La ruta prohibida (24 page)

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Authors: Javier Sierra

BOOK: La ruta prohibida
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James Bailey, autor del clásico
Los
dioses reyes y los titanes,
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especulaba en 1973 con la posibilidad de que esas tierras «del otro lado» fueran América. Pero allá no se ha encontrado zigurat alguno, ni pruebas lingüísticas tan poderosas como las sardas. Y eso por no hablar del tipo de embarcaciones de junco que se trenzaban en la antigua Cerdeña, idénticas a las de sus «colegas» sumerios o egipcios.

Si alguna vez la vecina Cerdeña fue, como parece, una colonia de Sumer… habrá que escribir la crónica olvidada de aquellos exploradores. La Historia ha sido injusta con ellos.

¿Debemos serlo nosotros?.

CAPÍTULO 32

La tumba perdida de Alejandro Magno

Arafat Saad, un hombre rudo enfundado en una maltrecha camiseta de tirantes y con cara de pocos amigos, nos miró de hito en hito. Seguramente no se explicaba qué hacían dos extranjeros allí, frente a la puerta de «su» cementerio, tan lejos de las rutas de los turistas, en un rincón tan poco amable de Alejandría. Pero Robert Bauval, mi acompañante, célebre egiptólogo nacido en aquella ciudad mediterránea, sabia bien qué se traía entre manos.

—Venimos a ver la tumba de Iskander —susurró.

—¿Iskander?.

Las morenas arrugas del guardián del cementerio latino de
Terra Sancta
dieron paso a una rápida sonrisa cómplice:

—Síganme, por favor.

Iskander era el nombre que los árabes daban a Alejandro Magno y, por lo visto, era también un excelente
ábrete sésamo
en aquella parte de Egipto. Mientras nos adentrábamos en aquel descuidado camposanto cristiano, Bauval me explicó que los musulmanes todavía consideran al macedonio un profeta, y que debia de ser un honor para aquel hombre que unos desconocidos le preguntaran por su tumba.

—¡Un momento! —lo detuve—. ¿Quieres decir que aquí está la famosa tumba de Alejandro, la que media humanidad lleva buscando desde el siglo cuarto de nuestra era?. ¿Aquí?.

Robert Bauval echó un vistazo a nuestro alrededor: aquel lugar, en efecto, parecía más una huerta que un cementerio.

No había nada solemne en él. Ninguna de sus lápidas se tenía en pie, y el camino que transitábamos discurría bajo las sombras de unos árboles de mal aspecto.

—Qué mejor lugar para una tumba que un viejo cementerio, ¿no es cierto? —sonrió.

Cuando llegamos al final del sendero, Arafat Saad nos brindó el paso hasta unas escaleras ocultas por la maleza. Once peldaños más abajo descansaba una especie de cubo de alabastro primorosamente pulido por dentro, y basto e irregular por fuera.

—Iskander —dijo.

La larga caza del Soma

El lugar me impactó. Lo hubiera hecho a cualquiera. Aquella estructura sobria, casi vanguardista, tenía el tamaño adecuado para guardar un coche grande, pero irradiaba un extraño hieratismo. No presentaba una sola inscripción, ni tampoco figuras o bajorrelieve alguno que dieran una pista de su procedencia. Bauval, satisfecho por haber sorprendido, me contó allí mismo su historia. Según él, la tumba de alabastro fue descubierta en 1907 por el arqueólogo italiano y director del Museo Grecorromano de la Alejandría Evaristo Breccia,
[111]
aunque al principio creyó que había dado con el Nemeseion, el templo construido por César para guardar la cabeza de Pompeyo. En aquel tiempo tan sólo eran unas enormes piedras de alabastro desmontadas, y apiladas las unas sobre las otras sin orden aparente. Fue su sucesor al frente del museo, Achille Adriani, quien corregiría las impresiones de Breccia algunos años más tarde. Esas losas, dijo, debían de ser la antecámara de un gran monumento. De hecho, en 1966 sugirió que podrian compararse con algunos mausoleos reales de Macedonia. Y más tarde, durante la década siguiente, poco antes de morir, las identificó ya con la tumba de Alejandro.

Pero ¿era eso posible?. ¿Estaba ante el último vestigio del enterramiento más famoso del mundo clásico?.

Agradecí a Robert Bauval su explicación, a la que aún quiso añadir algo más:

—La búsqueda de esa tumba es como la del Santo Grial. Perseguimos un arquetipo. Un sueño.

Bauval tenía razón. Aquél era un sueño alimentado desde hace casi dos mil años, y que empezó a fraguarse en Babilonia, cuando el gobernante macedonio más famoso de la Historia dejó este mundo con sólo treinta y tres años, en el 323 a. J.C.

Desde el principio, sus generales se disputaron la posesión del cadáver. Para colmo, Aristandro, oráculo de la corte, anunció gloria y prosperidad para la tierra que alojara su cuerpo. ¿Respetarían los militares su voluntad de ser inhumado en el remoto oasis egipcio de Siwa, en la frontera con la moderna Libia, donde el gran Alejandro recibió la bendición de Amón para proclamarse faraón?.

Los deseos de Alejandro no se cumplieron. Sus «fieles» embalsamaron su cuerpo a la manera egipcia y según Diodoro de Sicilia lo envolvieron en un sudario de láminas de oro que reproducía fielmente sus rasgos. Durante dos años prepararon su ajuar para el viaje eterno, lo colocaron sobre un carro tirado por sesenta y cuatro bueyes, y lo abocaron a un viaje de 3.000 kilómetros.

Fue una argucia de Ptolomeo I Soter la que le valió su llegada a Egipto. Las crónicas del Pseudo-Calístenes, contemporáneas a los hechos, nos dicen que fue trasladado primero a Menfis y luego a Alejandría. Y allí su lugar de descanso pronto se conoció como «Soma», que en griego quiere decir «cuerpo».

—Entonces, esa tumba todavía debe de estar aquí, en Alejandría —concluyo mientras Bauval termina de examinar la tumba de alabastro—: ¿No es cierto?.

—Si —asiente—. La cuestión es si en este cementerio o en algún otro enclave.

Alejandro necesita una esposa

Robert y yo recorrimos entre enero y septiembre de 2000 varios de los lugares en los que se cree que puede estar su dichosa última morada. Nos maravillaban los relatos de Estrabón, del aludido Diodoro o de Zenobio que referían las visitas que en la antigüedad recibió su cuerpo. Julio César, Caracalla o Augusto se postraron admirados ante los restos del hombre que dominó el mundo en el siglo IV a. J.C. Incluso, si hemos de creer al senador e historiador romano Dión Casio, este último lastimó la nariz de su momia al depositar una corona de flores sobre él. En ese tiempo, el sarcófago de oro original ya había desaparecido; algunos creen que Ptolomeo IV y otros que Cleopatra VII lo fundieron para cubrir sus crisis económicas. Pero Estrabón dejó escrito que fue sustituido por uno de cristal, transparente, que dejaba ver el cuerpo del macedonio en toda su majestad.

Antes del descubrimiento de la tumba de alabastro, la leyenda más persistente situaba el Soma entre las calles Fuad y Nebi Daniel, en el corazón urbano de Alejandría. León el Africano, escritor árabe del siglo XVI, dijo que los musulmanes visitaban la tumba de Iskander cerca de la iglesia copta de San Marcos. Y a sólo 300 metros de ella se levanta aún la mezquita del profeta Daniel. El lugar, inexplicablemente desprovisto de minarete, es hoy una nave de piedra cubierta de uralita, que alberga una escuela religiosa justo a la entrada. ¿Estaría bajo sus cimientos el cuerpo del macedonio?.

Hacia allí dirigimos nuestros pasos. Sabíamos que Heinrich Schliemann, el descubridor de Troya, había pedido permiso a las autoridades egipcias para excavar Ali en 1888. Se lo denegaron, Sin embargo, otros tuvieron más suerte. En 1960 un equipo polaco abrió una zanja de hasta 15 metros de profundidad, en la que no hallaron nada. Y otras obras ejecutadas entre 1991 y 1996 dieron idénticos resultados. Incluso Achille Adriani rebuscó en el subsuelo, pero se convenció de que debía mirar en otra dirección. Todos estos esfuerzos partieron de una impresionante rotonda rodeada de columnas de granito de época romana que se encuentra justo bajo la sala de oración de la mezquita.

—¿Iskander?.

El
ábrete sésamo
volvió a funcionar. Gamal, nuestro guía en Nebi Daniel, nos acercó hasta el agujero abierto en el salón de rezos.

—Sin duda está aquí. Sólo hay que seguir excavando. Pero, naturalmente, no vamos a dejar que nadie se lleve a nuestro profeta —dijo orgulloso.

El mismo Gamal nos susurró otra historia, «que toda Alejandría conoce». Nos contó cómo hacía unos quince años, una mujer que hacía cola en un cine de esa misma calle, fue engullida por un socavón que se abrió de repente bajo sus pies.

—Todos los intentos de dar con ella fracasaron —dijo.

Según la policía, su cuerpo debió de caer en alguno de los muchos torrentes subterráneos que cruzan la ciudad, y arrastrado lejos de allí.

—Pero caí sabemos la verdad —sonrió Gamal—, Alejandro necesitaba una esposa, y se llevó a aquella mujer.

Las falsas moradas

Jean-Yves Empereur, arqueólogo francés responsable
de
varios proyectos de excavación e investigación submarina en la ciudad, cree que la idea de buscar el Soma en Nebi Daniel es bastante peregrina. Como Abdel Halim Nuredin, antiguo jefe del Consejo Supremo de Antigüedades, Empereur sugiere que su mausoleo está en el cementerio en el que empezó mi búsqueda.

—Por supuesto, la idea de que la tumba de Alejandro pudiera encontrarse en el oasis de Siwa también debería descartarse —dijo.

En 1995 una curiosa arqueóloga griega llamada Liana Souvaltzi dio la voz de alarma al desenterrar en ese remoto palmeral emplazado junto a la frontera de Libia, un corredor que creía desembocaría en la tumba del macedonio.
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Sin embargo, otro equipo terminaría certificando aquellos restos como simples ruinas romanas. Aunque ningún autor clásico mencionara jamás a Siwa como el destino final del Soma, para Souvaltzi no había duda. Según The New York Times, la griega creía que esa información ¡se la habían dado las serpientes!.
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Sus extravagancias pronto le hicieron perder toda credibilidad; las autoridades egipcias le retiraron los permisos de excavación en 1996 y sus teorías quedarían en entredicho para siempre.

Entonces, «¿dónde está la tumba de Alejandro?», se preguntaba, y con razón, san Juan Crisóstomo ya en el siglo IV, queriendo adoctrinar con esa incógnita a sus fieles. La desolación de Alejandría era tal en aquel tiempo, que al buen obispo de Constantinopla el extravío del Soma le parecía la mejor demostración de que hasta los hombres más grandes de la Historia terminan desvaneciéndose sin dejar huella. Sólo Dios, según él, sobrevive al tiempo.

¿Era eso lo que debla aprender de mi búsqueda?.

CAPÍTULO 33

El enigma de la sangre azul

Esta vez encontré mi objetivo casi por azar.

Estaba tan cerca del sanctasanctórum del Templo de Luxor, en el Alto Egipto, que de no haberme dejado llevar por la intuición, aquel relieve me habría pasado desapercibido. Y hubiera sido una pena.

A sólo unos pasos del pasillo principal del complejo tebano, en una sala que los egiptólogos llaman
mammisi
—o
del nacimiento—,
sobre su pared oeste y un poco por encima de la altura de mis ojos, un anónimo artista cinceló hace tres mil cuatrocientos años una escena fuera de lo común. No está coloreada. Sus perfiles apenas penetran en la piedra caliza, y sin una luz adecuada resulta muy difícil verla. De hecho, todavía hoy pasa inadvertido a los cientos de turistas que visitan el lugar a diario.

Sin embargo, no es la estética lo que confiere un valor inestimable a esa pared. Erosionadas por el tiempo, las bellas imágenes de tres dioses y una reina ocupan el centro de la escena. Su disposición es extraña, casi sin par: en la parte superior del relieve Amón, sentado sobre un banco, toma las manos de la reina Mutemiua, madre del faraón Amenhotep III. Bajo la pareja, las diosas Selkit y Neith, inconfundibles gracias al escorpión y las flechas cruzadas que adornan sus tocados, parecen sostener ese encuentro entre sus delicados brazos. Lo cierto es que de no ser por los textos jeroglíficos que flanquean la escena, no sabríamos qué trató de representar allí su escultor.

La columna de la derecha es la más reveladora. Recoge ciertas «palabras pronunciadas por el dios Amón» en lo que parece ser un encuentro íntimo con la reina de Egipto.

Él la encontró descansando en las profundidades de palacio. Ella se despertó por el perfume del dios. Él le sonrió mientras iba hacia ella. La poseyó y le hizo ver su forma divina.
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Aquel relato me resultó familiar. ¡Y a quién no!. El dios egipcio insemina a la reina empleando el poder de su Verbo —exactamente igual a como Yahvé dio forma a todas las cosas creadas en la mitología hebrea—, y le anuncia allí mismo cuál será el nombre del hijo que nacerá de su relación. De hecho, algo parecido se repetirá casi quince siglos más tarde en una remota aldea palestina, cuando un enviado de Dios anunció a una joven virgen que tendría un hijo llamado a cambiar la Historia.

¿Eran aquellos paralelismos algo casual?.

El resto de paredes de la sala en la que me encontraba, con sus relieves tan o más desgastados que éste, recogían otros pasos de aquel peculiar proceso de creación. El dios Khnum, con cabeza de carnero, moldeaba a dos niños en una esquina. Uno era el futuro Amenhotep, fruto del encuentro entre Amón y Mutemuia, y el otro su
ka
, doble espiritual o alma, que atendía con la mirada el gesto protector de Isis. En una tercera escena, Khnum rinde cuentas a Amón de su obra, e incluso pude admirar a Toth e Isis asistiendo a la reina en el parto. El Final del proceso llega cuando el niño faraón bebe al fin de los pechos de diferentes diosas y es presentado por Horus y Hekau —el protector de la magia en el antiguo Egipto—, ante su padre, Amón.

Los expertos llaman a esta clase de relatos teogonías. Así definen a las uniones carnales entre dioses y hombres que dan como resultado el nacimiento de «híbridos» destinados a grandes empresas. Casi todos los textos sagrados del mundo recogen esa clase de episodios. En China, por ejemplo, se creía que los emperadores nacían de esos encuentros; por eso recibían el nombre de Tien-tse o «Hijos del Cielo». pero en nuestro Génesis también se da cuenta de una de esas teogonías cuando explica cómo el mestizaje «de los hijos de Dios con las hijas de los hombres» dio paso a una raza de titanes.

¿Dónde surgió semejante idea?. ¿Y qué hecho —si es que hubo un episodio concreto detrás del nacimiento de estos mitos— originó las teogonías del mundo antiguo?.

El descubrimiento del relieve de Luxor me dio mucho que pensar. Decidí incluirlo como pieza clave de mi novela
El
secreto egipcio de Napoleón
al darme cuenta de que en aquella precisa pared podría estar el origen de un término tan enigmático como común en nuestro vocabulario: el de la «sangre azul». Esto es, el de la ancestral creencia de que por las venas de ciertos gobernantes corre una sangre diferente a la del resto de los mortales.

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