La desolación que vio en su rostro hizo que Andrew también sintiera deseos de llorar. Deseaba desesperadamente tomarla en sus brazos y consolarla, aunque sabía que no debía arriesgarse y que sólo podía rozarla. Suavemente, casi respetuosamente, se llevó la delgada mano de Calista a los labios y besó ligerísimamente la punta de sus dedos.
—Eres tan generosa que me avergüenzas, Calista. Pero no hay en el mundo ninguna mujer que pueda darme lo que deseo de ti. Estoy dispuesto a... a compartir tu sufrimiento, querida.
Era una idea tan extraña que ella le miró atónita. Él lo decía en serio, pensó ella con una extraña excitación. Sus mundos eran muy diferentes, lo sabía, pero en sus propios términos, Andrew deseaba verdaderamente no ser egoísta. Era la primera vez que ella advertía verdaderamente sus diferencias, y le produjo un shock profundo, desgarrador. Ella sólo había visto antes sus semejanzas; ahora debía enfrentarse, súbitamente, a sus diferencias.
Advirtió que él intentaba decirle que, porque la amaba, estaba dispuesto a sufrir todo el dolor de la privación... Tal vez ni siquiera había sabido, aquella noche, hasta qué punto la necesidad de él la había atormentado, hasta qué punto podía atormentarla todavía.
Ella le apretó la mano, recordando con desesperación que durante un breve momento había sabido lo que era desearlo, pero ahora ni siquiera podía recordar cómo había sido. Habló tratando de igualar la suavidad de él:
—Andrew, esposo mío, mi amor, si me vieras llevar una pesada carga, ¿me cargarías también con tu propio peso? Mi sufrimiento no se aliviará si también tengo que soportar el tuyo.
Otra vez la consternación, la extrañeza, el asombro, y Andrew advirtió, con súbita intuición, que en una cultura telepática compartir el sufrimiento significaba algo diferente.
—¿Y no te das cuenta —dijo ella, con una breve sonrisa—, que también Damon y Ellemir forman parte de esto, y que también ellos serán desdichados si tienen que compartir tu desdicha?
Él exploraba lentamente la idea, como si fuera un laberinto. No era fácil. Había creído despojarse de gran parte de sus prejuicios culturales. Ahora, como si fuera una cebolla, cada capa que caía parecía mostrarle otra más profunda, espesa e impenetrable.
Recordó haberse despertado en la cama de Ellemir y, al ver a Damon allí, haber esperado, ansiado casi, sus reproches. Tal vez deseaba que Damon se enojara porque un hombre de su propio mundo se habría enojado, y ansiaba sentir algo familiar. Hasta la culpa le habría agradado...
—Pero ¿y Ellemir? Tú simplemente
esperabas
esto de ella. Nadie la consultó ni le preguntó si estaba dispuesta.
—¿Se ha quejado Ellemir? —preguntó Calista, sonriente.
Demonios, no, pensó él. Parecía disfrutarlo. Y eso también le resultaba molesto. Si ella y Damon eran tan felices, ¿por qué ella parecía sentir tanto placer —maldición, tanta alegría— acostándose con Andrew? Se sintió furioso y culpable, y era peor aún porque sabía que Calista tampoco comprendía eso.
—Pero por supuesto que cuando Elli y yo nos casamos y acordamos vivir bajo un mismo techo —dijo Calista—, dimos eso por hecho. Sin duda sabes que si cualquiera de las dos se hubiera casado con un hombre que la otra no pudiera... no pudiera aceptar, nos hubiéramos asegurado de...
De alguna manera, eso hizo sonar un timbre de alarma para Andrew. No deseaba pensar en lo que aquello, obviamente, implicaba.
Ella prosiguió.
—Hasta hace unos pocos cientos de años, el matrimonio, tal como lo conocemos, simplemente no existía. Y no se consideraba correcto que una mujer tuviera más de uno o dos niños del mismo hombre. ¿Las palabras
combinación genética
significan algo para ti? Hubo un período de nuestra historia durante el cual algunos dones variables o rasgos hereditarios, casi se perdieron. Se creyó mejor que los niños tuvieran tantas combinaciones genéticas como fueran posibles, para protegerles y prever la pérdida accidental de genes de importancia. Dar hijos a un solo hombre puede significar una forma de egoísmo. Y así, en esa época no tuvimos matrimonios en el sentido en el que los tenemos ahora. No se obligaba a las esposas, como hacen en las Ciudades Secas, a albergar a las concubinas, pero siempre había otras mujeres que podían compartir el lecho. ¿Qué es lo que hacen los terranos cuando las mujeres están embarazadas, cuando el embarazo es muy avanzado y la mujer está demasiado pesada, o demasiado cansada, o enferma? ¿Piden a sus mujeres que violenten sus instintos para comodidad de los hombres?
Si hubiera sido Ellemir quien se lo preguntara, Andrew hubiera sentido que ganaba un punto, pero tal como se lo preguntaba Calista, sentía que el desafío no existía.
—Los prejuicios culturales no son racionales. Los nuestros van en contra de dormir con otras mujeres. Aquí, van en contra de acostarse con una mujer embarazada. Y para mí no tiene sentido, a menos que la mujer esté verdaderamente enferma.
Ella se encogió de hombros.
—Biológicamente —dijo—, ningún animal preñado desea sexo, la mayoría ni siquiera lo tolera. Si tus mujeres han sido condicionadas culturalmente para aceptarlo, como precio por retener el interés sexual de sus esposos, ¡lo único que se me ocurre decir es que lo lamento por ellas! ¿Acaso tú me lo exigirías si a mí no me causara placer?
Andrew descubrió, repentinamente, que estaba riéndose.
—¡Amor mío, de todas nuestras preocupaciones, ésa parece la más fácil de postergar hasta que se presente! ¿No tenéis un proverbio... uno que dice: cruzaremos ese puente cuando lleguemos a él?
Ella también se rió.
—Nosotros decimos que montaremos ese potrillo cuando sea suficientemente grande para llevar montura. Pero de verdad, Andrew, ¿los terranos...?
—Dios me ayude, amor, no
sé
qué es lo que hace la mayoría de los hombres. Yo no creo que pudiera pedirte algo que tú no desearas. Probablemente... probablemente aceptaría todo. Creo que algunos hombres se acuestan con otras, pero se cuidan muy bien de que sus esposas no lo sepan. Hay otro viejo dicho: ojos que no ven, corazón que no siente.
—Pero en una familia de telépatas, el engaño es imposible —dijo Calista—, y yo prefiero saber que mi esposo ha quedado contento en brazos de alguien que se entrega por amor, una hermana o una amiga, y no por una aventura con alguna desconocida.
Pero ya estaba más tranquila, y Andrew advirtió que el hecho de que la charla se hubiera desplazado de un problema inmediato a otro más distante perturbaba menos a Calista.
—Moriría antes que hacerte daño —dijo él.
Tal como había hecho antes, se llevó los dedos de ella a los labios y los besó, muy levemente.
—Ah, esposo mío, si tú murieras me harías más daño que con cualquier otra actitud —le dijo ella con una sonrisa.
Andrew cabalgaba sobre la nieve que se derretía, mientras caían aún unos copos aislados. A través del valle podía ver las luces de Armida como un suave titilar contra la masa de las montañas. Damon decía que eran sólo las laderas más bajas, pero para Andrew eran montañas, y altas además. Detrás de él, escuchó a los hombres que hablaban en voz baja, y supo que también ellos deseaban llegar y anhelaban la comida, el fuego y el hogar, después de pasarse ocho días en los lejanos campos de pastoreo, cerciorándose de los daños causados por la gran tormenta, del estado de los caminos, de las pérdidas del ganado.
Él mismo había agradecido esa oportunidad de estar solo con personas que no pudieran leer sus pensamientos. Todavía no se había acostumbrado del todo a la vida en el seno de una familia telépata y aún no se había acostumbrado tampoco a protegerse de las intrusiones accidentales. De esos hombres, sólo percibía una pequeña agitación de pensamientos, superficial, sin consecuencias, nada perturbadora. Pero también le alegraba volver a casa. Atravesó el portal del patio y vinieron los criados a hacerse cargo de su caballo. Aceptó el gesto sin pensar, aunque cuando se detenía a pensar, siempre le turbaba la atención. Calista bajó los peldaños corriendo para darle la bienvenida. El se agachó para darle un beso leve en la mejilla y después descubrió que, como estaba tan oscuro en el patio, en realidad era a Ellemir a quien abrazaba. Riéndose, compartiendo con ella la gracia que le causaba su propio error, la abrazó estrechamente y la besó en la boca, sintiendo la boca cálida y familiar. Subieron los peldaños cogidos de la mano.
—¿Cómo están todos en casa, Ellemir?
—Bastante bien, aunque papá respira dificultosamente y come poco. Calista está con él, pero yo no quería que llegaras y nadie te recibiera —dijo ella, pellizcándole suavemente la punta de los dedos—. Te he extrañado.
Andrew también la había extrañado, y la culpa lo invadió. Maldición, ¿por qué su esposa sería melliza?
—¿Cómo está Damon? —preguntó.
—Ocupado —dijo ella, riéndose—. Ha estado enterrado en los antiguos registros de los Dominios, de aquellos de nuestra familia que fueron Celadoras o técnicos de las Torres de Neskaya o de Arilinn. No sé qué es lo que está buscando, y no me lo ha dicho. ¡Durante los últimos diez días, le he visto menos que a ti!
Dentro de la casa, en el vestíbulo, Andrew se despojó de su gruesa capa de montar y se la dio al mayordomo. Rhodri le quitó las botas llenas de nieve y le dio unas botas de interior, forradas en piel y altas hasta el tobillo. Con Ellemir del brazo, entró en el Gran Salón.
Calista se hallaba sentada junto a su padre, pero cuando le vio atravesar la puerta se interrumpió, dejó el arpa sin prisas sobre un banco, y se acercó para recibirle. Se le acercó pausadamente, mientras los pliegues de su vestido azul ondulaban detrás de ella, y en contra de su voluntad, Andrew descubrió que comparaba este recibimiento con el más cálido que le había dispensado Ellemir. Sin embargo, no pudo dejar de observar, hechizado. Cada uno de sus movimientos todavía lo colmaban de fascinación, de deseo, de ansiedad. Ella le tendió las manos, y al rozar esos dedos delicados, él volvió a desconcertarse.
¿Qué demonios era el amor de todos modos?, se preguntó. Siempre había sentido que el hecho de enamorarse de una mujer implica desenamorarse de todas las otras. ¿De cuál de las dos estaba enamorado? ¿De su esposa... o de la hermana?
—Te extrañé —dijo él, sosteniéndole las manos con suavidad, y ella alzó la cara y le sonrió.
—Bienvenido, hijo, ¿fue duro el viaje? —dijo
Dom
Esteban.
—No demasiado. —Como era lo que se esperaba de él, se agachó para depositar un beso en la delgada mejilla del anciano, pensando que se le veía más pálido, no del todo bien. Se suponía que eso era lo que debía esperarse.
—¿Cómo estás tú, padre?
—Oh, en mí nada cambia ya —dijo el anciano mientras Calista le alcanzaba una copa a Andrew. Era sidra caliente, especiada, y entraba maravillosamente después de la larga cabalgata. Era bueno estar en casa. En el extremo inferior del salón, las criadas preparaban la mesa para la cena.
—¿Cómo está todo allá afuera? —preguntó
Dom
Esteban, y Andrew empezó a informarle.
—La mayoría de los caminos están limpios, aunque hay algunos aludes y también hielo acumulado en la curva del río. Si se considera toda la situación, creo que no se ha perdido demasiado ganado. Encontramos cuatro yeguas y tres potrillos congelados en el refugio que está detrás del vado. La escarcha había congelado el pienso y probablemente hayan muerto de hambre antes de congelarse.
El señor de Alton adoptó una expresión sombría.
—Una buena yegua de crianza vale su peso en oro, pero con semejante tormenta podríamos haber experimentado pérdidas más serias. ¿Qué más?
—En las montañas, a un día de marcha al norte de Corresanti, algunos potros de un año se separaron del resto. Uno, que tenía una pata rota, no pudo llegar al refugio, y fue sepultado por un alud. El resto está hambriento y con frío, pero sobrevivirán, ahora que están alimentados y atendidos, y hemos dejado a un hombre para que se ocupe de ellos. Media docena de terneros estaban muertos en los pastos más lejanos, en la aldea de Bellazi. La carne estaba congelada, y los aldeanos pidieron los cuerpos, diciendo que la carne todavía estaba buena, y que tú siempre se la dabas. Les dije que siguieran la costumbre. ¿Es correcto?
El anciano asintió.
—Es la costumbre desde hace algunos cientos de años. El ganado que resulta muerto durante una tormenta se entrega a la aldea más cercana, para que sus habitantes utilicen todo lo que esté en buen estado. A cambio, ellos protegen y alimentan al ganado que hallen extraviado durante una tormenta, y si pueden lo traen de regreso. Si en una época de hambre matan uno o dos de más, yo no me preocupo demasiado. No soy ningún tirano.
Las criadas traían la comida. Los hombres y las mujeres del servicio se reunieron en torno a la mesa del salón inferior, y Andrew empujó la silla de ruedas de
Dom
Esteban hasta su sitio en la mesa superior, donde se sentaba la familia junto con los criados más importantes y los profesionales capacitados que administraban la propiedad. Andrew empezó a preguntarse si Damon no aparecería, cuando repentinamente su amigo abrió las puertas traseras del salón y, disculpándose brevemente con Ellemir por su tardanza, se acercó a Andrew esbozando una sonrisa de bienvenida.
—Oí decir que habías regresado a casa. ¿Cómo te las arreglaste solo? Me quedé pensando que debía haber ido contigo, por ser la primera vez.
—Me las arreglé bastante bien, aunque me hubiera agradado tu compañía —dijo Andrew. Advirtió que Damon se veía demacrado y cansado, y se preguntó qué era lo que su amigo habría estado haciendo. Damon no le explicó nada, y empezó a hacerle preguntas acerca del ganado y los depósitos de pienso, los daños causados por la tormenta, los puentes y los vados, como si lo único que hubiera aprendido en su vida era a manejar una propiedad. Mientras hablaban con
Dom
Esteban acerca del tema, Calista y Ellemir conversaban entre sí en voz baja. Andrew se encontró pensando lo bueno que sería estar otra vez los cuatro solos, pero no se enojaba por el tiempo que dedicaba a su suegro y a los asuntos de la propiedad. Cuando era tan solo un recién llegado, había temido que sólo se le recibiera como esposo de Calista, como un extraño sin un céntimo, que resultaba inútil para resolver los extraños asuntos de un mundo extraño. Ahora sabía que lo aceptaban y lo valoraban como si hubiera sido alguien nacido en los Dominios, como un heredero.