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Authors: Camilla Läckberg

Tags: #Policíaco

La sombra de la sirena (23 page)

BOOK: La sombra de la sirena
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Pero a ella el cuerpo le decía que el final ya estaba cerca. Se le habían terminado las reservas y la enfermedad había tomado el mando. Había vencido. Y nada deseaba más que morir en casa, tapada con su propio edredón y con la cabeza descansando en su propia almohada. Y con Kenneth durmiendo a su lado por la noche. Muchas veces se quedaba despierta escuchando, intentando memorizar el sonido de su respiración. Sabía lo incómodo que estaba en aquella destartalada cama hinchable. Pero no era capaz de decirle que se fuera a dormir arriba. Quizá fuese una actitud egoísta, pero lo quería demasiado como para tenerlo lejos el tiempo que le quedaba.

—¿Kenneth? —Lo llamó una tercera vez. Acababa de convencerse de que se lo había imaginado todo cuando oyó el ruido familiar del tablón suelto de la entrada, que protestaba ruidosamente siempre que alguien lo pisaba.

»¿Hola? —Empezaba a asustarse. Miró a su alrededor en busca del teléfono, que Kenneth siempre se acordaba de dejarle cerca, pero últimamente se levantaba tan cansado que a veces se le olvidaba. Como hoy.

»¿Hay alguien ahí? —Se agarró al borde de la cama y trató de incorporarse de nuevo. Se sentía como el protagonista de una de sus novelas favoritas,
La metamorfosis
, de Franz Kafka, en la que Gregor Samsa se convierte en un escarabajo y es incapaz de darse la vuelta cuando se queda boca arriba, y así permanece tumbado sin poder hacer nada.

Ya se oían pasos en el recibidor. Pasos cautelosos, pero que se acercaban cada vez más. Lisbet notó que el pánico le hormigueaba por dentro. ¿Quién sería aquella persona, que no respondía a sus preguntas? Porque a Kenneth no se le ocurriría bromear con ella de aquel modo, claro. Jamás había recurrido a bromas pesadas ni a sorpresas inesperadas, ¿cómo iba a hacerlo ahora?

Los pasos no se oían muy lejos. Clavó la mirada en la vieja puerta de madera que ella misma había lijado y pintado hacía ya lo que a ella le parecía toda una vida. Al principio no se movía y volvió a pensar que tal vez el cerebro le estuviese jugando una mala pasada, que quizá el cáncer se hubiese extendido y ya no pudiera pensar con claridad y percibir la realidad tal y como era.

Pero, al cabo de unos minutos, la puerta empezó a moverse despacio hacia dentro. Había alguien al otro lado que la empujaba. Lisbet gritó pidiendo ayuda, gritó tanto como pudo para acallar aquel silencio aterrador. Cuando la puerta se abrió del todo, guardó silencio. Y la persona que allí apareció empezó a hablar. La voz le sonaba familiar y, al mismo tiempo, extraña, y Lisbet entornó los ojos para ver mejor. La larga melena oscura la impulsó a llevarse la mano a la cabeza para comprobar que seguía llevando el pañuelo amarillo.

—¿Quién? —dijo Lisbet, pero aquella persona se llevó el dedo a los labios y ella enmudeció.

De nuevo se oyó la voz. Ahora desde el borde de la cama, hablándole muy cerca de la cara, diciéndole cosas que la movían a taparse los oídos con las manos. Lisbet meneaba la cabeza, no quería escuchar, pero la voz continuaba. Era cautivadora e implacable. Empezó a contarle una historia y hubo algo en el tono y en el movimiento del relato, hacia delante y hacia atrás, que le hizo comprender que era verdad. Y aquella verdad era más de lo que podía soportar.

Paralizada, oyó que la historia continuaba. Cuanto más averiguaba, tanto más débil se volvía el hilo delicado que la había mantenido en pie. Había vivido de prestado y gracias a un esfuerzo de voluntad, por amor y por su confianza en el amor. Y ahora que le arrebataban esa confianza, se dejó ir. Lo último que oyó fue aquella voz. Luego, le falló el corazón.

—¿
C
uándo crees que podremos hablar con Cia otra vez? —Patrik miraba a su colega.

—Por desgracia, me temo que no podemos esperar —respondió Paula—. Seguro que comprenderá que debemos seguir con la investigación.

—Ya, sí, supongo que tienes razón —dijo Patrik, aunque no sonó del todo convencido. Siempre resultaba una elección difícil. Hacer su trabajo e importunar quizá a alguien que estaba de luto o ser considerado y asumir que el trabajo podía esperar. Al mismo tiempo, la propia Cia había demostrado claramente a qué daba prioridad al ir a verlo todos los miércoles.

—¿Qué podemos hacer? ¿Qué es lo que aún no hemos hecho? ¿O lo que podemos hacer de nuevo? Se nos ha debido escapar algo.

—Sí, pues para empezar, Magnus vivió en Fjällbacka toda su vida, de modo que si hay algún secreto en su presente o en su pasado, tiene que estar aquí. Y eso debería facilitar las cosas. Pero, aunque los chismorreos suelen ser de lo más efectivo, no hemos conseguido averiguar lo más mínimo sobre él por el momento. Nada que pueda considerarse un móvil por el que alguien quisiera causarle daño, y mucho menos algo tan drástico como asesinarlo.

—No, da la impresión de que era un tipo verdaderamente familiar. Matrimonio estable, niños bien educados, relaciones sociales normales. Aun así, alguien se empleó con él cuchillo en ristre. ¿Tú crees que puede ser obra de un loco? ¿Algún perturbado mental al que se le hayan cruzado los cables y haya elegido a su víctima al azar? —Paula no expuso su teoría con demasiado convencimiento.

—Bueno, no podemos descartarlo, pero yo no lo creo. Lo que más contradice esa hipótesis es el hecho de que Magnus llamara a Rosander para decirle que iba a retrasarse. Además, no sonaba como de costumbre. No, aquella mañana ocurrió algo, estoy seguro.

—En otras palabras, deberíamos centrarnos en personas a las que él conocía.

—Es más fácil decirlo que hacerlo —replicó Patrik—. Fjällbacka tiene unos mil habitantes. Y todos se conocen, más o menos.

—Sí, y que lo digas, yo ya he empezado a comprender cómo va esto —rio Paula. Se había mudado a Tanumshede hacía relativamente poco y aún trataba de acostumbrarse a la conmoción de haber perdido por completo el anonimato que le ofrecía la gran ciudad.

—Pero, en principio, tienes razón. Y por eso propongo que vayamos de dentro a fuera. Hablaremos con Cia en cuanto podamos. Incluso con los niños, si Cia lo consiente. Luego los amigos más íntimos, Erik Lind, Kenneth Bengtsson y, desde luego, Christian Thydell. Hay algo en esas amenazas…

Patrik abrió el primer cajón del escritorio y sacó la bolsa de plástico con la carta y la tarjeta. Le contó la historia de cómo las había conseguido Erica, mientras Paula lo escuchaba atónita. Luego leyó en silencio aquellas palabras amenazantes.

—Esto es grave —dijo—. Deberíamos enviarlas a analizar.

—Lo sé —respondió Patrik—. Y no podemos sacar conclusiones precipitadas. Pero tengo la sensación de que todo está relacionado.

—Sí —añadió Paula poniéndose de pie—. Yo tampoco creo en las casualidades. —Se detuvo antes de salir del despacho de Patrik—. ¿Quieres que hablemos hoy con Christian?

—No, preferiría dedicar el resto del día a reunir todo el material que tenemos de los tres: Christian, Erik y Kenneth. Mañana por la mañana lo revisamos y ya veremos si hay algo que pueda sernos útil. También quisiera que leyéramos detenidamente las notas de las conversaciones que mantuvimos con ellos inmediatamente después de la desaparición de Magnus, así captaremos enseguida si hay algo que no encaje con lo que han dicho esta última vez.

—Hablaré con Annika, ella podrá ayudarnos a localizar el material antiguo.

—Bien. Yo llamo a Cia y le pregunto cuándo puede vernos.

Cuando Paula se marchó, Patrik se quedó un buen rato abstraído mirando el teléfono.

—¡
D
eja de llamar a esta casa! —gritó Sanna colgando de golpe. El teléfono llevaba sonando todo el día. Periodistas, preguntando por Christian. No decían qué querían, pero no resultaba difícil de adivinar. Naturalmente, el hecho de que hubiesen encontrado muerto a Magnus tan poco tiempo después del descubrimiento de las amenazas los tenía tras ellos como a buitres. Pero eso era absurdo. Eran dos sucesos independientes. Claro que corría el rumor de que Magnus había muerto asesinado, pero hasta que no lo oyera de fuentes más fidedignas que las chismosas del pueblo se negaba a creerlo. Y aunque algo tan impensable pudiera ser verdad, ¿por qué iba a guardar relación con las cartas que había recibido Christian? Eso le dijo él cuando intentó calmarla. A un perturbado se le había ocurrido tomarla con él, alguien que, seguramente, sería totalmente inofensivo.

Ella habría querido preguntarle que, si era así, por qué había reaccionado de aquella manera en el acto promocional. ¿Creía él mismo lo que decía? Pero las preguntas se le atascaron en la garganta cuando él le reveló de dónde había salido aquel vestido azul. A la luz de esa información, palideció todo lo demás. Fue horrendo y Sanna sintió un dolor físico al oír su relato. Aunque, al mismo tiempo, fue un consuelo, porque eso explicaba muchas cosas. Y le ayudaba a perdonar bastantes más.

Sus problemas palidecían también al pensar en Cia y en lo que estaba pasando en aquellos momentos. Echarían de menos a Magnus, tanto ella como Christian. Su relación no siempre fue espontánea, pero, en cierto modo, siempre fue indiscutible. Erik, Kenneth y Magnus habían crecido juntos y tenían una historia común. Ella los veía de lejos, pero, dada la diferencia de edad, nunca se relacionó con ellos hasta que Christian llegó y empezó a tratarlos. Y sí, ella había comprendido que las mujeres de los demás la consideraban demasiado joven y tal vez un tanto ingenua, pero siempre la acogieron con los brazos abiertos y, con el correr de los años, sus encuentros habían pasado a formar parte de su vida. Celebraban juntos las fiestas, ni más ni menos. Y a veces también celebraban cenas informales los fines de semana.

La que mejor le cayó siempre de las tres mujeres era Lisbet. Era tranquila, con un humor relajado y siempre le hablaba como a una igual. Además, adoraba a Nils y a Melker y a Sanna le parecía un verdadero desperdicio que Kenneth y ella no tuviesen hijos. Sin embargo, la atormentaban los remordimientos, porque no podía ir a visitar a Lisbet. Lo intentó la Navidad anterior. Fue a verla con una flor de pascua y una caja de bombones Aladdin, pero en cuanto la vio en la cama, más muerta que viva, le entraron ganas de salir corriendo cuanto antes. Lisbet notó su reacción. Y Sanna se lo vio en la cara, vio su comprensión, mezclada con cierto grado de decepción. Y no tenía fuerzas para ver de nuevo aquella decepción, no tenía fuerzas para ver a la muerte vestida de persona y fingir que quien yacía en la cama aún era su amiga.

—¡Hola! ¿Estás en casa? —Se sorprendió al ver que Christian entraba y se quitaba el abrigo con gestos silenciosos.

—¿Estás enfermo? Hoy trabajabas hasta las cinco, ¿no?

—No me siento del todo bien —murmuró.

—Pues no, no tienes muy buena cara —confirmó ella observándolo preocupada—. ¿Y qué te has hecho en la frente?

Él le quitó importancia con un gesto de la mano.

—Bah, no es nada.

—¿Te has cortado?

—Déjalo ya. No soporto tus interrogatorios. —Respiró hondo y, algo más calmado, añadió—: Hoy se ha presentado un periodista en la biblioteca y ha estado preguntándome por Magnus y las cartas. Estoy tan harto de todo…

—Ya, pues aquí han estado llamando todo el día. ¿Y qué le dijiste?

—Tan poco como pude. —Se calló de pronto—. Pero seguro que mañana cuenta algo en el periódico. Siempre escriben lo que quieren.

—Pues por lo menos Gaby se pondrá contenta —dijo Sanna en tono agrio—. ¿Qué tal fue la reunión con ella, por cierto?

—Bien —respondió Christian secamente, pero algo en su tono de voz le dijo a Sanna que aquella no era toda la verdad.

—¿Seguro? Comprendería que estuvieras enfadado con ella, después de haberte vendido a la prensa de ese modo…

—¡Ya te he dicho que me ha ido bien! —bufó Christian—. ¿Es que siempre tienes que cuestionar todo lo que digo?

Allí estaba de nuevo la ira bullendo a borbotones y Sanna se quedó quieta, mirándolo. Cuando Christian se le acercó, tenía la mirada sombría y continuó gritándole.

—¡Tienes que dejarme en paz, joder! ¿No lo comprendes? Deja de perseguirme las veinticuatro horas. Deja de husmear en lo que no te incumbe.

Sanna miró a su marido, a aquellos ojos que ella debería conocer tan bien después de tantos años juntos. Pero quien ahora la miraba era un extraño. Y, por primera vez, Sanna tuvo miedo de él.

A
nna entrecerró los ojos al dar la curva después de Segelsällskapet, en dirección a Sälvik. La figura que se movía a unos metros de allí guardaba cierto parecido con su hermana, si se guiaba uno por el color del pelo y por la ropa. El resto recordaba más bien a Barbamamá. Anna frenó y bajó la ventanilla.

—Hola, precisamente iba para tu casa. Parece que necesitas que te lleven.

—Pues sí, gracias —dijo Erica, que abrió la puerta del acompañante y se desplomó en el asiento—. He sobrevalorado excesivamente mi capacidad para pasear. Estoy muerta y empapada de sudor.

—¿Y adónde has ido? —Anna metió primera y puso rumbo a casa de sus padres, donde Erica y Patrik vivían ahora. La casa estuvo a punto de venderse, pero Anna ahuyentó los recuerdos de Lucas y del pasado. Aquel tiempo había quedado atrás. Para siempre.

—He estado en Havsbygg, hablando con Kenneth, ya sabes.

—¿Por qué? ¿No iréis a vender la casa?

—No, no —se apresuró a tranquilizarla Erica—. Solo quería hablar un poco con él de Christian. Y de Magnus.

Anna aparcó delante de aquella casa tan bonita y tan antigua.

—¿Por qué? —preguntó, pero se arrepintió enseguida. La curiosidad de su hermana mayor lo superaba casi todo y a veces la ponía en unas situaciones de las que Anna prefería no saber nada.

—Comprendí que no sabía nada del pasado de Christian. Nunca ha contado nada de nada —dijo Erica saliendo del coche entre jadeos—. Y, además, a mí me parece que todo es un tanto extraño. A Magnus lo asesinaron y a Christian le envían amenazas. Y teniendo en cuenta que eran buenos amigos, no me trago que sea una coincidencia.

—Ya, pero ¿Magnus recibió alguna amenaza? —Anna entró en el recibidor después de Erica y se quitó el abrigo.

—No por lo que yo sé. De ser así, Patrik lo sabría.

—¿Y estás segura de que, si hubiera averiguado algo durante la investigación, te lo habría dicho?

Erica sonrió.

—Lo dices por lo bien que se le da a mi querido esposo mantener la boca cerrada, ¿no?

—No, claro, en eso tienes razón —contestó Anna entre risas mientras se sentaba a la mesa de la cocina. Patrik no conseguía aguantar mucho tiempo cuando Erica se empeñaba en sonsacarle información.

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