Se preguntaba si ella preferiría que él durmiera en otra parte, pero cuando se lo preguntó, ella respondió con timidez:
—No, me gusta tenerte cerca.
Se le ocurrió que tal vez esta intimidad, asexuada como era, era un primer paso necesario del nuevo despertar de ella.
Cuarenta días después de la boda, los vientos y las celliscas dieron paso a densas nevadas, y Andrew ocupó su tiempo, día tras día, en hacer los arreglos para el invierno de los caballos y el resto del ganado, acumulando pienso en áreas resguardadas, inspeccionando y aprovisionando los refugios de los pastores de los valles más altos. Solía pasarse días enteros fuera, sobre la montura, y las noches en refugios o en las granjas más lejanas que formaban parte de la enorme propiedad.
Durante este tiempo advirtió hasta qué punto
Dom
Esteban había estado en lo cierto al exigir una fiesta de bodas. En ese momento, sabiendo que la boda habría sido legal con tan sólo uno o dos testigos, Andrew se había enfurecido con su padre político, que no había permitido que su matrimonio se celebrara en la intimidad. Pero aquella noche de bromas pesadas y procaces lo había convertido en uno más de ellos, no en un desconocido venido de cualquier parte, sino en el hijo político de
Dom
Esteban, el hombre a quien habían visto casarse. Eso le había ahorrado años de esfuerzos destinados a ganarse un lugar entre ellos.
Una mañana se despertó escuchando el repiqueteo de la nieve contra los cristales, y supo que había llegado la primera tormenta del invierno. Hoy no podría salir ni cabalgar. Se quedó allí tendido, escuchando el viento que gemía en las alturas de la vieja casa, revisando mentalmente la disposición de suministros. Aquellas yeguas de cría que estaban en los pastos, junto a las cumbres gemelas... bien, había suficiente pienso acumulado en los refugios, y un arroyo, le había dicho el viejo encargado de los caballos, que nunca se helaba por completo... se arreglarían. Debería haber separado de la manada a los potrillos jóvenes —podía haber peleas—, pero ahora ya era tarde.
Del otro lado de los cristales asomaba una luz gris, que atravesaba el blanco reflejo de la nieve. Hoy no habría sol. Calista estaba inmóvil en la cama del otro extremo del cuarto, de espaldas a él, por lo que sólo podía ver sus trenzas sobre la almohada. ¡Ella y Ellemir eran tan diferentes! Ellemir siempre estaba despierta y activa al alba, Calista nunca se despertaba hasta que el sol no estaba alto. Pronto escucharía a Ellemir moverse en la otra mitad de la suite, pero todavía era temprano, incluso para ella.
Calista gritó en sueños, un grito de terror, ¿otra vez alguna pesadilla de la época que había pasado prisionera de los hombres-gato? De una zancada, Andrew fue hasta ella, pero se incorporó, bien despierta y de manera súbita, mirando a través de él, con el rostro pálido y consternado.
—¡Ellemir! —gritó, conteniendo el aliento—. ¡Debo ir a verla!
Y sin dirigirle ni una palabra ni una mirada, salió de la cama, envolviéndose en una bata, y corrió hacia la zona central de la suite.
Andrew observó, desalentado, pensando en el vínculo entre mellizos. Había sido vagamente consciente del vínculo telepático que existía entre Ellemir y su hermana, aunque las mellizas respetaban su mutua intimidad. Si la señal de peligro de Ellemir había llegado a la mente de Calista, sin duda debía haber sido intensa. Preocupado, empezó a vestirse. Se estaba atando las botas cuando escuchó a Damon en la sala de su suite. Fue a buscarlo, y el rostro sonriente de su amigo disipó sus temores.
—Debes haberte preocupado cuando Calista salió corriendo tan súbitamente. Creo que por un momento Ellemir también tuvo miedo, pero me parece que fue más sorpresa que otra cosa. A muchas mujeres no les pasa nada, y además Ellemir es muy sana, pero supongo que ningún hombre sabe demasiado de esto.
—Entonces, ¿no está enferma?
—Si lo está, no es nada que no se cure en el momento adecuado —dijo Damon, riéndose, pero de inmediato volvió a. ponerse serio—. Por supuesto, ahora se siente mil pobrecita, pero Ferrika dice que esta etapa pasará en unos diez días más o menos, de forma que la dejé a su cuidado, y con Calista para que la consolara. Un hombre poco puede hacer por ella. Andrew, sabiendo que Ferrika era la comadrona de la propiedad, adivinó de inmediato cuál debía ser la indisposición de Ellemir.
—¿Tenéis por costumbre felicitar a los afortunados?
—Por descontado —dijo Damon con una sonrisa luminosa—. Pero es más adecuado felicitar primero a Ellemir. ¿Bajamos a decirle a
Dom
Esteban que debe esperar un nieto para después del Solsticio de Verano?
Esteban Lanart se mostró encantado al recibir la noticia. Dezi comentó, con una mueca maliciosa:
—Veo que estás muy ansioso por tener tu primer hijo de acuerdo con el programa. ¿De verdad te sientes tan obligado por el calendario que te dio Domenic, pariente?
Por un momento Andrew creyó que Damon le tiraría su taza por la cabeza pero se controló.
—No, más bien esperaba que Ellemir tuviera uno o dos años en los que pudiera estar libre de esas preocupaciones. No sucedería lo mismo si yo fuera heredero de algún Dominio y tuviera una imperiosa necesidad de tener .hijos. Pero ella quería un hijo de inmediato y la elección fue suya.
—Eso es típico de Elli, sin duda —dijo Dezi, abandonando su actitud maliciosa y sonriendo—. Tiene en brazos a todos los bebés que nacen aquí antes de que la criatura cumpla diez días. Iré a felicitarla cuando se sienta mejor.
—¿Cómo está ella, Calista? —preguntó
Dom
Esteban cuando la joven entró en la habitación.
—Está durmiendo —dijo Calista—. Ferrika le dijo que se quedara en cama tanto como pudiera por las mañanas, mientras no se sienta bien, pero bajará después del mediodía.
Se sentó junto a Andrew, pero eludió sus ojos, y él se preguntó si ver a Ellemir embarazada la habría entristecido. Por primera vez se le ocurrió que tal vez Calista deseara un hijo; supuso que algunas mujeres los deseaban, aunque a él nunca le había parecido demasiado importante.
La tormenta rugió durante más de diez días, mientras la nieve caía densamente. Después, se aclaró el cielo y fuertes vientos convirtieron la nieve en ráfagas impenetrables, hasta que volvió a nevar. Todo trabajo se interrumpió en la propiedad. Por medio de túneles subterráneos, algunos criados se ocupaban de los caballos de silla y de las vacas lecheras, pero poca cosa más podía hacerse.
Armida parecía silenciosa ahora que Ellemir ya no alborotaba por las mañanas. Damon, ocioso a causa de la tormenta, pasaba mucho tiempo junto a ella. Lo perturbaba ver a la activa Ellemir allí tendida, pálida y sin fuerzas, hasta muy tarde, pero Ferrika se rió de su preocupación, diciéndole que todos los esposos se sentían así cuando su esposa quedaba embarazada por primera vez. Ferrika era la comadrona de Armida, responsable de cada niño que nacía en las aldeas de los alrededores. Sin duda, era una responsabilidad tremenda, para la que ella era demasiado joven; sólo el año anterior había sucedido a su madre en ese trabajo. Era una mujer calmada, firme, de cuerpo redondeado, pequeña y de pelo claro, y como sabía que era demasiado joven para ese cargo, ocultaba el pelo, severamente, bajo una cofia, y se vestía con ropas sobrias y sencillas, tratando de parecer mayor.
La casa se tambaleaba sin las eficientes manos de Ellemir al timón, a pesar de que Calista hacía todo lo que podía.
Dom
Esteban se quejaba de que, a pesar de que tenían una docena de mujeres encargadas de la cocina, el pan era incomible. Damon sospechaba que simplemente echaba de menos la compañía de Ellemir, su alegría. El anciano estaba gruñón y caprichoso, y había convertido la vida de Dezi en un suplicio. Calista se dedicó a su padre, tocando el arpa para él y cantándole viejas baladas y canciones, pasándose horas a su lado, jugando a las cartas, o acompañándole mientras hacía sus labores de costura y escuchaba pacientemente los interminables relatos de las campañas y batallas en las que él había participado durante los años que había estado al mando de los Guardias.
Una mañana, al bajar a la planta baja, Damon encontró el salón colmado de hombres, que en general trabajaban, cuando el clima era mejor, en los campos y los pastos cercanos. En el centro de estos hombres se encontraban
Dom
Esteban en su silla, hablando con tres de ellos todavía cubiertos de nieve y vestidos con pesadas ropas de abrigo, para protegerse del frío exterior. Les habían cortado las botas para sacárselas, y Ferrika estaba arrodillada ante ellos, examinándoles las manos y los pies. El rostro redondo y agradable de la joven tenía una expresión de preocupación; hubo alivio en su voz cuando alzó los ojos y vio que Damon se acercaba.
—¡Lord Damon, tú que fuiste oficial médico en la Guardia, ven a ver esto!
Perturbado por el tono de Ferrika, Damon se inclinó para examinar los pies de uno de los hombres, y después exclamó consternado:
—Hombre, ¿qué te ha ocurrido?
El hombre que se hallaba ante él, alto, desgarbado, con pelo largo y áspero que caía en congelados rizos de duende sobre sus mejillas enrojecidas y curtidas, respondió en el enrevesado dialecto montañés.
—Nos quedamos nueve días atrapados por el frío,
Dom
, en el refugio que está junto al acantilado norte. Pero el viento derrumbó una pared y nos era imposible secarnos las botas y la ropa. Habríamos muerto de hambre, pues sólo teníamos alimentos para tres días, así que cuando la nieve remitió un poco nos pareció mejor tratar de llegar hasta aquí o a las aldeas. Pero hubo un alud en la ladera, y pasamos tres noches al aire libre, en las cornisas. El viejo Reine murió de frío y tuvimos que sepultarlo en la nieve, hasta el deshielo, con algunas piedras. Darrill tuvo que cargarme hasta aquí... —Indicó con un gesto sus pies helados y blancos, en manos de Ferrika—. No puedo caminar, pero no estoy tan mal como Raimon o Piedro.
Damon sacudió la cabeza, acongojado.
—Haré lo que pueda por ti, muchacho, pero no puedo prometerte nada. ¿Están todos tan mal como él, Ferrika?
La mujer sacudió la cabeza.
—Algunos apenas están heridos. Y otros, como puedes ver, están peor. —Señaló a un hombre cuyas botas cortadas dejaban ver unos jirones de piel ennegrecida y colgante.
En total, eran catorce hombres. Rápidamente, uno tras otro, Damon examinó a los heridos, separando a los menos afectados, que tenían unos pocos indicios de congelamiento en los dedos de los pies, las manos y en las mejillas. Andrew ayudaba al mayordomo, que les servía vino caliente y sopa.
—No les deis vino ni licores fuertes —ordenó Damon—, hasta que no sepamos con certeza en qué estado se encuentran.
Separando a los hombres menos dañados, dijo al viejo Rhodri, el mayordomo:
—Lleva a estos hombres al salón de abajo, y haz que te ayuden algunas de las mujeres. Lávales los pies con mucha agua caliente y jabón y... —Se volvió hacia Ferrika—. ¿Tienes extracto de espino blanco?
—Hay un poco en el cuarto de destilación, Lord Damon; le preguntaré a Lady Calista.
—Ponles compresas, después véndales los pies y ponles mucho ungüento. Manténlos calientes, dales tanta sopa y té caliente como deseen, pero ninguna bebida alcohólica.
Andrew lo interrumpió.
—Y en cuanto nuestra gente pueda pasar, debemos enviar un mensaje a sus mujeres, avisando que están bien.
Damon asintió, advirtiendo que eso era lo primero que debería haber recordado.
—Ocúpate de eso, ¿quieres, hermano?
Mientras Rhodri y los otros criados trasladaban a los menos afectados al salón inferior, él se dedicó a los hombres restantes, los que mostraban serios síntomas de congelamiento en manos y pies.
—¿Qué has hecho por éstos, Ferrika?
—Nada todavía, Lord Damon, esperaba que me aconsejaras. No había visto nada igual en muchos años.
Damon asintió, con expresión preocupada. Un congelamiento así, cuando él era niño, cerca de Corresanti, había dejado a casi la mitad de los hombres del villorrio sin dedos, amputados después de haber sufrido una grave congelación. Otros habían muerto debido a las terribles infecciones o a la gangrena.
—¿Qué harías?
Ferrika vaciló.
—No es el tratamiento usual aquí, pero yo sumergiría sus pies en agua un poco más caliente que la temperatura del cuerpo, pero sin que queme. Ya les he prohibido que se froten los pies, para que no se desprendan la piel. El congelamiento es profundo. Serán afortunados si sólo pierden la piel. —Con decisión, ya que Damon no contestó, la joven añadió—: Los rodearía de ladrillos calientes para estimular la circulación.
Damon asintió.
—¿Dónde aprendiste todo eso, Ferrika? Temí tener que prohibirte que aplicaras los remedios tradicionales, que sólo hacen que empeoren las cosas. Ése es el mismo tratamiento que se usa en Nevarsin, y tuve que luchar para imponerlo en Thendara, en la Guardia.
—Fui entrenada en la Casa del Gremio de las Amazonas en Arilinn, Lord Damon; allí entrenan a las comadronas de todos los Dominios, y saben mucho acerca del cuidado de las heridas. Dom Esteban frunció el ceño.
—¡Necedades de mujeres! —dijo—. Cuando yo era niño, me decían que nunca debía dar calor a un miembro congelado, sino frotarlo con nieve.
—Sí —agregó el hombre que tenía los pies hinchados y ennegrecidos—. Pedí a Narron que me frotara los pies con nieve. Cuando mi abuelo se congeló los pies, durante el reinado del viejo Marius Hastur...
—Yo conocí a tu abuelo —le interrumpió Damon—. Caminó con dos bastones hasta el final de sus días, y me parece que tu amigo trató de que tú corrieras la misma suerte, muchacho. Confía en mí, y será mejor para ti. —Se dirigió a Ferrika—. Ponles compresas y cataplasmas, no de agua caliente sola sino con espino negro, muy fuerte; eso hará que la sangre circule por los miembros hasta el corazón. Y dales también té de espino negro, para estimular la circulación. —Volvió dirigirse al herido—: Éste es el tratamiento que se usa en Nevarsin, donde el clima es mis duro que aquí, y los monjes dicen que gracias a él han salvado a hombres que, de otra manera, hubieran quedado mutilados de por vida.
—¿Y tú no puedes hacer nada más, Lord Damon? —rogó el hombre que se llamaba Raimon, y Damon, mirando los pies azulados, sacudió la cabeza.
—Verdaderamente no lo sé, muchacho. Haré todo lo que pueda, pero esto es lo peor que he visto. Es lamentable, pero...