En ese momento, la segunda masa corporal neptuniana se unió, fusionó y combinó con la primera. Faetón vio que la actividad cerebral se duplicaba una y otra vez mientras la inteligencia de la criatura regresaba a su nivel normal.
El frenesí de actividad que lo rodeaba se detuvo. En el material
azul
flotaba el grupo cerebral principal, con un tronco nervioso semejante a un tentáculo que conducía al capullo que apresaba a Faetón. Detectó cambios neurológicos y reacciones nerviosas endocrinales de temor, pánico y shock.
—Espera. Ha habido un error. Tu rostro. Tú no eres Faetón. Todo está mal... Tú...
Surgió el recuerdo. Cada célula de su piel externa contenía un arma energética de nanomaquinaria en la membrana. Fueron activadas por una orden enviada a través de su sistema endocrino.
El fuego le cubrió el cuerpo por un instante de dolor. Miles de millones de microscópicos contenedores de antipartículas lanzaron una carga positrónica a través su piel. Los tramos de materia neptuniana que estaban en contacto con su piel ardieron, y los positrones cancelaron electrones en un convulsivo espasmo de furiosa radiación.
Al mismo tiempo, un arma fabricada con su tejido neuronal, invisible y camuflada (oculta en los centros cerebrales de pensamiento creativo), descargó un agente nervioso contra el capullo que lo apresaba, destruyendo células y desbaratando la consciencia.
La piel se rasgó, y quedó cubierto con su propia sangre de la cabeza a los pies. El neptuniano se deshizo alrededor de él.
Otro recuerdo surgió: su sangre era tóxica. Además de las células sanguíneas blancas y rojas había células de sangre negra, un ejército de ensambladores y desensambladores, programados para envenenar, desbaratar, disolver y destruir toda sustancia biológica que tocaran que no fuera él. El neptuniano se estaba disolviendo.
Mientras el cuerpo neptuniano se derrumbaba a ambos lados, herido e incinerado, él rodó, empuñó la katana que Atkins había dejado caer debajo de él, se levantó. Chispas de estática reptaban por las manchas de sangre mientras el calor residual de la sangre negra de nanomaquinaria se convertía en ruido blanco de radio, interfiriendo todas las señales de la zona, disgregando circuitos numénicos, impidiendo toda transferencia mental.
En un rápido movimiento, con infinita gracia, embistió, gritó y atacó. Su movimiento, posturas ejecución eran controladas y enérgicas, un perfecto ejemplo de ese arte. La hoja finamente templada perforó el material blando del cuerpo neptuniano de un modo que ninguna arma energética podía haber hecho, cortando pulcramente los principales grupos nerviosos donde sus sentidos avanzados le decían que estaba alojada la actividad del silente. Alojada y apresada, mientras la sangre ardiente interfiriese con el tráfico mental en la zona.
Al retirar la hoja cortó la masa cerebral por segunda vez, por si las dudas, y regresó a una postura equilibrada y erguida, hizo un floreo con la espada (la luz rebotó en la bella y antigua perfección del acero) y la bajó al costado, donde habría estado la vaina si él no hubiera estado desnudo.
Un tosco círculo de sustancia azulada aún lo rodeaba, reptando y contorsionándose, y revelaba actividad neuroelectrónica en algunos segmentos, quizá rutinas que todavía intentaban llevar a cabo las órdenes del silente. Cerca de su pie estaba la hoja más pequeña, una wakizashi, que él había visto bajo la tabla de símbolos al despertar. Este puñal estaba debajo de la unidad noética, y en consecuencia había sobrevivido a la incineración del puente: las ruinas de la mesa, la unidad noética y la hoja habían estado bajo la armadura de Faetón durante la andanada.
Enganchó la vaina con el pie, arrojó el puñal a su mano izquierda y con una contorsión de muñeca que envió la vaina hacia arriba, expuso la hoja.
El puñal no era una antigüedad sino un arma moderna cuya forma permitía usarla como puñal cuando se agotaba la carga. La carga estaba completa. Miró la superficie de control de la hoja, para que los circuitos pudieran rastrear sus movimientos oculares, y luego miró lo que deseaba destruir.
La mente de batalla de la empuñadura siguió el patrón de sus movimientos oculares, extrapoló, definió el blanco y (antes de que él hubiera terminado de mirar aquello que deseaba atacar) envió una variedad de paquetes energéticos y nanomaterial de alta velocidad desde los proyectores del puñal, para destruir los restantes cuerpos y microbios neptunianos del recinto.
La hoja también emitió órdenes para aislar aquellas secciones de la mente de la nave que pudieran haber sido afectadas por virus mentales enemigos, realizó una lista prioritaria de procedimientos de limpieza, estableció contacto con los remotos que aún revoloteaban por la zona, los reconfiguró, los programó para nuevas tareas y los envió a desactivar el generador de partículas fantasma albergado en los disgregadores colocados en el núcleo impulsor de la nave.
Todo esto en menos tiempo de lo que tardaría un hombre, deslumbrado por el ardor del fuego y el relámpago que surgían del puñal, en parpadear.
La vaina alcanzó el ápice de su arco y cayó. Con la mano izquierda Faetón cogió la vaina con la ardiente punta del puñal, de modo que cubrió pulcramente la hoja y la envainó.
Miró a izquierda y derecha. La cubierta estaba agrietada y negra. Él estaba solo. El enemigo estaba muerto.
Se miró atónito y horrorizado las manos manchadas de sangre, cubiertas de vapor y chispas, y el puñal y la espada que empuñaba, que le resultaban tan familiares.
—¿Quién demonios soy? —jadeó con voz ronca.
Al otro lado del amplio recinto, uno de los maniquíes sobrevivientes, Sloppy Rufus, primer perro en Marte, se apartó de un banco de sensores que aún funcionaban, se irguió sobre las patas traseras, apoyó la pata delantera en la baranda del balcón y, con el hocico entre las patas, miró gravemente hacia abajo. Un hombre desnudo con una espada desnuda lo miraba desde el círculo de minas negras y humeantes que había sido el puente.
—¿Acaso no es obvio? Eres Atkins —dijo el perro con la voz de Faetón.
—Claro que no. No quiero ser Atkins. Soy Faetón. ¡Yo construí esto! —Señaló el puente con la espada goteante. Quizá señalaba las ruinas. La voz del hombre no se parecía a la de Faetón.
—Lo lamento —dijo el perro—, pero, para ser franco, eres una versión atroz de mí. La mitad de las cosas que pensabas eran parodias exageradas de lo que yo creo, la otra mitad eran puro Atkins, ¿Y por qué mataste a Ao Varmatyr? Eso fue reprensible. Pudimos haberlo capturado sin riesgo, mantenerlo vivo, curarlo, salvarlo. ¿Venganza? Qué concepto inútil. Además, tendrías que haber sabido que Diomedes no estaba muerto. Tú lo grabaste a él, y la mayor parte de Jenofonte, en el grabador numénico antes de hablar con el silente.
El hombre soltó la espada y el puñal y se apretó las palmas contra la frente, los ojos tensos, como tratando de impedir que una terrible presión estallara en su cerebro.
—¡Los recuerdos aún relampaguean en mi cabeza! Ciudades ardientes, nubes de agentes nerviosos, mil modos de matar un hombre... tienes que detenerlo. ¿Dónde está la unidad noética? ¡Mi vida se va en un hervor! ¡Soy Faetón, quiero seguir siendo Faetón! No quiero transformarme en... en...
—Tu deseo de no ser Atkins quizá sea sólo una exageración de lo que piensas que pienso acerca de ti —dijo el perro—. No es cierto. Estoy seguro de que matar es un servicio útil y necesario en tiempos bárbaros, o en circunstancias bárbaras como ésta...
—¡Entonces tú serás Atkins! Te transferiré las plantillas de memoria.
—¡Santo Cielo, no!
El hombre cogió el yelmo de Faetón, se lo puso en la cabeza y se echó el peto sobre los hombros. Los puertos mentales de las hombreras se abrieron, se encendieron luces en la unidad noética. Se estableció un circuito entre la unidad noética y los sistemas mentales del yelmo y del cráneo del hombre.
El hombre pulsaba con impaciencia el estuche de la unidad noética.
—Deprisa... deprisa —murmuró—. Me estoy perdiendo...
Se produjo una interrupción. Un haz surgió de la piedra de la empuñadura del puñal que el hombre había soltado en la cubierta manchada y quemada. El haz tocó el tablero y anuló el circuito. La unidad noética se oscureció.
—¡Alto! —exclamó el arma.
El hombre se quitó el yelmo. Corrían lágrimas por sus mejillas ensangrentadas. Su rostro estaba amoratado de emoción. Las venas de su frente sobresalían visiblemente.
—No puedes detenerme —dijo el hombre con voz estremecedoramente calma—. Soy un ciudadano de la Ecumene Dorada; tengo derechos. Sin importar lo que fuera antes, ahora soy una entidad autoconsciente, y puedo hacerme lo que desee. Si quiero continuar siendo el yo que soy ahora, es mi derecho. ¡Nadie me posee! ¡Esa regla se aplica a todos en nuestra utopía!
—A todos menos a ti. Perteneces al mando militar. Haces y mueres como se te ordena.
—¡No! —gritó el hombre.
El perro le dijo al puñal:
—No me molestan las violaciones de derechos de propiedad intelectual. Si tanto quiere usar mi plantilla durante un rato... ¿No podéis dejarle...? ¿No tenéis otras copias de él?
—Regresa a tu deber. Regresa a tu propia identidad —le dijo el arma al hombre.
—¡Soy un ciudadano de la Ecumene! ¡Puedo ser quien desee! ¡Soy un hombre libre!
—Sólo tú, mariscal Atkins, no eres ni puedes ser libre. Es el precio que pagas para que otros lo sean.
—¡Dafne! ¡Me harán olvidar que te amo! ¡No los dejes! ¡Dafne, Dafne!
Llorando, el hombre sin nombre cayó de bruces. Un momento después, con aire levemente embarazado o divertido, el rostro severo, Atkins se incorporó.
—Diantre, esta operación ha sido un auténtico berenjenal —murmuró.
Atkins habló con el puñal unos minutos, tomando decisiones y escuchando los rápidos informes concernientes a los detalles del procedimiento de limpieza que la mente bélica del arma había iniciado.
—¡No desmanteles el proyector de partículas fantasma del núcleo impulsor! —advirtió el perro maniquí con la voz de Faetón.
Atkins miró al perro. Dijo (quizá con cierta brusquedad, pues no estaba de buen talante):
—¿Cuál es el problema? El chico malo ha muerto. La guerra ha terminado. Quizás haya un interruptor de emergencia o un programa de venganza demorada en estas cosas. Mejor desmantelarlas antes de que pase algo raro.
—Con todo respeto, mariscal, no es buena idea. Primero, son los únicos modelos funcionales existentes de lo que equivale a una tecnología de la Ecumene Silente. Segundo...
Atkins hizo un gesto lacónico y desdeñoso con la katana.
—Suficiente. Gracias por tu interés, pero ya he decidido cómo manejar esto.
—Interesante concepto, pero irrelevante, pues ese proyector es de mi propiedad, ya que se halla en mi nave y no posee otro propietario legítimo.
Creo que los herederos y legatarios de Ao Varmatyr murieron varios siglos atrás en otro sistema estelar.
—He tenido un día agitado, civil. No trates de enredarme con tu jerigonza sobre derechos legítimos. Todavía estamos en una situación militar; ésas son armas enemigas; y todavía estoy al mando.
—Pero acabas de declarar que la guerra ha terminado. Los derechos legítimos que mencionas son aquello que has jurado defender, soldado, y la única justificación para tu existencia más bien sangrienta. Estás aquí para protegerme, ¿recuerdas? Nunca me uní a tu jerarquía, mi cooperación es voluntaria, y eres mi huésped. Si, como huésped, excedes los límites de la cortesía y la conducta decente, estaría dentro de mis derechos expulsarte de esta nave.
Atkins perdió los estribos.
—¿Tratas de enzarzarte conmigo? Venga. Enzarcémonos. Si de enzarzarse se trata, soy el número uno, el campeón, el hijo de perra más rabioso, recio y demoledor, así que no me provoques.
El perro irguió las orejas, con aire de sorpresa.
—Sospecho, mariscal Atkins —dijo la voz de Faetón al cabo de una pausa—, que ambos estamos un poco agitados por los acontecimientos. Con toda franqueza, no estoy acostumbrado a la violencia, y estoy consternado ante el modo en que has manejado esta situación. Sospecho que todavía sufres de shock de memoria, y estás medio dormido. —El perro bajó la cabeza y continuó—: Pero yo, a diferencia de ti, no tengo excusa para mi conducta. Me dejé dominar por mis emociones, un vicio en el que un auténtico caballero nunca se complace. Ofrezco mis disculpas por ello.
Atkins inhaló profundamente y usó una antigua técnica para calmarse y equilibrar sus niveles de química sanguínea.
—Disculpa aceptada, y tienes la mía. No hablemos más del asunto. Creo que me defrauda un poco que no hubiera ningún oficial superior en todo esto, que nuestros rastreos de comunicaciones no nos llevaran al jefe del silente. Si es que tenía uno.
—Es lo que intentaba decirte, mariscal. Hubo señales periódicas emitidas desde esta nave desde que Jenofonte abordó el puente.
—¡Emitidas? ¿Cómo? ¡El casco es de admantio!
—Emitidas a través de las toberas, que estaban abiertas de par en par y derramaban energía en el universo.
—¿Con cierta dirección?
—En la medida en que puedo determinarlo, sí. Las señales estaban codificadas como partículas fantasma generadas por los disgregadores de Jenofonte.
—¿En qué dirección?
—No pude seguirles el rastro.
—Es lo que te correspondía hacer, amigo mío, mientras a mí me pateaban el trasero.
—No entendí la naturaleza de la señal hasta que Jenofonte alardeó de la tecnología y la describió. Esta tecnología de partículas fantasma no es una con la cual yo esté familiarizado, ni nadie en la Ecumene Dorada. Tuve que diseñar y construir nuevos tipos de equipo de detección mientras tú y Jenofonte hacíais todo ese barullo. Pero las emisiones se producen a intervalos regulares. Los disgregadores magnéticos todavía extraen potencia de mis células de combustible, cargándose para su próxima emisión. Todavía hay instrucciones activas en el circuito de emisión de la mente de la nave, escritas en esa encriptación silente que no puedo descifrar. Habrá una emisión direccional, o eso creo, pues también hay actividad en el dispositivo de navegación. Cuando llegue la próxima emisión, y es la segunda razón por la cual pido que no desmanteles mi proyector de partículas fantasma, espero seguir la señal hasta su receptor.
—El comandante de Jenofonte. El sofotec Nada.