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Authors: Marion Zimmer Bradley

Tags: #Ciencia ficción, Fantasía

La Torre Prohibida (9 page)

BOOK: La Torre Prohibida
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—Cinco —dijo Damon—, y tres hermanas. Fui el hijo menor, y cuando nací, mi padre y mi madre ya tenían demasiados hijos. Lorenz... —Se encogió de hombros—. Supongo que se siente aliviado porque he elegido a una novia de tan buena familia que no necesita preocuparse por el patrimonio ni por la parte que corresponde al hijo menor. No soy rico, pero nunca he deseado demasiada riqueza, y Ellemir y yo tendremos bastante para cubrir nuestras necesidades. Mi hermano Lorenz y yo nunca fuimos grandes amigos. Kieran, que sólo me lleva tres años, y yo somos
bredin
; Marisela me lleva tan sólo un año, y tuvimos la misma madre de crianza. En cuanto a mis otros hermanos y hermanas, todos somos suficientemente corteses cuando nos encontramos durante la época de sesión del Concejo, pero sospecho que ninguno lamentaría mucho que no volviéramos a vernos. Mi hogar ha sido siempre éste. Mi madre era una Alton, y me criaron cerca de aquí, y después el hijo mayor de
Dom
Esteban entró conmigo en los cadetes. Hicimos el juramento de
bredin
. —Era la segunda vez que utilizaba la palabra, que era la forma íntima o familiar de hermano. Damon suspiró, mirando fijamente al vacío.

—¿Fuiste cadete?

—Un cadete muy malo —dijo Damon—, pero ningún hijo del Comyn puede eludirlo si tiene dos buenas piernas y no es ciego. Coryn era, como todos los Alton, un soldado nato, un oficial nato. Yo era otra cosa. —Se rió—. En el cuerpo de cadetes hay una broma acerca de los que tienen dos pies derechos y diez pulgares. Ese era yo.

—Torpe todo el tiempo, ¿eh?

Damon asintió, saboreando la frase.

—Castigado once veces cada diez días. Como ves, soy diestro. Mi madre de crianza, que era la partera de mi madre, solía decir que yo había nacido al revés y de nalgas, y desde entonces he hecho todo de esa manera.

Andrew, que había nacido zurdo en una sociedad de diestros, y que solamente en Darkover había hallado que las cosas estaban dispuestas de un modo que tenía sentido para él, desde los cubiertos hasta las herramientas de jardinería, dijo:

—Sin duda puedo entenderte.

—Además, soy un poco corto de vista, lo que no fue una ayuda, aunque sí me sirvió para aprender a leer. Ninguno de mis hermanos tiene la más mínima capacidad con las letras, y sólo pueden leer un anuncio o garabatear sus nombres. Pero yo me aficioné tanto a la lectura como un conejo astado a la nieve, así que cuando terminé en los cadetes fui a Nevarsin, y me pasé uno o dos años aprendiendo a escribir y a leer y a hacer mapas y cosas así. Entonces fue cuando Lorenz decidió que yo nunca sería un hombre. Cuando me aceptaron en Arilinn, eso sólo ratificó su opinión: medio monje. Medio eunuco, solía decirme. —Damon quedó en silencio, mientras en su rostro se asentaba una expresión de disgusto—. Pero a pesar de todo —prosiguió—, no quedó nada complacido cuando me despidieron de la Torre, hace unos años. Gracias a que Coryn ya estaba muerto, pobre chico, a causa de una caída en la montaña,
Dom
Esteban me aceptó en los Guardias. Aunque nunca fui gran cosa como soldado: oficial médico, maestro de cadetes durante uno o dos años. —Se encogió de hombros—. Y eso es mi vida, y basta. Escucha, las mujeres vienen... ¡Podemos mostrarles todo antes de que baje a atender a Lorenz!

Andrew advirtió, aliviado, que la expresión triste y solitaria desaparecía del rostro de su amigo ante la entrada de Ellemir y Calista.

—Ellemir, ven a ver el dormitorio que he elegido para nosotros.

Se la llevó a través de la puerta más lejana, y Andrew percibió, más que escuchó, que la estaba besando. Calista los siguió con los ojos y sonrió.

—Me alegra verles tan felices.

—Tú también eres feliz, ¿amor?

—Te amo, Andrew. Pero alegrarme no me resulta tan fácil. Tal vez sea por naturaleza menos alegre. Ven, muéstrame nuestras habitaciones.

Ella aprobó casi todo, aunque señaló media docena de muebles que, según dijo, eran tan viejos que nadie podría sentarse en ellos, y llamó a un criado, indicándole que se los llevara. Llamó a las criadas y les dio instrucciones acerca de las cosas que debían traer del depósito de ropa blanca, y envió a otro a buscar su ropa y a acomodarla en su gran cuarto de vestir. Andrew escuchó en silencio, y finalmente dijo:

—¡Eres una buena ama de casa, Calista!

La risa de ella fue de deleite.

—Es pura farsa. He estado escuchando a Ellemir, simplemente, porque no quiero parecer ignorante ante las criadas. Sé muy poco de estas cosas. Me enseñaron a coser porque nunca se me Permitió tener las manos ociosas, pero cuando observo a Ellemir en las cocinas, me doy cuenta de que sé menos de las tareas de la casa que una niña de diez años.

—Yo me siento igual —confesó Andrew—. Todo lo que aprendí en la Zona Terrana ahora me resulta inútil.

—Pero tú sabes un poco de caballos...

Andrew se rió.

—Sí, y en la Zona Terrana eso se consideraba un anacronismo, una habilidad inútil. Yo solía domar los caballos de silla de mi padre, pero creí, cuando abandoné Arizona, que nunca volvería a cabalgar.

—Entonces, ¿todo el mundo camina en Terra?

Él sacudió la cabeza.

—Tránsito motorizado. Aceras transportadoras. Los caballos eran un lujo exótico para excéntricos ricos. —Fue hasta la ventana y observó el paisaje iluminado por el sol—. Es raro que de todos los mundos conocidos del imperio Terrano, yo haya venido justo a éste. —Sintió un escalofrío al recordar de qué modo podría haberse perdido lo que ahora le parecía su destino, su vida, el verdadero propósito para el que había nacido. Sintió desesperados deseos de abrazar a Calista, pero ella se puso tensa y pálida, como si el pensamiento de él la hubiera tocado. Andrew suspiró y se alejó un paso.

—Nuestro encargado de los caballos —dijo ella, como completando una idea que ya no le interesaba demasiado— está viejo, y ahora que papá ya no puede encargarse, tal vez te toque a ti adiestrar a los más jóvenes. —Entonces se interrumpió y se quedó mirándolo, mientras retorcía la punta de una de sus largas trenzas—. Quiero hablar contigo —dijo repentinamente.

El nunca había llegado a decidir si los ojos de ella eran azules o grises; parecían variar según la luz, y bajo esta luz sus ojos eran casi incoloros.

—Andrew, ¿te resultará muy duro? ¿Compartir una habitación cuando todavía no... no podemos compartir la cama? Se lo habían advertido la primera vez que hablaron de matrimonio, le habían advertido que ella había sido condicionada tan profundamente que tal vez pasaría un largo tiempo antes de que pudieran consumar su matrimonio. Sin que ella se lo pidiera, él le había prometido que nunca la apresuraría ni la presionaría, sino que esperaría tanto tiempo como fuera necesario.

—No te preocupes, Calista —le dijo ahora, rozándole ligeramente la punta de los dedos—. Ya te lo prometí.

Las pálidas mejillas de ella se tiñeron de un leve rubor.

—Me han enseñado que es... vergonzoso despertar un deseo que no podré satisfacer. Sin embargo, si me mantengo separada de ti, y no lo despierto, de modo que impido que tus pensamientos actúen sobre mí, tal vez las cosas nunca cambien. Pero si estamos juntos, tal vez lentamente las cosas empiecen a cambiar. Pero eso será muy duro para ti, Andrew. —Su rostro se contorsionó—. No quiero que seas desdichado.

Una vez, una sola vez, con gran contención y brevemente, él había hablado de esto con Leonie. Ahora, mientras observaba a Calista, ese breve encuentro, difícil para ambas partes, volvió a su mente como si una vez más se hallara en presencia de la leronis del Comyn. Ella se le había acercado en el patio, diciéndole suavemente:

—Mírame, terrano.

Él había levantado los ojos, incapaz de resistirse. Leonie era tan alta que los ojos de ambos se hallaban a la misma altura.

—Quiero ver a qué clase de hombre le estoy entregando la niña que amo —dijo ella, en voz baja.

Sus miradas se habían cruzado, y durante un largo momento Andrew Carr había sentido que la mujer exploraba y escarbaba en cada idea de su vida, como si en esa única mirada, tan rápida, ella hubiera extraído de él su parte más íntima y la hubiera dejado expuesta, fría y marchita. Finalmente (no habían transcurrido más de un par de segundos, pero había parecido una eternidad), Leonie había suspirado, diciendo:

—Que así sea. Eres honesto y amable y tienes buenas intenciones, pero no tienes la más leve idea de lo que significa el entrenamiento de una Celadora, ¿o te imaginas lo difícil que a Calista le resultará romperlo?

El había sentido deseos de protestar, pero en cambio, solamente había sacudido la cabeza, diciendo humildemente:

—¿Cómo puedo saberlo? Pero trataré de que le resulte lo más fácil posible.

El suspiro de Leonie había parecido brotar de las profundidades de su ser.

—Nada que hagas —había dicho la mujer—, en este mundo o en el otro, podría hacérselo mas fácil. Si eres paciente y cuidadoso, y afortunado, tal vez logres hacérselo posible. No quiero que Calista sufra. Es joven, pero no tanto como para que pueda dejar de lado su entrenamiento sin dolor. El entrenamiento que da como fruto a una Celadora es largo, no puede olvidarse en poco tiempo.

—Lo sé... —había protestado Andrew.

Leonie había suspirado una vez más.

—¿De veras? Lo dudo. No se trata de demorar la consumación del matrimonio durante algunos días, ni siquiera meses: eso es tan solo el principio. Ella te ama, y está ansiosa por tu amor...

—Puedo tener paciencia hasta que esté lista —había jurado Andrew, pero Leonie había replicado, sacudiendo la cabeza:

—La paciencia podría no bastar. Calista no puede olvidar todo lo que aprendió. No quieras saber nada de eso. Tal vez sea mejor para ti no saber demasiado.

—Trataré de facilitarle las cosas —había protestado Andrew. Y una vez más Leonie había sacudido la cabeza, suspirando y repitiendo:

—Nada de lo que puedas hacer facilitará las cosas. Los pollos no pueden volver al huevo. Calista sufrirá, y me temo que tú sufrirás con ella, pero si eres afortunado, si los dos sois afortunados, tal vez logres que ella desande sus pasos. No es fácil. Pero sí posible.

Entonces Andrew había dejado brotar su indignación.

—¿Cómo pueden hacerle eso a unas niñas? ¿Cómo pueden destruir sus vidas de ese modo?

Pero Leonie no había respondido, sino que había agachado la cabeza y se había alejado silenciosamente. Cuando él parpadeó y volvió a abrir los ojos, ella ya había desaparecido, rápida como una sombra, de modo que Andrew empezó a dudar de su cordura, empezó a preguntarse si en realidad la mujer había estado verdaderamente allí o si sus propias dudas y miedos no habrían elaborado una alucinación.

Calista, de pie ante Andrew en esa habitación que compartirían, volvió a alzar los ojos, lentamente, hasta los de él.

—No sabía que Leonie se te había aparecido de esa manera —susurró—, y él vio que la joven apretaba los puños con tanta fuerza que sus nudillos se pusieron tan blancos como el hueso. Ella le dijo entonces, sin mirarle—: Andrew, prométeme algo.

—Lo que pidas, amor.

—Prométeme... Si alguna vez... deseas alguna mujer, prométeme que la tomarás y que no sufrirás innecesariamente.

—¿Qué clase de hombre crees que soy? —estalló él—. ¡Te amo! ¿Por qué tendría que desear a otra?

—No tengo derecho a esperar... no es correcto, ni natural...

—Mira, Calista —dijo él, y su voz se suavizó—, he vivido mucho tiempo sin mujeres. Nunca me hizo demasiado daño. Unas pocas, aquí y allá, mientras viajaba solo por el Imperio. Nada serio.

Ella se miró las puntas de sus pequeñas sandalias de cuero teñido.

—Eso es diferente, hombres solos que viven alejados de las mujeres. Pero aquí, viviendo conmigo, durmiendo en la misma habitación, todo el tiempo cerca de mí y sabiendo... —Se quedó sin palabras. El deseó tomarla en sus brazos y besarla hasta que la joven perdiera esa mirada rígida, ausente. Le puso las manos sobre los hombros, la sintió tensarse bajo el contacto, y dejó caer las manos. ¡Maldito fuera quien había logrado que la joven incorporara esos reflejos! Pero incluso sin tocarla, sintió la pena y la culpa que la invadían.

—Has hecho mal negocio con tu esposa, Andrew —le dijo suavemente.

—Tengo la esposa que deseo —replicó él con amabilidad.

Damon y Ellemir entraron en la habitación. Ellemir estaba despeinada, sus ojos brillaban, tenían esa mirada vidriosa que Andrew asociaba con las mujeres excitadas. Por primera vez desde que había visto a las mellizas, miró a Ellemir como mujer, no meramente como a la hermana de Calista, y descubrió que le resultaba sensualmente atractiva. ¿O fue que por un momento vio en ella la manera en que tal vez algún día Calista lo miraría? Sintió un ramalazo de culpa. Ella era la hermana de su prometida, en unas pocas horas sería la esposa de su mejor amigo y, entre todas las mujeres, era la única a quien no debía mirar con deseo. Desvió la vista mientras Ellemir se arreglaba, volviendo lentamente a la normalidad.

—Cal —dijo—, debemos hacer poner cortinas nuevas, ya que éstas no han sido ventiladas ni lavadas desde... desde...—vaciló, buscando una analogía— desde la época de Regis IV. —Andrew sabía que la joven había estado en estrecho contacto con Damon, y sonrió para sí.

Justo antes del mediodía resonaron en el patio cascos de caballos, produciendo una conmoción similar a la de un pequeño huracán. Jinetes, ruidos, gritos. Calista se rió.

—¡Ése es Domenic: nadie más llega aquí con tanta furia!

Condujo a Andrew al patio. Domenic Lanart, heredero del Dominio de Alton era un muchacho alto y de pelo rojo, pecoso, montado en un enorme caballo gris. Le arrojó las riendas a un criado, desmontó de un salto, apresó a Ellemir y le dio un exuberante abrazo, y después rodeó a Damon con sus brazos.

—¡Dos bodas en una! —exclamó, arrastrándoles escaleras arriba—. Has demorado bastante tu petición de mano, Damon. El año pasado supe que la deseabas, ¿por qué tuviste que esperar toda una guerra para pedir su mano? Elli, ¿te gustará tener un esposo tan reticente? —Giró la cabeza hacia ambos lados, besándolos a los dos, y después se desasió y se dirigió a Calista.

—¡Y para ti un amante tan insistente como para sacarte de la Torre! Estoy ansioso por conocer a esa maravilla,
breda
.

Pero su voz se hizo súbitamente amable, y cuando Calista le presentó a Andrew, el joven hizo una reverencia. A pesar de toda su exuberancia y sus carcajadas juveniles, el muchacho tenía modales principescos. Tenía manos pequeñas y cuadradas, callosas como las de un espadachín.

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