La sombra de la sirena (26 page)

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Authors: Camilla Läckberg

Tags: #Policíaco

BOOK: La sombra de la sirena
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—¿Qué demonios está ocurriendo, eh? —Gösta meneaba la cabeza y, como de costumbre cuando era Patrik quien conducía, se agarraba bien a la agarradera que había encima de la ventanilla—. ¿Tienes que pisarle tanto en las curvas? Voy como pegado a la ventanilla.

—Lo siento. —Patrik redujo un poco, pero el pie no tardó en presionar de nuevo el acelerador—. ¿Que qué pasa? Pues sí, eso me pregunto yo también —dijo tranquilamente echando un vistazo por el retrovisor para asegurarse de que Paula y Martin los seguían.

—¿Qué te ha dicho? ¿Ella también tenía heridas de arma blanca? —quiso saber Gösta.

—La verdad, no pude sacarle mucho en claro. Parecía totalmente conmocionado. Solo dijo que había llegado a casa y que había encontrado a su mujer asesinada.

—Por lo que yo sé, tampoco es que le quedase mucho… —dijo Gösta. Detestaba todo lo relacionado con las enfermedades y con la muerte, y se había pasado la mayor parte de su vida esperando que le diagnosticasen cualquier enfermedad mortal. Lo único que le interesaba era hacer tantos recorridos de golf como le fuera posible, antes de que eso ocurriera. Y, en aquellos momentos, Patrik parecía mejor candidato que él para caer enfermo.

—Por cierto que tú no tienes muy buen aspecto.

—Hay que fastidiarse, lo pesado que estás con ese tema, oye —replicó Patrik enojado—. A ti me gustaría verte sacando adelante trabajo y niños pequeños a la vez. No tener nunca tiempo de nada, no poder dormir como es debido. —Patrik lamentó sus palabras en el mismo momento en que las soltó como un torrente. Sabía que el dolor más grande en la vida de Gösta era, precisamente, aquel hijo que había perdido poco después del parto—. Perdona, no ha sido muy acertado —dijo.

Gösta asintió.

—No pasa nada —asintió Gösta.

Guardaron silencio unos instantes, oyendo solo el ruido de los neumáticos al avanzar rozando la carretera nacional en dirección a Fjällbacka.

—Qué bien lo de Annika y la pequeña —dijo Gösta finalmente con expresión más relajada.

—Sí, pero una espera demasiado larga —contestó Patrik, aliviado de poder cambiar de tema.

—Ya, es increíble que tarde tanto. Yo no tenía ni idea. La niña está, ¿cuál es el problema? —Gösta sentía casi la misma frustración que Annika y Lennart.

—Burocracia —respondió Patrik—. Y, en cierto modo, hay que estar agradecido de que lo comprueben todo tan bien y no entreguen a los niños a cualquiera.

—Ya, claro, en eso tienes razón.

—Bueno, pues ya hemos llegado. —Patrik giró hasta aparcar delante de la casa de la familia Bengtsson. Un segundo después, se detuvo también el coche de policía con Paula al volante y, cuando apagaron el motor, lo único que se oía era el murmullo del bosque.

Kenneth Bengtsson abrió la puerta. Estaba pálido y parecía desconcertado.

—Patrik Hedström —se presentó estrechándole la mano—. ¿Dónde está? —Les indicó a los demás que aguardasen fuera. Si todos pisoteaban el lugar, podrían perjudicar la investigación técnica. Kenneth sujetó la puerta y señaló hacia dentro.

—Ahí. Yo… ¿puedo quedarme aquí?

Patrik advirtió su mirada ausente.

—Espera con mis colegas, entraré yo —dijo haciéndole a Gösta una señal para que se hiciera cargo del cónyuge de la víctima. El talento de Gösta como policía dejaba mucho que desear por lo demás, pero tenía buena mano con las personas y Patrik sabía que Kenneth estaría seguro con él. Además, pronto llegaría el personal forense. Los había llamado antes de salir de la comisaría, de modo que el furgón no podía tardar mucho.

Patrik entró despacio en el recibidor y se quitó los zapatos. Echó a andar en la dirección que le había señalado Kenneth, suponiendo que se había referido a la puerta que había al final del pasillo. Estaba cerrada y Patrik se detuvo con la mano en el aire. Podía haber huellas. Empujó el picaporte con el codo y abrió la puerta cargando sobre ella el peso del cuerpo.

La halló tumbada en la cama con los ojos cerrados y las manos a los lados. Se diría que estaba durmiendo. Se acercó un par de pasos más para buscar algún tipo de lesión en el cadáver. No había ni sangre ni heridas. En cambio, sí se apreciaban claramente los estragos de la enfermedad. El esqueleto se perfilaba debajo de la piel tensa y seca y la cabeza parecía pelada debajo del pañuelo. Se le encogía el corazón ante la sola idea de lo que había tenido que sufrir, de lo que habría sufrido Kenneth al verse obligado a ver a su mujer en aquel estado. Pero no había nada que indicase que no hubiera fallecido mientras dormía. Retrocedió y salió despacio de la habitación.

Cuando volvió a salir al frío de la calle, vio a Gösta hablando con Kenneth, intentando tranquilizarlo mientras Paula y Martin ayudaban al conductor del furgón a aparcar marcha atrás ante la entrada.

—Acabo de verla —le dijo Patrik a Kenneth en voz baja y poniéndole la mano en el hombro—. Y no veo nada que indique que la hayan asesinado, como nos dijiste por teléfono. Por lo que tengo entendido, estaba muy enferma, ¿no?

Kenneth asintió en silencio.

—¿Y no te parece más verosímil que, sencillamente, haya fallecido mientras dormía?

—No, la han asesinado. —Kenneth lo miró con vehemencia.

Patrik intercambió una mirada con Gösta. No era insólito que, bajo los efectos de la conmoción, algunas personas reaccionasen de forma atípica y dijeran cosas extrañas.

—¿Por qué piensas eso? Ya te digo que acabo de verla y el cadáver no presenta lesiones, ni ninguna otra pista que indique algo… anormal.

—¡Te digo que la han asesinado! —insistió Kenneth, y Patrik empezó a comprender que no podía hacer más por el momento. Le pediría al personal forense que le echase un vistazo al hombre.

—¡Mira! —Kenneth sacó algo del bolsillo y se lo entregó a Patrik, que lo cogió sin pensar. Era una pequeña nota de color blanco, doblada por la mitad. Patrik lo miró inquisitivo y la desdobló. Con tinta negra y letra elegante, decía: «Conocer la verdad sobre ti la ha matado».

Patrik reconoció la letra enseguida.

—¿Dónde la has encontrado?

—La tenía en la mano. Se la he quitado de la mano. —Kenneth no podía articular palabra.

—¿Y no la habrá escrito ella misma? —Era una pregunta innecesaria, pero Patrik quiso hacerla y despejar cualquier duda. En realidad, ya sabía la respuesta. Era la misma letra. Y aquellas sencillas palabras transmitían la misma maldad que la carta que Erica le había cogido a Christian.

Tal y como esperaba, Kenneth meneó la cabeza.

—No —dijo sosteniendo algo que Patrik no le había visto en la mano hasta el momento—. Lo escribió la misma persona que ha enviado esto.

A través del plástico transparente se veían unos sobres blancos. La dirección estaba escrita con tinta negra y con letra elegante. La misma que la nota que él tenía en la mano.

—¿Cuándo las recibiste? —preguntó sintiendo que se le salía el corazón.

—Precisamente íbamos a llevároslas ahora —respondió Kenneth en voz baja mientras le entregaba la bolsa a Patrik.

—¿Ibais? —preguntó Patrik examinando atentamente los sobres. Cuatro cartas.

—Sí. Erik y yo. Él también las ha recibido.

—¿Te refieres a Erik Lind? ¿Él también ha recibido cartas como estas? —repitió Patrik para asegurarse de que había oído bien.

Kenneth asintió.

—Pero ¿por qué no habéis acudido antes a la Policía? —Patrik trataba de que no se le notase la frustración en la voz. El hombre que tenía delante acababa de perder a su mujer y no era momento de andarse con reproches.

—Yo… nosotros… Es que hasta hoy no hemos sabido que los dos las habíamos recibido. Y de lo de Christian nos enteramos el fin de semana, cuando salió en los periódicos. No puedo responder por Erik, pero por lo que a mí respecta, no quería preocupar a… —Se le hizo un nudo en la garganta.

Patrik volvió a mirar los sobres de la bolsa.

—Hay tres con destinatario y matasellos, mientras que la otra solo lleva tu nombre. ¿Cómo te llegó?

—Alguien entró aquí ayer noche y la dejó en la mesa de la cocina. —Vaciló un instante y Patrik guardó silencio, tenía la sensación de que había más—. Al lado de la carta, había un cuchillo. Y ese es un mensaje que solo puede interpretarse de un modo. —Y en ese punto, Kenneth rompió a llorar, pero continuó—: Yo creí que iban a por mí. ¿Por qué Lisbet? ¿Por qué matar a Lisbet? —Se secó una lágrima con el reverso de la mano, claramente turbado por estar llorando delante de Patrik y el resto.

—Bueno, en realidad no sabemos si de verdad la mataron —dijo Patrik con serenidad—. Pero es obvio que aquí ha estado alguien. ¿Tienes idea de quién puede ser? ¿Quién habría enviado unas cartas como estas? —Patrik no apartaba la vista de Kenneth, por si le notaba en la cara la menor alteración pero, a su juicio, Kenneth fue sincero al responder:

—He pensado mucho en ello desde que empecé a recibir las cartas. Fue poco antes de Navidad. Pero no se me ocurre quién podría querer hacerme daño. Sencillamente, no hay nadie. Nunca me he ganado enemigos hasta ese punto. Soy demasiado… insignificante.

—¿Y Erik? ¿Cuánto hace que recibe cartas?

—El mismo tiempo que yo. Las tiene en el despacho. Yo venía solamente a recoger las mías y luego pensábamos ponernos en contacto con vosotros… —Se le iba la voz y Patrik comprendió que, mentalmente, Kenneth había vuelto a la habitación donde halló muerta a su mujer.

—¿Qué puede significar el mensaje de la nota? —preguntó Patrik sin acuciarlo—. ¿A qué «verdad sobre ti» se refiere el remitente?

—No lo sé —respondió Kenneth en voz baja—. De verdad que no lo sé. —Luego tomó aire—. ¿Qué vais a hacer con ella ahora?

—La llevaremos a Gotemburgo, para someterla a examen.

—¿A examen? ¿Quieres decir la autopsia? —Kenneth hizo una mueca de dolor.

—Sí, la autopsia. Por desgracia, es necesario para que podamos esclarecer los hechos.

Kenneth asintió, pero tenía los ojos empañados y los labios empezaban a adquirir un color violáceo. Patrik comprendió que llevaba demasiado tiempo fuera sin abrigo y se apresuró a decir:

—Hace frío, tienes que entrar en casa. —Reflexionó un instante—. ¿Te vendrías conmigo al despacho? Me refiero al tuyo, claro. Así podemos hablar con Erik. Dilo claramente si no te sientes con fuerzas; de ser así, iré solo. Por cierto, quizá haya alguna persona a la que quieras llamar, ¿no?

—No. E iré contigo, por supuesto —respondió Kenneth casi en tono rebelde—. Quiero saber quién ha hecho esto.

—Muy bien. —Patrik le puso la mano en el codo y lo guio hacia el coche. Abrió la puerta del acompañante y se encaminó luego hacia Martin y Paula, para darles instrucciones. Fue a buscar una cazadora para Kenneth antes de decirle a Gösta que los acompañara. El equipo de los técnicos ya estaba en camino y Patrik esperaba poder volver antes de que hubieran terminado. De lo contrario, tendría que hablar con ellos después. Aquello era tan urgente que no podía esperar.

Cuando salieron del camino de entrada a la casa, Kenneth se la quedó mirando un buen rato. Movía los labios como si estuviera articulando una despedida silenciosa.

E
n realidad, nada había cambiado, estaba tan vacío como hasta hacía un instante. La única diferencia era que ahora tenían un cuerpo que enterrar y que la última esperanza se había extinguido. Sus presentimientos resultaron ciertos, pero Dios, cómo deseaba haber estado equivocada.

¿Cómo podría vivir sin Magnus? ¿Cómo sería la existencia sin él? Le resultaba tan irreal pensar que su marido, el padre de sus hijos, estaría a partir de ahora en una tumba en el cementerio… Magnus, siempre tan lleno de vida, siempre ansioso de diversión para sí mismo y para cuantos había a su alrededor. Y sí, claro que a veces se irritaba con él por su desenfado y sus ocurrencias. La sacaba de sus casillas cuando quería hablar de algo serio y él hacía el ganso y bromeaba con ella hasta que no podía evitar echarse a reír, aunque no quisiera. Sin embargo, no habría querido cambiar nada de su persona.

¡Qué no daría por una hora más con él, una sola! O media, o un minuto. No solo no habían concluido, sino que acababan de empezar una vida en común. Solo habían podido compartir una parte del viaje que habían planificado juntos. El primer encuentro atolondrado a los diecinueve. Los primeros años de enamoramiento. La petición de matrimonio y la boda en la iglesia de Fjällbacka. Los niños. Las noches de llanto en las que se turnaban para dormir. Todos los momentos de juegos y de risas con Elin y Ludvig. Las noches en que hacían el amor y se dormían cogidos de la mano. Y después, los últimos años, cuando los niños empezaron a hacerse mayores y ellos empezaron a verse como personas de nuevo.

Era tanto lo que les faltaba por hacer, el camino que se extendía ante ellos se les antojaba largo y pleno de vivencias. A Magnus le encantaba la idea de meterse con el primer novio o la primera novia de los niños cuando, titubeando, fuesen torpes y tímidos a presentarlos en casa por primera vez. Ayudarían a Elin y a Ludvig a mudarse a su primer apartamento, a llevar los muebles, a pintar y a coser cortinas. Magnus pronunciaría el discurso en sus respectivas bodas. Hablaría demasiado, con demasiado sentimentalismo, y referiría demasiados detalles de cuando eran niños. Incluso habían empezado a fantasear con los nietos, aunque aún faltaban muchos años para eso, lo veían como una promesa a la orilla del camino, brillante como una joya. Se convertirían en los mejores abuelos del mundo. Siempre dispuestos a ayudar y a mimar a los nietos. Les darían galletas antes de la cena y les comprarían juguetes de más. Les darían tiempo, todo el tiempo que tuvieran.

Y todo aquello se había esfumado ahora. Sus sueños de futuro jamás se harían realidad. De repente, notó una mano en el hombro. Oyó la voz, pero era tan insoportablemente parecida a la de Magnus que desconectaba y dejaba de escuchar. Al cabo de un rato, la voz calló y la mano se alejó del hombro. Tenía ante sí el camino que se perdía, como si nunca hubiera existido.

C
omo el camino al Gólgota recorrió el trayecto hasta la casa de Christian. Había llamado a la biblioteca para preguntar por él, pero allí le dijeron que se había ido a casa. De modo que se metió como pudo en el coche y allí se dirigió. Seguía sin estar segura de lo acertado de acceder a la petición de Gaby. Al mismo tiempo, no sabía cómo librarse de aquella situación. Gaby no era de las que aceptaban una negativa.

—¿Qué quieres? —preguntó Sanna cuando abrió la puerta. Parecía más triste que de costumbre.

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