La Trascendencia Dorada (20 page)

Read La Trascendencia Dorada Online

Authors: John C. Wright

Tags: #Ciencia-Ficción

BOOK: La Trascendencia Dorada
5.17Mb size Format: txt, pdf, ePub

Para controlar estas fuerzas infernales y angélicas, las paredes del interior de los hilos estaban moteadas de máquinas titánicas, construidas a tal escala que los sofotecs habían tenido que inventar nuevas ramas de la ingeniería y la arquitectura tan sólo para erigir estas estructuras. Estas máquinas guiaban esas energías, que a la vez, y a una escala jamás vista, afectaban a las energías y estados del manto del Sol y la zona inferior.

La Plataforma Solar batía el núcleo para distribuir cenizas de helio; la Plataforma disipaba las peligrosas «burbujas» de frió antes de que ascendieran a la superficie y crearan manchas solares; la Plataforma cerraba agujeros de la corona para sofocar fuentes de viento solar; la Plataforma desviaba corrientes de convección bajo la fotosfera de superficie. Esas corrientes desviadas a su vez desviaban otras, y una corriente se enredaba con otra para producir campos magnéticos de tamaño y fuerza impensables. Estos campos magnéticos forcejeaban con las complejas tramas magnetohidrodinámicas del Sol, fortaleciendo campos debilitados para controlar manchas solares, manteniendo un equilibrio magnetostático de gran escala para impedir eyecciones coronales de masa, impidiendo los bucles de reconexiones magnéticas que provocaban estallidos. La fuerza del Sol se volvía contra sí misma, de modo que todas estas actividades —estallidos, prominencias y manchas solares— eran frenadas y la turbulencia del flujo energético se desviaba hacia los polos desde el plano de la eclíptica, donde se congregaba la civilización humana. El proceso coronal por el cual la energía magnética se transformaba en energía térmica estaba regulado. Los vientos solares eran dóciles, regulares y parejos.

Era una tarea inimaginable, tan compleja y caótica como si un cocinero intentara controlar cada burbuja en una marmita de agua hirviente, y determinar dónde y cuándo se elevarían a la superficie para liberar su vapor. Compleja y caótica, sí, pero no tanto como para que los sofotecs solares no pudieran realizarla.

La cantidad e identidad de inteligencias electrofotónicas que vivían en la Plataforma era tan fluida y mutable como las corrientes de plasma solar que ellas guiaban. Y había muchos sistemas sofotécnicos, cientos de miles de kilómetros de cable, empalmes, cajas mentales, infórmatums, cascadas lógicas, piedras angulares. Un censo habría mostrado entre cien y mil sofotecs y sofotecs parciales, según las definiciones de sistemas y necesidades locales, combinadas en dos grandes supermentes o temas. El sector sofotec de la población era la vasta mayoría.

La parte de la Plataforma Solar que era adecuada para albergar sofotecs era tan pequeña, en comparación con la parte destinada a almacenar energía, que resultaba casi indetectable; la parte destinada a la vida biológica era aún más pequeña, pero aun así más grande que mil continentes del tamaño de Asia.

La vida biológica consistía en cuerpos especialmente diseñados para ese entorno, que no servían en ninguna otra parte, y en aquellas formas de vida animal o vegetal, construidas con criterio similar, que convinieran al uso, la comodidad o el placer.

Aunque otras formas hubieran sido más prácticas, el amo de este lugar era un Gris Plata, el fundador de los Gris Plata, y había decretado que las cosas que nadaban en ese medio que no era aire tuvieran aspecto de pájaros (al menos para sus sentidos), y que las formas de vida inmóvil (que estaban constituidas por estructuras moleculares de carbono en vez de ser, como la vida de la Tierra, principalmente hidrógeno y agua, y extraían los materiales de construcción de una sustancia más semejante al polvo de diamante que al suelo de la Tierra) tuvieran aspecto de árboles y flores.

Había pues parques y jardines, pajareras y junglas, en un lugar donde tales cosas no podían existir. No se ponía límite a su crecimiento: no podían expandirse en menos tiempo del que usaba el ejército de máquinas constructoras (hora tras hora y año tras año, corriendo por la punta de cada hilo, quemando plasma solar para generar elementos más pesados y elaborar más hilo) para crear más espacio para ellas.

En esa vastedad, más grande que mundos enteros, ciertas partes pequeñas estaban preparadas para la vida humana. Allí había palacios y parques, tiendas mentales, imaginariums, piscinas optimizadoras, relicarios para Taumaturgos y pirámides manifestadoras para composiciones colectivas. La vasta mayoría del espacio vital humano correspondía a Cerebelinas de la neuroforma global, cuya particular estructura de consciencia las hacía sumamente aptas para comprender el caos no lineal de la meteorología solar. La exótica arquitectura orgánico-fractal preferida por las Cerebelinas dominaba los espacios vitales.

Entre las neuroformas básicas, sin embargo, los humanos tenían (para sus sentidos, al menos) aspecto de hombres, y sus lugares tenían aspecto de lugares propios de los hombres, con cámaras y corredores, ventanas, muebles, pasillos. El amo del Sol así lo había querido.

Toda esta inmensidad estaba desierta, con una excepción. El ejército de artesanos, meteorólogos, artistas, retóricos, futurólogos. Taumaturgos solares, diseñadores de datos, intuicionistas, optimizadores y desoptimizadores que formaban la población y dotación de la Plataforma Solar con todas sus subsidiarias había partido, por nave o por radio, para celebrar la Gran Trascendencia.

Podía decirse que aun los sofotecs se habían ido, pues su actividad y atención se concentraban en esa suprema red de comunicaciones, orquestada por Aureliano, que se extendía desde las estaciones de radio orbitales heliosincrónicas (construidas para esta ocasión) hasta los oscuros confines del sistema solar, un tapiz viviente de mente e información que constituiría la base de la Trascendencia.

Alguien se había quedado. Todos los demás festejaban. Él no.

En la intersección de varios corredores, calzadas y sendas energéticas, se abría un ancho espacio con hileras de balcones que parecían asomarse sobre el mar de fuego que ardía sin cesar en el exterior. En medio de este espacio —donde varios puentes tendidos entre balcones y calzadas se cruzaban en el aire—, una rotonda daba sobre las calzadas oscuras, los corredores silenciosos, los balcones vacíos y el inconmensurable infierno de fuego.

En el centro de la rotonda, como una pequeña colina escalonada, se elevaban gradas de cajas mentales. Cada caja apuntaba un espejo energético hacia un trono central, como flores que elevaran su rostro hacia la luz del sol. Los espejos estaban oscuros.

A ambos lados de ese trono había cofres enjoyados que contenían pensamientos y recuerdos, gobernadores de secciones distantes de la Plataforma, y estaciones optimizadoras para enlace mental con los sofotecs. Todos estaban inactivos.

Helión estaba solo, con su armadura pálida como hielo.

Su mirada era sombría, y arrugas de amargura le aureolaban la boca. En sus mandíbulas, un músculo estaba tenso. Miraba sin ver.

Se puso rígido.

—Reloj —preguntó—, ¿qué hora es?

El reloj de su izquierda despertó y habló:

—¿Cómo podemos nosotros, que vivimos en las cercanías del furibundo Sol, medir la sombra de un gnomon para atestiguar el tiempo? Aquí reina eterna medianoche, pues para nosotros el Sol siempre está debajo. ¡Bonita paradoja!

Helión torció los ojos en una mueca de irritación, pero habló con voz impasible.

—¿Por qué te mofas de mi, reloj?

—¡Porque has olvidado el día, poderoso Helión! Es la Penúltima Noche, la noche anterior a la Trascendencia, la noche que otrora se llamaba Noche de los Señores.

La Noche de los Señores, en la víspera de la Trascendencia, era por tradición el momento en que cada hombre, semihombre, mujer, bimorfo, neutraloide, clon y niño recibía, en simulación, control de toda la Ecumene. Cada cual se transformaba, al menos en su mente, en señor de la Ecumene por un día. Cada cual veía cumplidos todos sus deseos. Cada cual podía aplicar sus propias teorías acerca de lo que andaba mal con el mundo, y las consecuencias de sus actos eran desarrolladas con lógica implacable por los simuladores.

La tradición se inició durante la Primera Trascendencia, muchos milenios atrás, bajo la tutela de Litio Sofotec. Sin embargo, tras reiteradas desilusiones, fracasos y resultados trágicos (sufridos por personas que no habían elaborado muy bien sus teorías sobre el mundo), la Noche de los Señores se transformó en la noche en que la Mente Terráquea daba moderados consejos acerca de cómo mejorar y aplicar con realismo algunas de las extrapolaciones que pronto serian sometidas al análisis de la Trascendencia.

La noche anterior a la Trascendencia era el último período de prueba para las posibles extrapolaciones, la evaluación preliminar de los futuros posibles antes de iniciar la tarea real de escoger un futuro.

Helión no necesitaba preliminares. Su visión del futuro, patrocinada por los Siete Pares, ya había sufrido una revisión mucho más exhaustiva de lo que podía ser un examen de Penúltima Noche.

—¿Por qué estás despierto —continuó el reloj— en vez de estar sumido en tus sueños? ¡Aureliano Sofotec prometió que esta Trascendencia se extendería más lejos en el futuro y más hondo en la Mente Terráquea que cualquier intento milenario previo! En conjunto, toda la humanidad y la transhumanidad puede ir más allá del fondo del mar de sueños; sin duda necesitarás más de un día para pasar del Sueño Superficial al Sueño Profundo, para prepararte para lo venidero. ¿Por qué sigues despierto?

No tenía sentido discutir con un reloj. Era un artilugio de inteligencia limitada, no un auténtico sofotec, y hacía tiempo había recibido instrucciones de recordarle sus citas y compromisos. En este caso, con un festivo inminente, el reloj estaba de ánimo jovial y despreocupado: tales era sus órdenes. No tenía sentido irritarse.

—Te envidio, máquina retardada. No tienes yo ni alma que perder.

El reloj guardó silencio. Quizá su mente simple entendiera vagamente la pesadumbre de Helión. O quizás hubiera recibido el peligroso don de una mayor inteligencia durante la Sexta Noche, la Noche de los Cisnes, cuando la Mente Terráquea otorgaba sabiduría e intuición a todas las máquinas «patito feo», las que tenían más potencial para el crecimiento de lo que permitían sus circunstancias actuales.

—No pensarás matarte, ¿verdad? —dijo cautamente el reloj.

—No. He agotado todas las posibles variaciones sobre esa escena. He reproducido tantas veces la inmolación final de mi último yo que parece que toda mi memoria estuviera en llamas. Pero en ese recuerdo no puedo evocar, no puedo reconstruir lo que pensaba entonces. ¿Qué intuición tuve que me hizo reír, aunque agonizaba? ¿Qué epifanía comprendió esa parte muerta de mi, una comprensión tan profunda que habría cambiado mi vida para siempre, si hubiera vivido? ¡Una intuición ahora perdida! Y con ella, toda mi vida...

Se sumió de nuevo en un silencio taciturno. El cuestionamiento de la identidad de Helión por parte de Faetón era una de las muchas cosas que se decidirían durante la múltiple complejidad de la Trascendencia. Tanto él como la Curia, y todos los demás, serían uno en la Trascendencia, y serían agraciados con mayor sabiduría y plenitud de pensamiento de la que había existido durante un milenio, así que Helión había aceptado, por cortesía hacia el tribunal, dejar que la Mente Trascendente resolviera el asunto.

Eso había sido cuando aún tenía esperanzas de reconstruir sus recuerdos faltantes, de hallar su yo perdido.

Esa esperanza se había extinguido. Sabía que la decisión del tribunal iría contra él.

—Perdí una sola hora de mi vida —dijo Helión—. Pero en esa hora, perdí todo. Dije que veía la cura para el caos que había en el corazón de todo. ¿Cuál era esa cura? ¿Qué supe? ¿En qué yo me transformé en esa hora, ese yo que ahora he perdido?

Silencio.

—¿Esto significa que no irás mañana a las celebraciones? —preguntó el reloj con voz lenta y simple.

Helión no respondió.

—Señor... —dijo el reloj.

—Cállate. Déjame con el tormento de mis reflexiones...

—Pero, señor, me pediste que...

—¿No ordené que te callaras?

—Señor, me pediste que te avisara cuando alguien se aproximara.

—Aproximara... —Helión se enderezó en su trono, con los ojos brillantes y alerta. ¿Quién podía estar ahí en vísperas de la Trascendencia?

Con un segmento de la mente (que él podía dividir para que realizara muchas tareas paralelas al mismo tiempo) Helión envió un mensaje a Control de Tráfico de Descenso, exigiendo una explicación. Pero el sofotec de Descenso estaba ocupado con tareas previas a la Trascendencia; sólo una mente parcial limitada estaba de guardia, una copia de un escudero de Helión, Leukios.

—No se aproxima ninguna nave, señor —respondió—. Ya ha atracado.

—¿Atracado? ¿Cómo ha atracado una nave?

—Siguiendo la rutina normal. Activé los generadores de campo magnetohidrodinámico para crear una corriente protectora que se elevara más allá de la corona básica y formar así una zona de plasma más frío a través de la cual pudiera descender la nave. Envié un informe hace una hora. Tu senescal se negó a pasar el mensaje, afirmando que habías ordenado que todos los sistemas de servidumbre te dejaran a solas.

Con otro segmento de la mente ejecutó un chequeo de identidad. Como los sofotecs estaban ausentes, no sabía con quién hablaba, con qué tipo o nivel de mente, ni qué indicaban los símbolos de voz, pero recibió una respuesta:

—Helión, tu huésped está protegido por los protocolos de la Mascarada. No hay identificación disponible.

—Dime al menos dónde está el intruso.

—Eso escapa al alcance de mis deberes.

—Entonces pásame con tu supervisor.

—Mi supervisor es Helión de los Gris Plata, el único ser sapiente que hay a bordo de la Plataforma...

Con un tercer segmento de la mente, interrogó a su corifeo, una mente parcial que tenía la tarea de contar y coordinar los movimientos de hombres y animales por la vastedad de la Plataforma Solar. Helión tenía años suficientes para recordar los días en que se necesitaban mentes policiales y circuitos vigía para evitar que la gente invadiera la propiedad o privacidad de otros. Su corifeo incluía una submente de seguridad que databa de fines de la Era Sexta, uno de los más viejos criados a sus órdenes.

—Tu visitante está a ciento veintiocho metros de distancia, aproximándose desde el principal corredor axial de la sección de mando. Hilo Dorado Mayor, Centro Cero, Heliópolis Mayor.

Other books

Tuvalu by Andrew O'Connor
Darkness Under the Sun by Dean Koontz
Mist on Water by Berkley, Shea
Rain & Fire by Chris d'Lacey
Hot Zone by Sandy Holden
Evil In Carnations by Kate Collins
The Four-Fingered Man by Cerberus Jones
Make You Mine by Macy Beckett
The Eighth Commandment by Lawrence Sanders