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Authors: Marion Zimmer Bradley

Tags: #Ciencia ficción, Fantasía

La Torre Prohibida (26 page)

BOOK: La Torre Prohibida
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Y la tormenta ya no estaba. Yacía en su cama, en su dormitorio, en Armida. Fuera la tormenta se calmaba, pero el fuego de la chimenea de la habitación se había reducido a ascuas, A la tenue luz podía vislumbrar a Calista, ¿o sería Ellemir, que había dormido con su hermana desde la noche en que el reflejo psi que ella no había podido controlar los había atacado en medio del amor?

Durante los primeros días posteriores al intento de asesinato de Dezi, él había hecho poca cosa salvo dormir, ya que sufría las secuelas de una conmoción leve, el shock y la exposición a la intemperie. Se tocó la herida de la frente, todavía no cicatrizada. Damon le había sacado los puntos un par de días antes, y los bordes empezaban a unirse limpiamente. Le quedaría una cicatriz pequeña. No necesitaba cicatriz para recordar la manera en que había sido arrancado de los brazos de Calista, mientras una fuerza semejante a un rayo le atravesaba el cuerpo. Recordó que, en los viejos tiempos, en Terra, una de las formas favoritas de tortura consistía en aplicar un electrodo sobre los genitales. Sin embargo, no había sido culpa de Calista: el shock que experimentó al saber lo que había hecho casi la había matado también.

Ella estaba todavía en cama, y a Andrew no le parecía que mejorara. Sabía que Damon estaba preocupado por ella. Le administraba pócimas de hierbas de olor extraño, y discutía largamente el estado de la joven, con palabras de las cuales Andrew apenas entendía una décima parte. Se sentía totalmente inútil. E incluso cuando empezó a mejorar, cuando empezó a desear actividad, no pudo tampoco concentrarse y perderse en las tareas habituales de la finca. Con la época de las tormentas, toda la actividad quedaba suspendida. Un puñado de criados, utilizando túneles subterráneos, se ocupaba de los animales de silla y de aquellos que proporcionaban leche a la casa. Un puñado de jardineros se ocupaban de los invernaderos, Andrew estaba nominalmente a cargo de todo, pero no tenía nada que hacer.

Sabía que, sin Calista, no había nada que pudiera retenerle aquí, y no había estado a solas con ella ni un momento desde el fiasco. Damon había insistido en que Ellemir durmiera con ella y que nunca, ni siquiera durante el sueño, la joven debía sentirse sola, y para ello la persona más indicada para acompañarla era su melliza.

Ellemir la había cuidado incansablemente, noche y día. En cierto sentido, Andrew agradecía a Ellemir sus tiernos cuidados, pues él poca cosa podía hacer por Calista. Pero al mismo tiempo, le ofendía, le ultrajaba estar aislado de su esposa, sobre todo por la manera en que ese aislamiento acentuaba la fragilidad de la hebra que le unía a Calista.

Él hubiera querido cuidarla, alimentarla, alzarla... pero no le dejaban solo con ella ni un momento, y también eso le ofendía. ¿Acaso creían que si dejaban sola a Calista, Andrew caería sobre ella como un animal salvaje, para violarla? Maldición, pensó, era más probable que de ahora en adelante tuviera pánico de rozarla siquiera con un dedo. Simplemente me gustaría estar con ella. Ellos le decían que la joven necesitaba saber que él aún la amaba, pero actuaban como si no se atrevieran a dejarles solos ni un minuto...

Dándose cuenta de que sólo estaba andando en círculos y recontando obsesivamente frustraciones con las que nada podía hacer, giró en la cama, desasosegado, y trató de volverse a dormir. Escuchó la tranquila respiración de Ellemir, y el suspiro inquieto de Calista cuando la joven cambió de posición. Buscó contacto mental con ella, sintió su roce leve dentro de la mente. Estaba profundamente dormida, drogada con otro de los remedios de hierbas de Damon o de Ferrika. Le gustaría saber qué le estaban administrando, y por qué. Confiaba en Damon, pero le hubiera gustado que Damon confiara en él un poco más.

Y también la presencia de Ellemir significaba una sorda irritación, tan semejante a su hermana melliza, pero rosada y saludable cuando Calista estaba pálida y enferma...

Era Calista tal como debía haber sido. El embarazo, a pesar de haberse frustrado tan pronto, había suavizado su cuerpo, acentuando el contraste con la profunda delgadez de Calista. Maldición, no debía pensar en Ellemir. Era la hermana de su esposa, la esposa de su mejor amigo, la única mujer prohibida para él. Además, era telépata y debía captar la idea, que la pondría endiabladamente incómoda. Una vez, Damon le había dicho que, en una familia de telépatas, un pensamiento lascivo era el equivalente psicológico de una violación. No le importaba lo más mínimo Ellemir —era tan sólo su cuñada—, sólo que le hacía pensar en Calista tal como sería si fuera saludable y estuviera libre del dominio de la condenada Torre.

Era tan amable con él

Al cabo de un rato volvió a caer en el sueño, empezó a soñar otra vez.

Estaba en el pequeño refugio de pastores al que Calista, desplazándose por el supramundo, el mundo del pensamiento y la ilusión, le había llevado en medio de la tormenta, después del accidente de avión. No, no era el refugio de pastores sino la extraña estructura amurallada que Damon había construido en sus mentes, que tan solo era real en sus cerebros pero que tenía entidad propia en el reino de las ideas, de modo que podía ver incluso las piedras y ladrillos que la componían. Se despertó, como le había ocurrido entonces, bajo una luz tenebrosa, y vio a la muchacha que yacía junto a él, una forma en sombras, inmóvil, dormida. Tal como había hecho entonces, tendió los brazos hacia ella sólo para descubrir que no estaba allí en absoluto, que no estaba en esta dimensión sino que su forma, a través del supramundo, que según le explicó era la red energética que duplicaba el mundo real, había llegado a él a través del espacio y tal vez también del tiempo, adquiriendo una forma engañosa. Pero ella no le había engañado.

Le miró esbozando una sonrisa grave, y le dijo, con cierta picardía: «Ah, esto sí que es triste. La primera vez que me acuesto con un hombre, y no estoy en condiciones de disfrutarlo.»

«Pero estás aquí conmigo, amada» susurro él y la abrazó, y esta vez sí la sintió en sus brazos, cálida y adorable, alzando la cara para recibir su beso, apretándose contra él con tímida ansiedad, tal como, por un momento, había ocurrido una vez.

«¿Acaso esto no es prueba suficiente para ti, amor?» La atrajo hacia sí, y sus labios se juntaron, mientras sus cuerpos se unían. El volvió a sentir el dolor y la urgencia de la necesidad, pero tenía miedo. Había alguna razón para no tocarla... y de pronto, en ese momento de tensión y miedo, ella le sonrió y fue Ellemir quien estaba en sus brazos, tan parecida y tan distinta a su melliza.

El dijo «¡No!» y la alejó de sí, pero las manos de ella, pequeñas y fuertes, volvieron a atraerlo. Ella le sonrió y le dijo: «Le dije a Calista que te dijera que estoy dispuesta, tal como se cuenta en la balada de Hastur y Cassilda.» Él miró a su alrededor, y vio a Calista que les miraba sonriente...

Y se despertó sobresaltado y avergonzado. Se sentó en la cama y miró fijamente a su alrededor para asegurarse de que en realidad nada había ocurrido, nada. Era de día, y Ellemir, bostezando, somnolienta se deslizó de la cama y quedó allí de pie, cubierta por un delgado camisón. Rápidamente, Andrew desvió los ojos de ella.

Ella ni siquiera lo advirtió —para ella, él no era en absoluto un hombre—, sino que siguió caminando frente a él a medio vestir, manteniéndole constantemente pendiente, con una sorda frustración que en realidad no era en absoluto sexual... Él recordó que estaba en el mundo de
ellos
, y que era él quien debía habituarse a
sus
costumbres en vez de obligarles a aceptar las suyas. Era su propio estado de frustración, y el vergonzoso realismo del sueño que había tenido, lo que lo tornaba casi penosamente consciente de la joven. Pero a medida que el pensamiento se volvía más claro, ella giró lentamente hacia él y le miró. Su mirada era circunspecta, pero le sonrió', y de pronto él recordó el sueño y supo que de alguna manera ella lo había compartido, que los pensamientos de él, su deseo, se habían entretejido de algún modo en el sueño de ella.

¿Qué endemoniada clase de hombre soy? Allí está mi esposa, gravemente enferma, quizás apunto de morir, y yo aquí, deseando a su melliza...
Trató de evadirse para impedir que Ellemir captara el pensamiento. La esposa de mi mejor amigo.

Sin embargo, las palabras del sueño persistían en su mente:
Le dije a Calista que te dijera que estoy dispuesta...

Ella le sonrió, pero parecía preocupada. Él sintió que debía disculparse por sus pensamientos. Pero en cambio, ella le dijo, muy suavemente:

—Está bien, Andrew.

Por un momento, no pudo creer que la joven había dicho esas palabras en voz alta. Parpadeó, pero antes de que pudiera pensar qué decir, ella ya había reunido sus ropas y se había marchado al baño.

Andrew fue silenciosamente hasta la ventana y miró la tormenta que ya remitía. Hasta donde alcanzaba su vista, todo se veía blanco, apenas enrojecido por la luz del gran sol rojo, que se asomaba tímidamente entre los bordes matizados de las nubes. Los vientos habían amontonado la nieve dándole el aspecto de dunas de helado, que se erguían como olas de algún océano duro y blanco, cubriendo todo lo visible hasta las borrosas montañas distantes. A Andrew le pareció que el clima era un reflejo de su propio estado de ánimo: gris, sombrío, insufrible.

¡Qué frágil, después de todo, era el vínculo que le unía a Calista! Y no obstante, sabía que jamás podría regresar. También había descubierto dentro de sí muchas profundidades, muchas rarezas que le resultaban ajenas. El antiguo Carr, el Andrew Carr del Imperio Terrano, había dejado de existir por completo aquel día, ya lejano, en el que Damon los puso a todos en contacto telepático por medio de la matriz. Cerró los dedos sobre la suya, dura y helada dentro de la pequeña bolsa aislante que pendía de su cuello, y supo que ése era un gesto darkovano, un gesto que había visto hacer a Damon cien veces. Con ese gesto automático, volvió a sentir la extrañeza de su nuevo mundo.

Nunca podría regresar. Debía construirse una nueva vida aquí, o pasar los años que le quedaban como un espectro, una nada, sin identidad.

Hasta unas pocas noches antes, había sentido que estaba en camino de construirse una nueva vida. Tenía un trabajo que valía la pena hacer, una familia, amigos, un hermano y una hermana, un segundo padre, una esposa amante y amada. Y entonces, con la caída de un rayo invisible, todo su nuevo mundo se había hecho pedazos en torno a él, y la sensación de ser un extraño había vuelto a encerrarle. Se ahogaba en ella, se hundía... Hasta Damon, habitualmente tan cercano y amistoso, su hermano, se había tornado frío y extraño.

¿O era el mismo Andrew quien ahora percibía extrañeza en todas las cosas y las personas?

Vio que Calista se movía y, temeroso de repente de que sus pensamientos pudieran perturbarla, juntó sus ropas y se marchó a bañarse y vestirse.

Cuando regresó, Calista se había despertado y Ellemir la había preparado para el día, poniéndole un camisón limpio, lavándola, trenzándole el pelo. Habían traído el desayuno, y Damon y Ellemir estaban allí, esperándole en torno a la mesa en la que los cuatro habían comido desde el principio de la enfermedad de Calista.

Pero Ellemir seguía aún junto a Calista, preocupada. Cuando Andrew llegó, la joven, con voz que revelaba una inquietud profunda, dijo:

—Calista, me gustaría que permitieras que Ferrika te hiciera una revisión. Sé que es joven, pero fue adiestrada en la Casa del Gremio de las Amazonas, y es la mejor comadrona que hemos tenido en Armida. Ella...

—¡Los servicios de una comadrona —dijo Calista—, son lo último que necesito, y es probable que no los necesite jamás!

—De todos modos, Calista, ella conoce muy bien todos los trastornos femeninos. Sin duda podría hacer más por ti que yo. Damon —preguntó—, ¿qué te parece?

Él se hallaba de pie junto a la ventana, mirando la nieve. Se volvió y les miró, frunciendo un poco el ceño:

—Nadie siente más respeto que yo por las aptitudes y el adiestramiento de Ferrika, Elli. Pero no sé si tendrá la experiencia necesaria para ocuparse de este caso. No es algo normal, ni siquiera en las Torres.

—¡No comprendo nada de esto! —Dijo Andrew—. ¿Se trata solamente del inicio de la menstruación? Si se trata de eso, tal vez... —Se dirigió a Calista—. ¿Qué daño te haría que Ferrika te examinara?

Calista sacudió la cabeza.

—No, hace varios días que se terminó. Creo... —y miró a Damon, riéndose— que simplemente estoy aprovechándome, por perezosa, de las debilidades femeninas.

—Querría que sólo fuera eso, Calista —dijo Damon, y se acercó para sentarse a la mesa—. Me gustaría poder pensar que podrías levantarte hoy. —La observó lentamente, mientras untaba con mantequilla una rebanada de pan con nueces. Ella se la llevó a la boca y la masticó, pero Andrew no vio que se la tragara.

Ellemir cortó una rebanada de pan.

—¡Tenemos una docena de criadas en la cocina, y si falto uno o dos días, el pan es incomible!

Andrew pensó que el pan se veía como siempre: caliente, fragante, de rústica textura, harina mezclada con las nueces que constituían la alimentación habitual de Darkover. Estaba fragante por las hierbas, y tenía buen sabor, pero al probarlo Andrew descubrió que le disgustaba la textura extrañamente gruesa, y el sabor de especias poco habituales. Calista tampoco comía, y Ellemir parecía preocupada.

—¿Hago traer alguna otra cosa para ti, Calista? —preguntó la joven.

Calista sacudió la cabeza.

—No, de verdad, no puedo, Elli. No tengo hambre...

No había comido nada durante muchos días. En nombre de Dios, pensó Andrew, ¿qué es lo que le ocurre?

—¿Lo ves, Calista? —Dijo Damon con súbita aspereza—. ¡Es lo que te dije! Has sido operaria de matrices durante cuánto tiempo... ¿nueve años? ¡Sabes muy bien qué significa que no puedas comer!

Ella pareció atemorizada.

—Lo intentaré, Damon —dijo—. De veras lo intentaré —y tomó una cucharada de la fruta cocida que tenía en el plato, tragándola con dificultad. Damon la observó, preocupado, pensando que no era eso lo que él pretendía, forzarla a fingir hambre cuando en realidad no lo sentía.

—Si el clima mejorara —dijo, observando las dunas de crema batida de la nieve, teñidas de púrpura por la luz—, enviaría a alguien hasta Neskaya. Tal vez la
leronis
podría venir a cuidarte.

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