La Torre Prohibida (10 page)

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Authors: Marion Zimmer Bradley

Tags: #Ciencia ficción, Fantasía

BOOK: La Torre Prohibida
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—¿De modo que te casas con Calista? Supongo que a toda esa banda de damas viejas y a los pelucones del Concejo no les gustará, pero ya es hora de que tengamos un poco de sangre nueva en la familia. —Se puso de puntillas... Calista era una mujer alta, y a pesar de su aspecto desgarbado y de su estatura, pensó Andrew, Domenic todavía no había terminado de crecer... Depositó un beso en la mejilla de su hermana—. Que seas feliz, hermana. ¡Por la caridad de Avarra! Te lo mereces, si te atreves a casarte así, sin el permiso del Concejo ni las
catenas
.


Catenas
—dijo ella con desprecio—. ¡Preferiría casarme con un habitante de las Ciudades Secas, y que me encadenara!

—Bien por ti, hermana. —Se dirigió a Andrew mientras entraban en el salón—. El mensaje de mi padre decía que eres terrano. He hablado con algunos de los tuyos en Thendara. Parecen buena gente, aunque perezosa. Por los dioses, tienen máquinas para todo; para caminar, para subir las escaleras, para que les sirvan la comida. Dime, Andrew, ¿también tienen máquinas para lavarse? —Estalló en una ruidosa carcajada juvenil, mientras las muchachas se reían.

Se dirigió entonces a Damon:

—¿Así que no volverás a los Guardias, primo? Eres el único maestro de cadetes decente que hemos tenido en mucho tiempo. El joven Danvan Hastur está intentando cubrir tu vacante ahora, pero no funciona. Los muchachos le tienen demasiado respeto, y de todos modos es muy joven, hace falta un hombre de más edad. ¿Tienes alguna sugerencia?

—Probad con mi hermano Kirian —sugirió Damon, sonriendo—. A él le gusta la vida militar mucho más que a mí. v—Sin embargo, eras un maestro de cadetes condenadamente bueno —dijo Domenic—. Me gustaría que volvieras, aunque supongo que no es un trabajo de hombre, eso de ser una especie de institutriz masculina de un rebaño de muchachitos a medio crecer.

Damon se encogió de hombros.

—Me gustaba que me aceptaran, pero no soy un soldado, y un maestro de cadetes debe tener la capacidad de inspirar a los cadetes cierto amor por el oficio de soldado.

—Sin embargo, no demasiado amor —dijo
Dom
Esteban, que los había escuchado con interés mientras se aproximaban a él—, pues si no, los endurecerá demasiado, convirtiéndolos en bestias, no en hombres. ¿Así que por fin has llegado, Domenic, muchacho?

El joven se rió.

—No, papá, todavía ando de fiesta en las tabernas de Thendara. Lo que estás viendo es mi fantasma. —Pero la alegría desapareció de su rostro al ver a su padre, delgado, encanecido, con las piernas cubiertas con una piel de lobo. Se dejó caer de rodillas junto a la silla de ruedas.

—Papá, oh, papá —dijo con voz estremecida—, hubiera venido de inmediato si me hubieras hecho llamar, en serio...

El señor de Alton puso sus manos sobre los hombros de Domenic.

—Ya lo sé, muchacho, pero tu lugar estaba en Thendara, ya que yo no podía estar allí. Aunque verte me produce más alegría de la que puedo expresar.

—También a mí —dijo Domenic, incorporándose y mirando a su padre—. Me alivia ver que estás bien y con buen ánimo... ¡En Thendara se decía que estabas al borde de la muerte, e incluso muerto y enterrado!

—No es para tanto —dijo
Dom
Esteban, riéndose—. Ven aquí y siéntate a mi lado, cuéntame lo que ocurre en la Guardia y en el Concejo.

Era fácil advertir, pensó Andrew, que el muchacho era el hijo mimado de
Dom
Esteban.

—Lo haré con gusto, papá, pero éste es un día de boda... ¡y en lo que tengo para contarte hay poca alegría! El príncipe Aran Elhalyn cree que soy muy joven para comandar la Guardia, aun estando tú enfermo en Armida, y pasa noche y día murmurando eso en los oídos de Hastur. Y Lorenz de Serráis... Perdóname por hablar mal de tu hermano, Damon...

Damon sacudió la cabeza.

—Mi hermano y yo no mantenemos buenas relaciones, Domenic, así que di lo que quieras.

—Lorenz, maldito zorro intrigante, y el viejo Gabriel de Ardáis, que quiere el cargo para el matón pretencioso de su hijo, están dispuestos a cantar la misma melodía, o coro: yo soy demasiado joven para comandar la Guardia. Se pasan todo el tiempo revoloteando alrededor de Aran, dándole regalos y halagándole, a un paso del soborno, para convencerle de que nombre comandante a uno de ellos mientras tú estás aquí en Armida. ¿Estarás de regreso antes del Solsticio de Verano, padre?

Una sombra cruzó por el rostro del inválido.

—Será como los Dioses lo quieran, hijo. ¿Crees que es posible que los Guardias sean comandados por un hombre atado a su silla de ruedas, con unas piernas que no tienen más utilidad que las aletas de un pez?

—Mejor un comandante inválido que un comandante que no sea Alton —dijo Domenic con feroz orgullo—. ¡Yo podría comandar en tu nombre, hacerlo todo en tu lugar, si tan sólo tú estuvieras
allí
para comandar tal como lo han hecho los Alton durante tantas generaciones!

Su padre le tomó las manos con fuerza.

—Ya veremos, hijo. Ya veremos lo que ocurre.

Pero Damon pudo ver que la sola idea había infundido súbita esperanza y resolución a Lord Alton. ¿Sería capaz de comandar una vez más la Guardia desde su silla de ruedas, con Domenic a su lado?

—Lástima que ahora no tengamos a ninguna Lady Bruna en la familia —dijo Domenic risueñamente—. Dime, Calista, ¿tú no tomarías la espada, como lo hizo Lady Bruna, para comandar a los Guardias?

Ella se rió, sacudiendo negativamente la cabeza.

—No conozco esa historia —dijo Damon, y Domenic la repitió, sonriendo.

—Ocurrió hace muchas generaciones...no sé cuántas, pero su nombre, Lady Bruna Leynier, está inscrito en el pliego de los comandantes. Cuando su hermano, que era Lord Alton, fue asesinado dejando un hijo de sólo nueve años, tomó a la madre del niño en matrimonio como compañera libre para protegerla, tal como pueden hacerlo las mujeres, y comandó los Guardias hasta que el niño llegó a la mayoría de edad. En los anales de la Guardia figura que fue una comandante notable. ¿No querrías tener esa fama, Calista? ¿No? ¿Ellemir? —Sacudió la cabeza con fingida pena cuando ambas se negaron—. Caramba, ¿qué les ha pasado a las mujeres de nuestro clan? ¡Ya no son lo que solían ser en otras épocas!

Al estar todos de pie en torno a la silla de ruedas de
Dom
Esteban, el parecido familiar resultaba notable. Domenic tenía el mismo aspecto que Calista y Ellemir, aunque su pelo era más rojo, sus rizos más indisciplinados y sus pecas más doradas y abundantes. Y Dezi, silencioso e ignorado detrás de la silla de ruedas, era un reflejo más pálido de Domenic. Domenic levantó la vista y lo vio, y le propinó un afectuoso golpecito en el hombro.

—¿De modo que estás aquí, primo? Oí decir que te habías marchado de la Torre, y no te culpo. Yo pasé cuarenta días allí hace unos años, mientras me probaran el
laran
... ¡y no veía el momento de irme! ¿También tú te casaste, o te despidieron?

Dezi vaciló y miró para otro lado, y Calista se interpuso.

—Allí no aprendiste nada de nuestras cortesías, Domenic. Esa pregunta jamás debe formularse. Es algo a resolver entre un telépata y su Celadora, y si Dezi prefiere no hablar de ello es imperdonablemente grosero preguntárselo.

—Oh, lo siento —dijo Domenic, de buen grado, y sólo Damon advirtió el alivio que se pintaba en el rostro de Dezi—. Simplemente, es que no veía el momento de irme de allí, y quería saber si a ti te había ocurrido lo mismo. A algunos les gusta. Mira a Calista, que se pasó allí casi diez años, y otros... Bien, no era para mí.

Damon, observando a los dos muchachos, pensó con dolor en Coryn... ¡tan parecido a Domenic a la misma edad! Le pareció saborear otra vez los casi olvidados días de su propia juventud, cuando él, el más torpe de los cadetes, había sido aceptado como uno más a causa de su amistad con Coryn, quien, al igual que Domenic, había sido el más querido, el más enérgico y el más revoltoso de todos.

Eso había ocurrido en la época anterior al fracaso, al desesperanzado amor y a la humillación que lo habían marcado tan profundamente... pero pensó que todo eso había ocurrido también antes de que conociera a Ellemir. Domenic, que sintió sobre él la mirada de Damon, alzó los ojos y le sonrió y Damon sintió que desaparecía el peso de su soledad. Tenía a Ellemir, y a Andrew y Domenic como hermanos. El aislamiento y la soledad habían terminado para siempre.

Domenic tomó a Dezi del brazo, con un gesto amistoso.

—Mira, primo, si te cansas de andar por aquí revoloteando alrededor de mi padre, ven a Thendara y te conseguiré una comisión en el cuerpo de cadetes... puedo hacerlo, ¿verdad, padre? —preguntó. Ante el indulgente asentimiento de su padre, agregó—: Siempre necesitamos muchachos de buena familia, y cualquiera puede ver que tienes sangre Alton, ¿no es cierto?

—Eso me han dicho siempre —dijo Dezi con suavidad—. Si no, jamás hubiera podido atravesar al Velo de Arilinn.

—Bien, eso no importa lo más mínimo en los cadetes. La mitad de nosotros somos bastardos de algún noble —volvió a reírse a carcajadas—, ¡y el resto somos pobres diablos hijos legítimos de algún noble, que sudamos para demostrar que somos dignos hijos de nuestros padres! Pero he sobrevivido a tres años de eso, y tú también lo harás, así que ven a Thendara y te conseguiré algo. Desnuda está la espalda de quien no tiene hermanos, dicen, y como Valdir está con los monjes en Nevarsin, me gustará que estés conmigo, pariente.

El rostro de Dezi se ruborizó un poco.

—Gracias, primo —dijo en voz baja—. Me quedaré aquí mientras tu padre me necesite. Después de todo, será para mí un placer. —Se volvió rápidamente, mirando con atención a
Dom
Esteban—. Tío, ¿qué te ocurre? —El anciano se había puesto pálido y había caído contra el respaldo de su silla.

—Nada —musitó
Dom
Esteban, recobrándose—. Un desmayo momentáneo. Tal vez, como dicen en las montañas, alguien orinó sobre mi tumba, o tal vez sólo sea que éste es mi primer día erguido después de pasarme tanto tiempo acostado.

—Deja que te ayude a volver a la cama, tío, para que descanses hasta la hora de la boda —dijo Dezi.

—Yo te ayudaré —ofreció Domenic. y mientras los dos alborotaban alrededor del anciano, Damon advirtió que Ellemir los observaba con una extraña expresión sombría.

—¿Qué pasa,
preciosa
[3]
?

—Nada, una premonición, no lo sé —dijo Ellemir, estremeciéndose—, pero mientras hablaba lo vi caer muerto ante esta mesa...

Damon recordó que, ocasionalmente, en los Alton un poco de precognición solía acompañar el don del
laran
. Siempre había sospechado que Ellemir estaba mejor dotada de lo que ella misma se había permitido suponer. Pero apaciguó su inquietud y le dijo, amorosamente:

—Bien, no es un hombre joven, querida, y vamos a establecer nuestro hogar aquí. Es lógico que algún día lo veamos morir. No te preocupes, cariño. Y ahora, supongo que debo ir a presentarle mis respetos a mi hermano Lorenz, ya que ha elegido honrar mi boda con su presencia. ¿Crees que podremos evitar que él y Domenic se maten a golpes?

Y en cuanto Ellemir volvió a dedicarse a las ideas de la celebración y de los huéspedes que llegarían, su palidez cedió. Pero Damon deseó haber compartido su experiencia. ¿Qué habría visto Ellemir?

Andrew observó, con sensación de irrealidad, cómo se acercaba la boda. El matrimonio entre compañeros libres consistía en una simple declaración ante testigos, y se llevaría a cabo al final de la cena ofrecida a los invitados y a los vecinos de fincas vecinas, que habían sido avisados para que tomaran parte en la celebración. Andrew no tenía parientes ni amigos aquí, y aunque había dejado de lado esa carencia con bastante facilidad, a medida que el momento se acercaba descubrió que hasta envidiaba a Damon la presencia del engolado Lorenz, de pie a su lado para la solemne declaración que convertiría a Ellemir, según la ley y la costumbre, en su esposa. ¿Cómo era el proverbio que Domenic había citado? «Desnuda está la espalda de quien no tiene hermanos.» Bien, la de él estaba ciertamente desnuda.

En torno a la larga mesa del Gran Salón de Armida, dispuesta con los más finos manteles y con la mejor vajilla, se reunían todos los granjeros, pequeños hacendados y nobles de los alrededores. Damon estaba pálido y tenso, más apuesto que de costumbre con su traje de cuero suave, teñido y ricamente bordado, con los colores que según había oído decir Andrew pertenecían a su Dominio. A Andrew, el verde y el naranja la resultaban estridentes. Damon tendió la mano a Ellemir, quien rodeó la mesa para unírsele. Se la veía pálida y grave con su vestido verde, el pelo recogido por una redecilla plateada. Detrás de ella, dos muchachas jóvenes (le había dicho a Andrew que eran compañeras de juego de cuando ella y Calista eran niñas, una mujer noble de una finca cercana, la otra una aldeana de sus predios), se colocaron a su lado.

—Amigos —dijo Damon con firmeza—, nobles y gentiles, os hemos reunido para que seáis testigos de nuestra promesa. Sed todos testigos de que yo, Damon Ridenow de Serráis, nacido libre y no comprometido con mujer alguna, tomo como compañera libre a esta mujer, Ellemir Lanart-Alton, con el consentimiento de sus parientes. Y proclamo que sus hijos serán declarados herederos legítimos de mi cuerpo, y que compartirán mi herencia y propiedades, sean grandes o pequeñas.

Ellemir le tomó la mano. Su voz sonó como la de una niña en la enorme habitación.

—Sed todos testigos de que yo, Ellemir Lanart, tomo a Damon Ridenow como compañero libre, con el consentimiento de nuestra familia.

Hubo un estallido de aplausos y carcajadas, abrazos y besos para el novio y felicitaciones para la novia. Andrew tomó en las suyas las manos de Damon, pero Damon lo abrazó, como era costumbre allí, entre parientes, y su mejilla rozó levemente la de su amigo. Después Ellemir se apretó ligeramente contra él, de puntillas, y por un momento sus labios se posaron sobre los de Andrew. Por un instante, mareado, le pareció que había recibido el beso que Calista nunca le había dado, y su mente se nubló. Por un instante no supo cuál de las dos le había besado realmente. Ellemir se rió de él, diciéndole suavemente:

—¡Es demasiado temprano para que estés borracho, Andrew! Los recién casados dieron una vuelta para aceptar todos los besos, abrazos y buenos deseos. Andrew sabía que de un momento a otro le tocaría el turno de hacer su declaración, pero debía sostenerse solo.

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