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Authors: Camilla Läckberg

Tags: #Policíaco

La sombra de la sirena (27 page)

BOOK: La sombra de la sirena
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—Necesito hablar con Christian —respondió Erica con la esperanza de no tener que explicar los motivos allí mismo, en la puerta.

—No está en casa.

—¿Y cuándo vuelve? —preguntó Erica armada de paciencia y casi aliviada de poder retrasar el encuentro.

—Está escribiendo. En la cabaña. Puedes ir allí si quieres, pero allá tú si lo interrumpes.

—Me arriesgaré. —Erica vaciló un instante—. Es importante —añadió.

Sanna se encogió de hombros.

—Como quieras. ¿Sabes dónde es?

Erica asintió. Había visitado a Christian varias veces en la guarida que usaba para escribir.

Cinco minutos después, detenía el coche delante de la hilera de cabañas. La que Christian usaba para escribir era herencia de la familia de Sanna. Su abuelo la había comprado por una miseria y ahora era una de las pocas cuyo propietario la utilizaba todo el año.

Christian debió de oír el coche, porque abrió la puerta antes de que Erica hubiese tenido tiempo de llamar. Advirtió en el acto la herida que Christian tenía en la frente, pero decidió que no era el momento de preguntarle.

—¿Tú por aquí? —dijo con la misma falta de entusiasmo que Sanna.

Erica empezaba a sentirse como si tuviera la peste.

—Yo y otros dos más —respondió intentando bromear, pero a Christian no le pareció divertido.

—Estoy trabajando —dijo sin hacer amago de invitarla a entrar.

—No te robaré más de unos minutos.

—Tú sabes por experiencia propia cómo son las cosas cuando ya estás en ello —añadió.

La cosa iba peor incluso de lo que Erica esperaba.

—Gaby ha venido a verme hace un rato. Y me ha comentado sobre vuestra reunión.

Christian suspiró abatido.

—¿Y ha venido hasta aquí para eso?

—Tenía una reunión en Gotemburgo. Pero está muy preocupada. Y creía que yo… pero, oye, ¿no podemos sentarnos a hablar dentro?

Christian se apartó por fin en silencio y la dejó entrar. El techo era tan bajo que tenía que caminar agachando un poco la cabeza, pero Erica, que era un palmo más baja, sí podía estar derecha. Christian le dio la espalda y entró primero en la habitación que daba al mar. El ordenador encendido y los folios esparcidos por la mesa, ante la ventana, indicaban que, en efecto, estaba trabajando.

—Bueno, ¿y qué quería Gaby? —Se sentó, cruzó las largas piernas y los brazos también. Expresaba aversión con todo el cuerpo.

—Ya te digo, está preocupada. O quizá la palabra adecuada sea «afligida». Dice que no estás dispuesto a participar en más entrevistas ni a promocionar el libro.

—Así es. —Christian apretó los brazos más aún.

—¿Podrías decirme por qué?

—Tú deberías pillarlo, ¿no? —masculló de tal modo que Erica dio un respingo. Christian pareció notarlo y se arrepintió del tono empleado—. Tú sabes por qué —dijo en tono apagado—. No puedo… No puedo, con las cosas que han escrito.

—¿Te preocupa atraer más la atención aún? ¿Es eso? ¿Han vuelto a amenazarte? ¿Sabes quién es? —Las preguntas le surgían a borbotones.

Christian meneó la cabeza con fuerza.

—No sé nada. —Había vuelto a levantar la voz—. ¡No sé absolutamente nada! Solo quiero un poco de paz y tranquilidad, trabajar en paz y no tener que… —Apartó la mirada.

Erica observaba a Christian en silencio. En realidad, no encajaba en aquel ambiente. Siempre lo había pensado, las pocas veces que lo había visto allí, y en esta ocasión más aún. Parecía un ave rara entre las numerosas artes de pesca y redes que adornaban las paredes. La cabaña parecía una casa de muñecas donde él se esforzara por meter aquellos miembros tan largos, allí se había quedado atascado y sin poder salir. En cierto modo, quizá fuera así.

Erica miró el manuscrito que tenía sobre la mesa. Desde donde se encontraba no podía ver lo que decía, pero calculó que serían unas cien páginas.

—¿Es la nueva novela? —No pensaba dejar de lado el tema de conversación que tanto lo había alterado, pero quería darle algo de tiempo para que se calmara.

—Sí. —Christian pareció relajarse.

—¿La continuación de
La sombra de la sirena
?

Christian sonrió.

—La continuación de
La sombra de la sirena
no existe —dijo volviendo la vista al mar—. No comprendo cómo se atreve la gente —añadió pensativo.

—¿Perdón? —Erica no se explicaba qué lo hacía sonreír—. ¿Cómo se atreve a qué?

—A saltar.

Erica le siguió la mirada y enseguida comprendió qué quería decir.

—¿Te refieres a saltar desde el trampolín de Badholmen?

—Sí. —Christian observaba el trampolín sin pestañear.

—Yo nunca tuve valor. Claro que, por otro lado, a mí el agua me da un miedo que es de vergüenza, teniendo en cuenta que me crie aquí.

—Yo tampoco me he atrevido nunca. —Christian sonaba distraído, como soñando. Erica estaba expectante. Había algo entre líneas, una tensión a punto de estallar. No se atrevía a moverse, apenas se atrevía a respirar. Al cabo de unos minutos, Christian continuó. Pero ya no parecía consciente de la presencia de Erica—. Ella sí se atrevía.

—¿Quién? —Erica preguntó en un susurro. En un primer momento, no creyó que fuese a responder. Solo se oía silencio. Luego, Christian le dijo en voz baja, apenas audible:

—La sirena.

—¿La del libro? —Erica no comprendía nada. ¿Qué trataba de decirle Christian? ¿Y dónde se encontraba? Desde luego, no estaba allí, ni en aquel momento, ni estaba con ella. Se encontraba en algún otro lugar y a Erica le habría gustado saber dónde.

Un segundo después, se esfumó el momento de tensión. Christian respiró hondo y se volvió hacia ella. Había vuelto del ensueño.

—Quiero concentrarme en el nuevo manuscrito, no andar concediendo entrevistas y escribiendo felicitaciones de cumpleaños en los libros.

—Es parte del trabajo, Christian —le señaló Erica con calma, pero con un punto de irritación ante la arrogancia de su amigo.

—¿No tengo posibilidad de elegir? —También él hablaba ahora más tranquilo, aunque aún le resonaba la tensión en la voz.

—Si no estabas dispuesto a hacer esa parte del trabajo, deberías haberlo dicho de inmediato. La editorial, el mercado, los lectores, por Dios bendito, lo más importante, esperan que les dediquemos parte de nuestro tiempo. Y si uno no está dispuesto a hacerlo, bueno, entonces hay que dejarlo claro desde el principio. No puedes cambiar las reglas en mitad del juego.

Christian clavó la vista en el suelo y Erica se dio cuenta de que la había escuchado atentamente y había comprendido lo que le decía. Cuando levantó la vista, tenía los ojos llenos de lágrimas.

—No puedo, Erica. Es imposible de explicar… —Meneó la cabeza y comenzó de nuevo—: No puedo. Que me demanden si quieren, que me pongan en la lista negra, no me importa. Seguiré escribiendo de todos modos, porque tengo que hacerlo. Pero no puedo prestarme a este juego. —Se rascó los brazos con fuerza, como si tuviera una miríada de hormigas bajo la piel.

Erica lo miró llena de preocupación. Christian era como una cuerda tensada, a punto de saltar y romperse en cualquier momento. Pero comprendió que no podía hacer nada para remediarlo. Christian no quería hablar con ella. Y Erica tendría que resolver el misterio por sus propios medios, sin su ayuda.

La miró fijamente un instante y luego arrastró la silla abruptamente hacia la mesa donde estaba el ordenador.

—Y ahora tengo que trabajar —dijo inexpresivo, con un semblante hermético.

Erica se levantó. Habría querido leerle el pensamiento, descubrir sus secretos, unos secretos de cuya existencia estaba segura y que eran la clave de todo. Pero Christian miraba al ordenador, concentrado en las palabras que acababa de escribir como si fueran las últimas que fuese a leer.

Erica no dijo nada al marcharse. Ni siquiera adiós.

P
atrik estaba en el despacho, intentando combatir aquel maldito cansancio. Tenía que centrarse, rendir al máximo ahora que la investigación se hallaba en un estadio crítico. Paula asomó la cabeza por la puerta entreabierta.

—¿Qué ha pasado ahora? —preguntó constatando el color nada saludable de Patrik, que tenía la frente llena de sudor. Estaba preocupada por él. Últimamente parecía agotado, era evidente.

Patrik respiró hondo e hizo un esfuerzo por pensar en el curso de los acontecimientos más recientes.

—Han llevado el cadáver de Lisbet Bengtsson a Gotemburgo para practicarle la autopsia. No he hablado con Pedersen, pero teniendo en cuenta que aún faltan al menos dos días para que tengamos el resultado de la autopsia de Magnus Kjellner, yo no contaría con ninguna respuesta hasta principios de la semana que viene, como muy pronto.

—Dime, ¿tú qué crees? ¿La mataron?

Patrik dudó un instante.

—Por lo que a Magnus se refiere, estoy totalmente seguro. Es imposible que él mismo se infligiera las lesiones que presentaba, solo puede haberlas sufrido a manos de otra persona. Pero en el caso de Lisbet… No sé qué decir. No tenía lesiones externas, por lo que yo pude ver, y estaba muy enferma, así que podría tratarse de una muerte natural. Si no fuera por la nota. Alguien entró en la habitación y le colocó la nota entre las manos, aunque es imposible saber si lo hizo antes de que muriera, mientras moría o después de la muerte. Tendremos que esperar a que Pedersen pueda darnos algo más de información.

—¿Y las cartas? ¿Qué han dicho Erik y Kenneth? ¿Tenían alguna teoría sobre quién y por qué?

—No, al menos eso es lo que dicen ellos. Y en estos momentos, no tengo motivos para no creerlos. Sin embargo, me parece poco creíble que hayan elegido al azar a las tres personas que han recibido las cartas. Los tres se conocen, se ven, y algún denominador común tiene que haber. Y se nos ha escapado.

—En ese caso, ¿por qué no recibió Magnus ninguna carta? —objetó Paula.

—Eso no lo sabemos. Puede que las recibiera y que no se lo contara a nadie.

—¿Has hablado de ello con Cia?

—Sí, en cuanto oí hablar de las cartas de Christian. Según ella, Magnus no había recibido ninguna. En ese caso, decía, ella lo sabría y nos lo habría contado desde el principio. Pero es imposible tener la certeza. Seguramente, Magnus lo habría mantenido en secreto para protegerla.

—Además, da la sensación de que esto ha ido a más. Entrar en casa de alguien a medianoche es más grave que enviar unas cartas por correo.

—Tienes razón —admitió Patrik—. En realidad, me gustaría darle a Kenneth protección policial, pero no contamos con personal suficiente para ello.

—No, desde luego que no —convino Paula—. Pero si resultara que su mujer no ha muerto por causas naturales…

—En ese caso, ya veremos lo que hacemos —dijo Patrik con tono cansino.

—Por cierto, ¿has mandado a analizar las cartas?

—Sí, las envié enseguida. Y añadí la carta de Christian que consiguió Erica.

—La que Erica robó, ¿no? —preguntó Paula tratando de ocultar una sonrisa. Se había reído muchísimo con Patrik cuando intentó defender la acción de su mujer.

—Vale, sí, la robó. —Patrik se ruborizó un poco—. Pero no creo que debamos tener muchas esperanzas. A estas alturas, somos varios los que hemos tocado esas cartas y no es fácil dar con la pista de la procedencia de un papel blanco normal y corriente y de la tinta negra utilizada. Debe de poder comprarse en cualquier rincón de Suecia.

—Sí —dijo Paula—. Existe el riesgo de que nos enfrentemos a una persona meticulosa a la hora de borrar sus huellas.

—Es posible, pero también puede que tengamos suerte.

—Pues no es que hayamos tenido mucha hasta ahora —masculló Paula.

—No, la verdad es que no… —Patrik se desplomó en la silla reflexionando en silencio sobre todo aquello.

—Mañana empezaremos con más energía. Haremos un repaso a las siete y, a partir de ahí, seguiremos adelante.

—Más energía mañana —repitió Paula mientras se dirigía a su despacho. Verdaderamente, necesitaban algún giro en la investigación. Y Patrik parecía necesitar un buen descanso. Se dijo que debía estar un poco pendiente de él. No parecía encontrarse nada bien.

E
l trabajo con el libro avanzaba a duras penas. Las palabras se le agolpaban en la cabeza sin que fuera capaz de ordenarlas y formar frases con ellas. El cursor lo irritaba con su parpadeo. Aquel libro resultaba más difícil, en él había mucho menos de sí mismo. En
La sombra de la sirena
, en cambio, había demasiado. A Christian lo sorprendía el hecho de que nadie se hubiese dado cuenta. El que lo hubiesen leído acríticamente como un cuento, como una turbia ficción. No vio cumplido su mayor temor. Durante todo el largo período de trabajo con el libro, por duro no menos necesario, había combatido el miedo a lo que sucedería cuando lo desvelase todo. Lo que se removería cuando todo saliera a la luz.

Pero no sucedió nada. La gente era tan ingenua, estaba tan acostumbrada a tragarse historias inventadas que no reconocían la realidad ni siquiera cuando se les presentaba bajo el velo más fino. Volvió a mirar la pantalla. Intentó concitar las palabras, encontrar el hilo de lo que iba a convertirse en un cuento de verdad. Era tal y como se lo había dicho a Erica.
La sombra de la sirena
no tendría continuación. Con ella terminaba el relato.

Había jugado con fuego y ahora las llamas le quemaban la planta de los pies. Ella ya estaba cerca, lo notaba. Lo había encontrado y él era el único culpable.

Apagó el ordenador con un suspiro. Necesitaba ordenar las ideas. Se puso la cazadora. Con las manos en los bolsillos, se encaminó con paso presuroso hacia la plaza de Ingrid Bergman. Las calles estaban ahora tan desiertas como animadas y llenas de vida en verano. Pero así le gustaban más.

No sabía adónde se dirigía hasta que giró a la altura del muelle donde se hallaban los barcos de salvamento marítimo. Los pies lo condujeron hasta Badholmen; se veía el trampolín contra el fondo de aquel cielo invernal de color gris. El viento soplaba con fuerza y mientras cruzaba el muelle de piedra que lo llevaría hasta el islote, una ráfaga le prendió la cazadora y la hinchó como una vela. Las paredes de madera que dividían los vestuarios lo resguardaban, pero en cuanto saltaba otra vez sobre las rocas en dirección al trampolín, el viento se hacía de nuevo con el poder. Se detuvo. Se balanceó de un lado a otro mientras alzaba la vista hacia el trampolín. No podía decirse que fuese bonito, pero estaba bien donde estaba. Desde la plataforma más alta podía verse todo Fjällbacka y la bocana que se fundía con el mar. Y aún conservaba cierta dignidad marchita, como una dama entrada en años que hubiese vivido bien y que no se avergonzara de que se le notase.

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