistiera en desobedecer?

—Castigarlo —dijo Diomedes.

—¿Puedes pensar en una circunstancia en que yo estaría autorizado para matarlo, u ordenarle que se matara? —preguntó Atkins.

Diomedes miró desconcertado a Faetón.

—Hace poco la Mente Bélica dijo algo por el estilo —dijo Faetón—. No conozco suficiente historia antigua para saber los detalles. ¿No puedes someter a consejo de guerra a un subalterno por cobardía frente al enemigo, o alta traición, u obligarlo a suicidarse ritualmente por permitir que la bandera toque el suelo, o algo similar?

—Algo similar —dijo Atkins—. Pero tú, Faetón... ¿qué es lo peor que puedes hacer con un subalterno que desobedece órdenes?

—Despedirlo.

Atkins se reclinó con aire sombrío y satisfecho.

—Tú y yo venimos de culturas diferentes. Faetón. Tú eres un empresario. Yo soy miembro de un orden militar. Tú realizas intercambios con iguales por acuerdo mutuo. Yo recibo órdenes de mis superiores y doy órdenes a mis subalternos. Tu cultura se basa en la libertad. La mía se basa en la disciplina. Tenlo en cuenta cuando haga la siguiente pregunta. ¿Qué clase de cultura, una como la tuya o una como la mía, supones que era la Ecumene Silente? ¿Una utopía sin leyes? ¿O un estado de esclavos dirigido por un dictador militar?

—Hacia el final, sí, habían degenerado en un estado esclavista —dijo Diomedes—. Ésa fue la tragedia de su caída... haber sido tan libres y haber caído tan bajo.

Atkins sacudió la cabeza y resopló.

—No. Eran corruptos desde el principio. Si eran tan libres y utópicos, ¿por qué no despedían a los sofotecs que no obedecían órdenes, y contrataban a otros? Sus sofotecs no eran empleados. Eran siervos. —Hizo una pausa dramática y añadió—: Me pregunto si mantuvieron intacta la misma disciplina y jerarquía que habían desarrollado con el capitán y los tripulantes durante las generaciones de su migración a bordo de la
Naglfar,
y los descendientes de los capitanes y oficiales mantenían el control de la tecnología, las fuentes de singularidad, que brindaban energía a todos. O quizá tenían un monopolio de los flujos de información y el software educativo. O sólo controlaban la oferta de dinero. No necesitas controlar mucho para controlar la vida de todos.

—¿Por qué no se rebelaron contra ese control? —preguntó Faetón con oscuro asombro—. ¿Estaban desarmados?

Atkins sacudió la cabeza, con un destello glacial en los ojos.

—La rebelión requiere convicción. Una vez que destruyes la convicción, la esclavitud es bienvenida y la libertad es temida. Para destruir la convicción, sólo se necesita una filosofía como la que describía Ao Varmatyr. Todo lo demás es cuestión de tiempo.

Los granos de arena del reloj se agotaron.

El rostro de Faetón cobró ese aire distante y soñador que la gente que olvidaba activar su rutina de decoro adoptaba cuando sus filtros sensoriales estaban sintonizados en cosas ausentes. Las varillas de formación supramental, que iban de la cubierta al domo, mostraban una frenética actividad mientras la mente de la nave se dividía o recombinaba rápidamente en diversas arquitecturas, una tras otra, intentando resolver el nuevo problema de detectar las partículas fantasma en vuelo. Los espejos energéticos de izquierda y derecha, brillando desde los balcones o elevándose súbitamente de la cubierta mientras circuitos adicionales se activaban, mostraban cálculos cambiantes, dibujaban planos y mapas, discutían entre sí, comparaban información, efectuaban rápidas pruebas. Cada espejo se llenaba de estrellas al examinar distintos cuadrantes del espacio circundante.

Luego se hizo silencio. Un espejo energético tras otro se oscureció. Los diversos segmentos de la mente de la nave, operando independientemente, llegaron a las mismas conclusiones. Todos los mapas cambiaron hasta que fueron iteraciones del mismo mapa; todos los planos se desvanecieron excepto uno; todas las pantallas se oscurecieron excepto la que se concentraba en el centro del sistema solar, apuntando al Sol.

Una imagen del Sol con un corte transversal destacaba en el espejo más cercano a la mesa a la cual estaban sentados. Una triangulación de líneas presentaba un lugar muy debajo de la superficie del Sol, en el núcleo, entre las capas de helio y oxígeno, mucho más hondo de lo que jamás habían ido las sondas y batisferas de Helión.

Los tres se sorprendieron. Los tres hablaron al unísono.

—Es una broma —dijo Atkins.

—¡Cielos, qué lugar tan incómodo! —dijo Diomedes—. ¿Cómo llegaron allí?

—Tendría que haberlo sabido —dijo Faetón—. ¡Era obvio! ¡Obvio!

—¿Qué clase de arma puede destruir algo que navega en el núcleo de una estrella? —preguntó Atkins.

—¡Pobre Faetón! —dijo Diomedes—. No comprende lo que vendrá a continuación...

—Eso fue lo que trató de matar a mi padre —dijo Faetón—. Manipuló las corrientes del núcleo, creó una tormenta y quizá lanzó una descarga contra la Equilateral de Mercurio, en un intento, frustrado por Helión, de destruir la
Fénix Exultante.
¡Obvio! ¿En qué otra parte esconder un objeto tan grande como una nave estelar? ¿Qué otra cosa ocultaría todas las señales energéticas, las descargas, las emisiones? Pero, ¿cómo entraron en el sistema sin ser detectados?

Comenzaron a hablar entre sí.

—Vinieron a lo largo del polo sur del Sol —le dijo Atkins a Faetón—, en ángulo recto con el plano de la eclíptica. Es el modo de entrar cuando uno irrumpe con sigilo, y no pudieron haber venido a lo largo de una línea que condujera al polo norte del Sol, porque allí hay una comunidad de esas nubes de polvo de formación de energía, crecida alrededor del haz de descarga de desechos de Helión. Control de Tráfico Espacial no se interesaría en algo tan alejado de las rutas normales si tuviera aspecto de roca o algo similar. Muchos cascotes caen en el Sol. Es allí donde termina la mayor parte de la basura del sistema.

—Sabes que hay una sola nave en el sistema —le dijo Diomedes a Atkins—, quizá en todo el universo, que pueda perseguir a esa nave enemiga hasta la presión infernal y el fuego infinito del Sol, ¿verdad? Pero quizá la ley no se preste a tu conveniencia militar. Verás, creo que ya no soy el propietario legal de esta nave, desde que dejé de ser Neoptolemo. La posesión del título de prenda regresaría a la versión de Neoptolemo que todavía está en la Duma. ¿Le pedirás autorización? ¿O capturarás la nave como un pirata, como sé que ansias hacer? ¿O te enfrentarás a él en un pleito legal? En cualquiera de ambos casos, ¿cómo mantendrás este asunto en secreto, si es preciso que sea un secreto?

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