Dentro de Damon, ese sonido resonó como un eco atemporal.
¿He destruido a todos los que amo? ¿A todos los que amo, a todos los que..., a todos los que amo?
—Dijiste que era por mí bien que me despedías de Arilinn, Leonie, que yo era demasiado sensible, que el trabajo me destruiría. —Había vivido con esas palabras durante años, se había ahogado en ellas, las había tragado amargamente, odiándose a sí mismo por vivir para escucharlas o para repetirlas. Nunca se le ocurrió dudar de ellas, ni por un instante... era la palabra de una Celadora, de una Hastur.
Atrapada, ella gritó:
—¿Qué otra cosa podría haberte dicho? —Y después, en un grito agónico—: ¡Algo está mal, terriblemente mal, en nuestro sistema para entrenar a los trabajadores psi! ¿Cómo puede estar bien sacrificar vidas enteras de esta manera? ¡La de Calista, la de Hilary, la tuya! —Y agregó, con indescriptible amargura—: La mía.
Si ella hubiera tenido el coraje, pensó Damon amargamente, o la honestidad de decirle la verdad, de decirle «uno de los dos debe marcharse, y yo soy Celadora y debo quedarme», él hubiera perdido Arilinn, sí, pero no se hubiera perdido a sí mismo.
Pero ahora había recuperado algo que había perdido cuando le despidieron de la Torre. Estaba entero otra vez, no destrozado como cuando Leonie le expulsó y él se creyó débil, inútil, alguien que no era lo suficientemente fuerte como para afrontar el trabajo que había elegido.
Algo estaba terriblemente mal en el sistema de entrenamiento de los trabajadores psi. Ahora hasta Leonie lo advertía.
Estaba consternado por la tragedia que veía en los ojos de Leonie.
—¿Qué quieres de mí, Damon? —susurró ella—. ¿Por qué estuve a punto de destruir tu vida por culpa de mi debilidad, mi honor de Hastur me obligará ahora a soportar sin una queja que tú destruyas mi vida en este momento?
Damon agachó la cabeza. Su prolongado amor, el sufrimiento que había logrado dominar, el amor que había creído desaparecido años atrás, le hicieron sentir compasión. Aquí, en el supramundo, donde ningún indicio de pasión física podía ser peligroso para el gesto o el pensamiento, tendió los brazos hacia Leonie y, tal como había anhelado hacer durante muchos años desesperanzados, la tomó en sus brazos y la besó. No importaba que sólo fueran imágenes, que en el mundo real estuvieran a diez días de distancia, que ella pudiera responder a su pasión tanto como Calista. Nada de eso importaba. Era un beso de amor tan desesperado como nunca lo había dado, como nunca volvería a darle a ninguna mujer viviente. Por un momento la imagen de Leonie onduló y fluyó hasta convertirse otra vez en la joven Leonie, radiante, casta, intocable, la Leonie por cuya presencia él se había desesperado durante tantos años solitarios, angustiados, y por la que se había atormentado por la culpa de desearla.
Después volvió a ser la Leonie de hoy, demacrada, gastada, ajada por el tiempo, que lloraba con un sonido desgarrador que a él le rompía el corazón.
—Vete ahora, Damon —susurró—. Vuelve después del Solsticio de Invierno y te guiaré hasta donde puedas buscar en el tiempo el destino de Calista y el tuyo. ¡Pero ahora, si queda algo de compasión en ti, vete!
El supramundo se estremeció como azotado por una tormenta, se desvaneció en la penumbra, y Damon se encontró de regreso en su habitación de Armida. Calista le miraba consternada y preocupada. Ellemir susurró:
—Damon, mi amor, ¿por qué lloras?
Pero Damon sabía que no podía responder.
Era innecesario, por Cassilda y por todos los Dioses. Era innecesario todo ese sufrimiento, el suyo, el de Calista. Pobre pequeña Hilary. Pobre Leonie. Y sólo la piadosa Avarra sabía cuántas vidas, cuántos telépatas de las Torres de los Dominios estaban condenados a sufrir...
Hubiera sido mejor para el Comyn, mejor para todos ellos, pensó con desesperación, si en las Épocas de Caos cada hijo de Hastur y Cassilda se hubiera hecho pedazos, y con ellos también sus piedras estelares. ¡Pero debía haber alguna manera de poner fin a tantos sufrimientos!
Se aferró desesperadamente a Ellemir, tendió la mano más allá para asir las de Andrew, las de Calista. No era suficiente. Nada sería jamás suficiente para borrar de su conciencia toda esa desdicha. Pero mientras ellos estuvieran en torno a él, próximos, él podría soportarla. Por ahora. Tal vez.
Dom
Esteban les había pedido que postergaran el trabajo psi hasta después del Solsticio de Invierno y de que se terminaran las tareas de reparación de los daños ocasionados por la tormenta, Damon agradeció el respiro, aun cuando estaba enfermo de aprensión y necesitaba que todo se solucionara de una vez por todas. Sabía que en gran parte, todo dependería del clima. Si había otra tormenta, el festival del Solsticio de Invierno se celebraría solamente con la gente de la casa, pero si el tiempo era bueno, vendrían todas las personas que vivieran a un día de distancia, y muchos de ellos se quedarían a pasar la noche. La víspera del Solsticio de Invierno amaneció un día claro y agradable, y Damon vio que
Dom
Esteban estaba visiblemente satisfecho. Damon se sintió avergonzado de su propia reticencia. Una interrupción del aislamiento invernal significaba mucho en las Kilghard Hills, y más aún para un anciano, inválido y atado a su silla de ruedas. Durante el desayuno, Ellemir charló alegremente sobre los planes para el festival, con espíritu festivo.
—Pondré a las jóvenes de la cocina a hornear las tortas del festival, y alguno de los hombres debería cabalgar hasta el Valle del Sur a pedirles al viejo Yashri y a sus hijos que vengan a tocar para el baile. Y si son muchos los que se quedan a dormir, deberemos abrir y ventilar todos los cuartos de huéspedes. Y supongo que la capilla debe estar vergonzosamente sucia y llena de polvo. No he estado allí abajo desde... —Se interrumpió y desvió la vista, y Calista dijo rápidamente:
—Yo atenderé la capilla, Elli, pero ¿no haremos un fuego? —Miró a su padre.
—Me atrevería a decir —dijo
Dom
Esteban— que es una necedad, en esta época, encender un fuego solar. —Miró a Andrew con las cejas alzadas, como si, pensó Damon, esperara que el joven se mofara. Pero Andrew dijo:
—Aparentemente, señor, parece ser una de las más universales costumbres humanas, en todos los mundos, la de tener algún tipo de festival del Solsticio de Invierno que señale el regreso del sol después de la noche más larga, y alguna forma de festival de Verano durante el día más largo.
Damon nunca se había considerado un hombre sentimental, se había entrenado duramente para enterrar el pasado; sin embargo, ahora recordaba los inviernos que había pasado en Armida, como amigo de Coryn. Solía permanecer de pie junto a Coryn durante el festival del Solsticio de Invierno, con todas las jóvenes alrededor, pensando que si alguna vez tenía una familia propia conservaría esta costumbre. Su suegro captó el recuerdo y alzó los ojos, sonriendo a Damon.
—Creí que todos los jóvenes —dijo con voz burlona— consideraban que todo esto era una tontería pagana que sería mejor olvidar, pero si alguien puede llevar mi silla hasta el patio, podremos encenderlo, si es que hay suficiente sol. Damon, no puedo ir a elegir el vino para la fiesta, así que aquí tienes la llave de la bodega. Rhodri dice que el vino fue bueno este año, a pesar de que yo no me ocupé de eso.
Andrew regresaba de su diaria inspección de los caballos de montar cuando Calista le interpeló.
—Ven conmigo y ayúdame a atender la capilla. Ningún sirviente puede ocuparse de eso, sino sólo aquellos relacionados por sangre o por matrimonio con el Dominio. Nunca has estado allí.
Andrew no conocía la capilla. La religión no parecía desempeñar un papel importante en la vida cotidiana de los Dominios, al menos en Armida. Calista se había puesto un enorme delantal, y mientras bajaban las escaleras le explicó:
—Cuando era niña, ésta era mi única tarea; Dorian y yo solíamos ocuparnos de la capilla durante los festivales. Nunca se lo permitían a Elli, porque era demasiado ruidosa y solía romper cosas.
Era fácil imaginar a Calista como una niñita seria, a quien confiaban el manejo de las cosas más frágiles y valiosas, con la seguridad de que no las rompería. Mientras entraban en la capilla, la joven añadió:
—No he estado en casa para el festival desde que me marché a la Torre. Y ahora Dorian está casada y tiene dos hijitas... tampoco las he visto nunca... y Domenic está en Thendara comandando la Guardia, y mi hermano menor en Nevarsin. No he visto a Valdir desde que era un bebé de pecho. No creo que vuelva a verle hasta que sea adulto. —Se detuvo y experimentó un súbito estremecimiento, como si hubiera visto algo que la asustara.
—¿Dorian es parecida a ti y a Elli?
—No, no mucho. Es rubia, como muchos Ridenow. Todos decían que era la belleza de la familia.
—No me gustaría pensar que toda tu familia tiene mala vista —dijo Andrew, riéndose, y ella se sonrojó, conduciéndole al interior de la capilla.
En el centro había un altar cuadrado, una mole de translúcida piedra blanca. Parecía muy antiguo. Sobre las paredes de la capilla había antiguas pinturas. Calista las señaló, explicando dulcemente:
—Éstos son los Cuatro, los antiguos Dioses: Aldones, el Señor de la Luz; Zandru, que hace el mal en la oscuridad; Evanda, señora de la primavera y de las cosas que crecen; y Avarra, la oscura madre del nacimiento y la muerte.
La joven tomó una escoba y empezó a barrer la habitación, que estaba, sin duda, muy polvorienta. Andrew se preguntó si la joven creería en esos dioses, o si su observancia religiosa sería meramente formal. Tal vez el desprecio que ella sentía por la religión fuera diferente de lo que él suponía.
—No estoy segura de lo que creo —dijo ella, vacilando—. Soy una Celadora, una
tenerésteis
, una mecánica. Se nos enseña que el orden del universo no depende de ninguna deidad, y sin embargo. .. y sin embargo quién sabe si no fueron los dioses los que ordenaron las leyes según las cuales las cosas son como son, esas leyes que no podemos dejar de obedecer.
Permaneció inmóvil durante un momento, y después fue a barrer un rincón, pidiéndole a Andrew que la ayudara a recoger el polvo, a colocar los pequeños platos y vasijas sobre el altar. En un nicho de la pared había una estatua muy antigua de una mujer con velo, rodeada de cabezas de niños rústicamente esculpidas en piedra azul.
—Tal vez sea supersticiosa, después de todo —dijo Calista en voz baja—. Esta es Cassilda, llamada la Bendita, que dio un hijo a Lord Hastur, el hijo de la Luz. Dicen que de sus siete hijos descienden los Siete Dominios. No tengo idea de si ese relato es cierto, o sólo una leyenda, un cuento de hadas, o recuerdo distorsionado de alguna vieja verdad, pero las mujeres de nuestras familias hacemos ofrendas... —Quedó en silencio, y entre el polvo del altar, Andrew vio un ramo de flores, que se había marchitado allí.
La ofrenda de Ellemir, cuando pensó que le daría un hijo a Damon.
En silencio, Andrew rodeó con el brazo la cintura de Calista, sintiéndose más cerca de ella que en cualquier otro momento desde aquella espantosa noche de la catástrofe. Eran muchos y extraños los hilos que constituían la urdimbre de un matrimonio... Los labios de ella se movían, y Andrew se preguntó si estaría orando. Después, ella levantó la cabeza, suspiró y tomó el ramo marchito entre sus dedos, dejándolo caer con ternura sobre la pila de basura.
—Vamos, debemos limpiar todas esas vasijas y preparar el altar para que arda allí el fuego nuevo. Debemos fregar todos esos candelabros... ¿Cómo han dejado toda esa cera vieja aquí desde el año pasado, me pregunto? —Una vez más su voz estaba colmada de alegría—. Ve hasta el pozo, Andrew, y trae un poco de agua fresca.
A mediodía, el enorme disco rojo del sol brillaba esplendoroso, sin una nube, y dos o tres de los Guardias más fuertes transportaron a
Dom
Esteban al patio, mientras Damon se ocupaba de acomodar el espejo, la lupa y las maderitas que atizarían el fuego preparado en la antigua vasija de piedra. Se podía oler el incienso balsámico que Calista había quemado en el altar interior y Damon, al contemplar a Calista y Ellemir, casi pudo verlas de niñas, con sus vestidos de tartán, el pelo ensortijado sobre las mejillas, solemnes y educadas. A veces, Dorian solía traer su muñeca a las ceremonias —no podía recordar haber visto alguna vez a Calista o Ellemir con una muñeca. El y Coryn solían permanecer junto a
Dom
Esteban durante esta ceremonia. Ahora el anciano no podía arrodillarse junto a la vasija del fuego, y fue Damon quien sostuvo la lupa y se quedó esperando mientras el brillante foco de luz se desplazaba sobre las maderitas y las resinas, elevando una fina columna de humo fragante. Tras largo tiempo el hogar crujió, encendiéndose mientras se elevaba el humo. Después, una chispa roja brotó del resplandor del sol reflejado en el espejo, y una llamita surgió en el centro del humo. Damon se acuclilló junto a la vasija, avivando la llama, alimentándola cuidadosamente con ramitas de resina y astillas hasta que creció, acompañada de hurras y gritos de estímulo por parte de los observadores. Le entregó la vasija con el fuego a Ellemir, quien la transportó hasta el altar. Después, riendo e intercambiando buenos deseos y saludos, todos empezaron a abandonar el patio, pasando uno a uno ante la silla del anciano para recibir sus regalos. Ellemir, de pie al lado de su padre, los entregaba: eran barritas de plata y a veces de cobre. En unos pocos casos —el de los criados más apreciados—, entregaba certificados que les daban posesión de ganado o de otros bienes. Calista y Ellemir se agacharon, por turno, para besar a su padre y desearle felicidades.
Dom
Esteban regaló a sus hijas valiosas pieles que podrían convertir en capas de viaje para el clima más frío.
Su regalo para Andrew fue un equipo de navajas guardadas en un estuche de terciopelo. Las navajas estaban hechas de alguna liviana aleación de metales, y Andrew advirtió que, en un planeta como Darkover, escaso en metales, el regalo era muy preciado. Se inclinó, sintiéndose torpe, y besó al anciano, sintiendo las mejillas con patillas con una curiosa sensación de calidez, de pertenencia.
—Te deseo un buen festival para ti, hijo, y un gozoso Año Nuevo.
—Lo mismo digo, padre —dijo Andrew, deseando poder pensar en palabras más elocuentes. De todos modos, sintió como si estuviera avanzando un paso más hacia su destino, el de encontrar aquí su lugar. Calista le apretó la mano, y ambos entraron en la casa para los preparativos de la fiesta que se llevaría a cabo más tarde.