La sombra de la sirena (29 page)

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Authors: Camilla Läckberg

Tags: #Policíaco

BOOK: La sombra de la sirena
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Ahora no sabía qué hacer. No quería perderlo. Aunque su amor no era correspondido, ella lo quería y con eso bastaba, con tal de que se quedara con ella. Al mismo tiempo, se sentía vacía y fría por dentro ante la sola idea de vivir de aquel modo, de ser la única de los dos que quería.

Se sentó en la cama y se quedó mirándolo. Dormía profundamente. Muy despacio, alargó la mano y le rozó el pelo, abundante y oscuro con toques grises. Le había caído un mechón sobre los ojos y Sanna lo apartó con delicadeza.

La noche anterior fue bastante agitada, y cada vez eran más las noches así. Sanna nunca sabía cuándo estallaría en un ataque, ya fuera por algo nimio o importante. Los niños se habían pasado la tarde gritando. Luego la cena, que no estuvo bien, y ella, que dijo algo con el tono de voz equivocado. No podían continuar así. Todo lo que había resultado difícil durante los años que llevaban juntos había cobrado tal protagonismo que no tardaría en ensombrecer lo que sí era bueno. Era como si, a la velocidad de la luz, se precipitasen hacia algo desconocido, hacia la oscuridad, y ella quería gritar «¡alto!» y acabar con ello. Quería que todo volviese a la normalidad.

Aun así, ahora comprendía algo más. Él le había confiado parte de su pasado. Y por horrenda que fuese la historia, tenía la sensación de que le hubiese entregado un regalo bellamente envuelto. Christian le había hablado de sí mismo, había compartido con ella algo que no le había revelado a ninguna otra persona. Y ella lo valoraba.

Solo que no sabía qué hacer con aquella confidencia. Quería ayudarle, que hablaran más a menudo y averiguar cosas que nadie más supiera, pero él no le daba nada más. Sanna trató de seguir haciendo preguntas el día anterior y al final él se marchó de casa dando un portazo tan fuerte que temblaron los cristales. Sanna no sabía cuándo volvió. Ella se durmió llorando alrededor de las once y, cuando se despertó hacía un instante, él estaba dormido a su lado. Eran cerca de las siete. Si quería ir al trabajo, tendría que ir pensando en levantarse. Miró el despertador. No había puesto la alarma. ¿Y si lo despertaba?

Vaciló unos segundos sentada en el borde de la cama. A Christian se le movían los ojos bajo los párpados con movimientos rápidos. Ella habría dado cualquier cosa por saber qué estaba soñando, qué imágenes estaba viendo. Se le estremeció el cuerpo levemente y tenía una expresión atormentada en la cara. Muy despacio, levantó la mano y la posó sobre el hombro de su marido. Se enfadaría si llegaba tarde al trabajo por no haberlo despertado. Claro que, si tenía el día libre, se enfadaría porque no lo había dejado dormir. Le habría encantado saber cómo conseguir que se sintiera satisfecho y quizá feliz.

Dio un respingo al oír la voz de Nils procedente del dormitorio de los niños. El pequeño la llamaba con el miedo en la voz. Sanna se levantó y aguzó el oído. Pensó por un segundo que eran figuraciones suyas, que la voz de Nils era un eco de sus propios sueños, en los que los niños siempre parecían estar llamándola y con necesidad de ella. Pero la oyó de nuevo:

—¡Mamá!

¿Por qué parecía tan asustado? El corazón de Sanna empezó a latir aceleradamente y los pies echaron a andar veloces como por sí solos. Se puso la bata y entró a toda prisa en la habitación que los niños compartían. Nils estaba sentado en la cama. Tenía los grandes ojos clavados en la puerta, en ella. Con los brazos extendidos hacia los lados, como un Jesucristo pequeñito en la cruz. Sanna notó la conmoción, como un golpe duro en el estómago. Vio los dedos separados y temblorosos de su hijo, el pecho, el pijama del osito Bamse que a él tanto le gustaba y que, a aquellas alturas, tenía tantos lavados que empezaba a deshilacharse por los puños. Vio aquella cosa roja. El cerebro apenas era capaz de asimilar la imagen. Entonces alzó la vista hacia la pared, por encima de Nils, y el grito cobró forma en la garganta, fue creciendo hasta que salió:

—¡Christian! ¡CHRISTIAN!

L
e quemaban los pulmones. Era una sensación extraña en medio de la niebla en la que se hallaba. Desde la tarde anterior, cuando encontró a Lisbet muerta en la cama, su existencia había sido como una bruma. Era tal el silencio que reinaba en la casa cuando llegó después de hablar con la Policía en la oficina… Se habían llevado a Lisbet, ya no estaba.

Pensó si no debería irse a otro lugar. Cruzar el umbral de la casa se le había antojado un imposible. Pero ¿adónde iría? No tenía a quién acudir. Además, era allí donde ella se encontraba. En los cuadros de las paredes y en las cortinas de las ventanas, en la letra de las etiquetas que se leían en los paquetes de comida guardados en el congelador. En la emisora elegida si ponía la radio de la cocina y en todos los alimentos extraños que llenaban la despensa: aceites de trufa, galletas de espelta y curiosas conservas. Cosas que había comprado con gran satisfacción, pero que nunca usó. Cuántas veces no la había chinchado él a propósito de aquellos planes suyos tan ambiciosos de una cocina selecta que siempre terminaba en algo mucho más sencillo. Cómo le habría gustado poder chincharla una vez más.

Kenneth apretó el paso. Erik le había dicho que hoy no tenía por qué ir a la oficina, pero él necesitaba rutinas. ¿Qué iba a hacer en casa? Se levantó como de costumbre, cuando sonó el despertador, dejó la cama hinchable que había al lado de la de ella, ya vacía. Incluso agradeció el dolor de espalda, el mismo que cuando ella aún estaba allí. Al cabo de una hora estaría en la oficina. Todas las mañanas salía a correr por el bosque durante cuarenta minutos. Acababa de pasar por delante del campo de fútbol, lo que significaba que había recorrido más o menos la mitad del circuito. Apretó el paso un poco más. Los pulmones le indicaban que estaba acercándose al límite de su capacidad, pero los pies seguían martilleando el suelo. Estaba bien. El dolor de los pulmones sofocaba una pequeñísima parte del que sentía en el corazón. Lo suficiente para no tumbarse en el suelo, encogerse hasta formar una bola y dejarse llevar por la pena.

No comprendía cómo iba a seguir viviendo sin ella. Era como tener que vivir sin aire. Igual de imposible, igual de asfixiante. Corría cada vez más deprisa. Empezó a ver puntos brillantes y el campo de visión se fue estrechando. Se concentró en un punto lejano, en un agujero en el follaje por el que se filtraba el primer esbozo de luz matinal. La luz dura de los focos que iluminaban el circuito seguía dominando.

La pista se fue estrechando hasta convertirse en un sendero y el suelo era ya más irregular, lleno de hoyos y protuberancias. Y también había algo de hielo aquí y allá, pero conocía el camino y no se molestaba en ir mirando al suelo. Corría centrándose en la luz y en la mañana que se aproximaba.

En un primer momento, no comprendió lo que sucedía. Era como si le hubiesen puesto delante una pared invisible. Se quedó suspendido en medio de una zancada, con los pies en el aire. Luego se cayó de bruces. Para frenar la caída, puso las palmas hacia abajo instintivamente y el golpe recibido cuando dio contra el suelo hizo que el dolor se propagara por los brazos hasta los hombros. Después sintió un dolor de otro tipo. Un dolor que le escocía y le quemaba y que lo obligaba a jadear. Se miró las manos. Tenía las palmas cubiertas de una gruesa capa de fragmentos de vidrio. Trozos grandes y pequeños de vidrio transparente que iban enrojeciendo con la sangre que manaba de las heridas donde las aristas le habían atravesado la piel. Se quedó inmóvil y a su alrededor todo estaba en silencio.

Cuando por fin intentó incorporarse, notó que no podía mover los pies. Se miró las piernas, también traspasadas de fragmentos que habían atravesado el tejido del pantalón. Luego paseó la mirada por el suelo. Y entonces vio la cuerda.

—¡
P
odías ayudarme un poco! —Erica estaba empapada de sudor. Maja se había opuesto a que la vistiera: desde las braguitas hasta el mono y ahora gritaba roja de rabia mientras Erica trataba de enfundarle las manos en un par de manoplas.

—Hace frío. Tienes que ponerte las manoplas —dijo conciliadora, aunque la argumentación verbal llevaba toda la mañana sin funcionar.

A Erica se le agolpaba el llanto en la garganta. Le remordía la conciencia por tanta regañina y tanta discusión y, en realidad, preferiría quitarle a Maja la ropa, no llevarla a la guardería y pasarse todo el día jugando con ella en casa. Pero sabía que no podía ser. No tenía fuerzas para hacerse cargo de Maja un día entero ella sola y, además, si cedía hoy, mañana sería mucho peor. Si Maja organizaba aquel barullo todas las mañanas antes de salir, Erica comprendía que su marido estuviese tan cansado.

Con mucho esfuerzo, logró levantarse del suelo y, sin más preámbulo, cogió a Maja de la mano y la arrastró hacia la calle, con las manoplas en el bolsillo. Quizá se calmase cuando llegaran a la guardería, o tal vez el personal tuviese más éxito.

De camino al coche, Maja hincó los talones en el suelo y empujó con todas sus fuerzas.

—Vamos. No puedo llevarte en brazos. —Erica tiró un poco más fuerte y Maja cayó boca arriba y empezó a llorar desconsoladamente. Y entonces también Erica rompió a llorar. Si alguien la hubiese visto, habrían llamado a los servicios sociales de inmediato.

Se agachó despacio y se puso en cuclillas, sin hacer caso de su tripa que quedaba aplastada. Ayudó a Maja a levantarse y le dijo con voz más dulce:

—Perdona, mamá se ha portado mal. ¿Nos damos un abrazo?

Maja no solía rechazar ninguna posibilidad de mimos, pero en esta ocasión miró a Erica con encono y se puso a llorar más fuerte aún. Sonaba como la sirena de un barco.

—Venga, cariño —dijo Erica acariciándole la mejilla. Al cabo de un rato, la pequeña empezó a calmarse y los aullidos se transformaron en sollozos. Erica lo intentó de nuevo.

—¿No le vas a dar un abrazo a mamá?

Maja vaciló un instante, pero luego se dejó abrazar. Hundió la cara en el cuello de su madre y Erica notó cómo la empapaba de lágrimas y de mocos.

—Perdón, yo no quería que te cayeras. ¿Te has hecho daño?

—Ajá… —respondió Maja sorbiendo los mocos y poniendo cara de pena.

—¿Te soplo? —preguntó Erica. Era un remedio que Maja siempre apreciaba.

La pequeña asintió.

—¿Y dónde te soplo? Dime, ¿dónde te duele?

Maja reflexionó un instante, al cabo del cual empezó a señalar todas las partes del cuerpo que alcanzaba con el dedo. Erica hizo un recorrido completo con los soplidos y sacudió la nieve del mono rojo de Maja.

—¿No crees que los amiguitos estarán esperándote en la guardería? —preguntó Erica, sacando luego el as de la manga—: Yo creo que Ture habrá llegado ya y se estará preguntando si no vas a ir.

Maja dejó de moquear. Ture era su gran amor. Tenía tres meses más que ella, una energía que superaba cualquier cosa y sentía verdadera pasión por Maja.

Erica contuvo la respiración. Luego, la cara de la pequeña se iluminó con una sonrisa.

—Mamos a Ture.

—Claro que sí —respondió Erica—. Ahora mismo vamos con Ture. Será mejor que no nos entretengamos más, no sea que a Ture le dé tiempo a encontrar trabajo, un puesto en el extranjero o algo así.

Maja la miró extrañada y Erica no pudo contener la risa.

—No hagas caso de lo que dice la chiflada de tu madre. En marcha, vamos corriendo a buscar a Ture.

T
enía diez años cuando todo cambió. En realidad, a aquellas alturas ya se había adaptado muy bien. No era feliz o, al menos, no como pensó que lo sería la primera vez que vio a aquella madre tan guapa, o como lo fue antes de que Alice empezara a crecerle en la barriga. Pero tampoco era desgraciado. Tenía un lugar en la vida, se perdía soñando en el mundo de los libros y se había conformado con eso. Y la grasa que había acumulado lo protegía, era una armadura contra lo que lo corroía por dentro
.

Alice lo seguía queriendo tanto como antes. Lo seguía como una sombra, pero no hablaba mucho, lo que a él le venía de maravilla. Si necesitaba algo, allí estaba Alice. Si tenía sed, ella le traía agua enseguida, si quería comer algo, se escurría hacia la despensa y cogía las galletas que su madre había escondido
.

Su padre aún lo miraba de un modo extraño de vez en cuando, pero ya no lo vigilaba. Alice era ya una niña grande, tenía cinco años. Finalmente, había aprendido a hablar y a caminar, pero solo se parecía a los demás niños si se quedaba quieta y callada. Entonces era tan bonita que la gente se detenía a mirarla igual que cuando era pequeña y la llevaban en el cochecito. Pero cuando se movía o empezaba a hablar, la gente se alejaba mirándola con compasión y meneando la cabeza
.

El médico dijo que nunca se pondría bien. Claro que no le permitieron acompañarlos, a él nunca lo dejaban ir a ningún sitio, pero no había olvidado cómo se arrastran los indios cuando avanzan sigilosos. Se movía por la casa sin hacer el menor ruido y siempre estaba atento a lo que decían. Los oía discutir y sabía todo lo que decían de Alice. La que más hablaba era su madre. Ella era quien llevaba a Alice a la consulta de todos aquellos médicos para dar con un nuevo tratamiento, algún método o algún tipo de entrenamiento que ayudase a Alice a conseguir movimientos, habla y capacidades más acordes con su aspecto
.

De él no hablaban nunca. Eso fue algo que también descubrió escuchando a hurtadillas. Era como si él no existiera, solo ocupaba un espacio. Pero había aprendido a vivir con ello. Las pocas veces que aquello le causaba dolor, pensaba en aquel perfume y en aquello que ya empezaba a entender como una historia maligna. Un recuerdo lejano. Eso le bastaba para poder vivir como un ser invisible para todos, salvo para Alice. Ahora que él había conseguido que fuese una niña buena
.

Una llamada telefónica lo cambió todo. La bruja había muerto y la casa era ahora de su madre. La casa de Fjällbacka. No habían estado allí desde que nació Alice, desde aquel verano que pasaron en la caravana, cuando él lo perdió todo. Ahora se mudarían allí. Fue su madre quien lo decidió. Su padre intentó oponerse, pero, como de costumbre, nadie le prestó atención
.

A Alice no le gustó el cambio. Ella quería que todo siguiera como siempre, todos los días lo mismo, siempre las mismas rutinas. De modo que, una vez embaladas todas sus cosas, cuando todos estaban ya en el coche y su padre al volante, Alice se volvió, pegó la nariz a la luna trasera y no dejó de mirar la casa hasta que desapareció de su vista. Luego volvió a mirar al frente y se acurrucó a su lado. Apoyó la mejilla en su hombro y, por un instante, consideró la posibilidad de consolarla, de darle una palmadita en la cabeza o de cogerle la mano. Pero no lo hizo
.

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