Authors: Javier Sierra
—Si te fijas bien —dice Pujol, se aprecia que Mateo utilizó la técnica literaria de la transposición, llevando a su evangelio el mismo orden de los acontecimientos, y casi la misma estructura fraseológica, que se aprecia en el cuento de Satmi, Incrédulo, echo un vistazo:
Tabla Claude-Brigitte Carcenac.
Aquella tabla, y lo que hablamos durante horas Llogari Pujol y yo, me obsesionó durante meses. ¿Había descubierto aquel inquieto teólogo catalán una impostura que llevaba burlando a los historiadores dos milenios?.
Pronto descubrí que mi anfitrión y su esposa no habían sido, como creía, los primeros en reparar en semejantes paralelismos. El mismo año que en España publicaban sus tesis, en el Reino Unido arrasaba en las librerías un ensayo bien peculiar, titulado
Extranjero en el Valle de los Reyes.
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En sus páginas, el abogado y periodista egipcio Ahmed Osman proponía una reinterpretación radical de la Biblia. Según él, el patriarca José descrito en el
Génesis,
aquel que fue vendido por sus hermanos cuando apenas tenía diecisiete años, terminaría sus días bajo una nueva identidad. Su nombre egipcio fue Yuya, y llegó a ocupar la dignidad de visir del faraón Tutmosis IV.
A partir de aquel hallazgo, Osman comenzó a interpretar la historia bíblica en función de las dinastías reales egipcias. En 1992 publicó un segundo trabajo,
La casa
del Mesías,
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en el que concluía que Tutmosis III fue el rey David, Amenofis III el verdadero Salomón, Akenatón un trasunto de Moisés, Nefertiti la Virgen María y Tutankamón… ¡Jesús de Nazaret!.
Según Osman la explicación a los paralelismos entre la Biblia y la religión egipcia se reducían a que los cronistas hebreos contaron en sus escritos una versión deformada de parte de la historia faraónica. Para él, en lo que respectaba a los evangelios, éstos fueron sencillamente armados por seguidores de Juan el Bautista. Fueron ellos —asegura— los que «inventaron» a Jesús para que se cumplieran las profecías relativas al Bautista y a lo que vendría tras él.
Como era de esperar, de inmediato se alzaron voces críticas contra Osman. Un erudito de las Sagradas Escrituras, A. N. Wilson, llegó a proponer que tales paralelismos entre evangelios y religión egipcia debieron de añadirse a los textos originales mucho más tarde del siglo I, para ayudar a convertir a los paganos con historias que les resultaran «familiares».
En España, consulté al catedrático de filología neotestamentaria de la Universidad Complutense de Madrid, Antonio Piñero, sobre este particular. Incluso lo llegué a enfrentar en un programa de televisión para Telemadrid, en el año 2004, con Llogari Pujol.
—Lo máximo que puede admitir un historiador es que esos paralelismos existen, pero se dan porque pertenecen al acervo común de la mitología, o mejor aún de la mitopoiesis o fabricación… Pero no me parece científico decir que los evangelios están copiados estrictamente de textos de, pongamos, dos mil años antes que ellos.
Sólo en algo están dispuestos a transigir todas las partes en conflicto en esta particular polémica histórica: en que Jesús —bien en persona, bien su doctrina— encarnó conceptos que sólo podían encontrarse en aquella época en el país de las pirámides.
Para mi, al menos, aquello no era una conclusión menor. Equivalía casi a admitir que la religión de Occidente es, de un modo u otro, una extensión de los antiguos cultos a Osiris.
Ahí es nada.
En materia que desconoces, haces mal si alabas, y todavía peor si desapruebas.
Leonardo Da Vinci,
Cuaderno de notas
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El papa que no creía en Dios
Aquel encargo debió de extrañarle, y no poco, al bueno de Pinturicchio. De no haber sido por la insistencia del nuevo papa y de su fiel maestre del Santo Palacio, a Bernardino di Betto —ése era el verdadero nombre del artista— jamás se le hubiera ocurrido llevar a buen término un programa pictórico tan… arriesgado.
Lo que el flamante Alejandro VI le había pedido nada más acceder al trono de Pedro en 1492 fue que decorara sus apartamentos privados con unas extrañas escenas inspiradas en la mitología egipcia. Isis, reina de Egipto, enseñando las ciencias y las leyes a Moisés y Hermes Trismegisto. Un poco más allá, en otro requiebro del techo, la gran diosa egipcia reuniendo los miembros despedazados de su esposo y hermano Osiris. Y a su lado, el féretro del difunto dios, una pirámide cubierta con un manto afiligranado, custodiado por un buey Apis al que Isis escolta durante una suntuosa procesión.
Tan pagana imaginaría es aún visible en los Museos Vaticanos de Roma. Quien entre en la llamada Habitación de los Santos del Papa Alejandro descubrirá en sus techos un universo que sólo se entiende si se estudia con detalle la época de aquel Borgia que llegó a sumo pontífice casi al tiempo que Cristóbal Colón zarpaba hacia América.
Alejandro VI, el hermético
Estudié ese periodo durante la preparación de
La cena secreta
, y husmeando en los motivos que llevaron a ese papa a impulsar tan peculiar encargo, encontré algo sensacional: Alejandro VI estaba convencido de que su familia descendía del mismísimo Osiris. Su creencia, alimentada cuando aún era cardenal por un fraile dominico llamado Giovanni Annio de Viterbo, pronto se transformó en certeza gracias a las astutas maniobras de quien la Historia terminaría bautizando como «el príncipe de los falsarios».
Annio de Viterbo, el entonces orgulloso nuevo maestre del Santo Palacio, persuadió al papa de que no era casual que en su escudo de armas figurase un toro, y que el toro (o el buey) fuera una de las representaciones clásicas de Osiris. Un dios que, según él, estuvo en Italia para enseñar a sus antiguos pobladores las artes de pesca y la agricultura.
Antes de conocer a Alejandro VI, De Viterbo se había ganado una inmerecida fama de erudito. Fue él quien recuperó unos más que sospechosos textos del sacerdote caldeo Beroso en los que se referían las aventuras de Osiris en Europa. Según él, Osiris-Apis reinó en Italia, dio nombre a los montes Apeninos e incluso dejó su huella en topónimos transalpinos como el del pueblo de Osiricella.
Creíbles o no, todas esas cábalas forzaron a Annio a inventar nuevas pruebas con las que sostener sus cada vez más exóticas afirmaciones. Desenterró piezas arqueológicas, frisos, estelas y columnas con inscripciones jeroglíficas que él mismo había falsificado y sepultado con anterioridad. Y hacia grandes alharacas ante el papa con cada nuevo «hallazgo».
Pero ni siquiera los rumores de fraude persuadieron a Alejandro VI. Para el santo padre, su maestre de palacio era un sabio. Y, por supuesto, nadie en la corte se atrevió a criticarlo en presencia del papa.
Quizá ayudó el hecho de que durante sus once años de pontificado Alejandro VI demostrara ser el pastor más atípico, singular y herético de la historia de Roma. Más allá de su agitada vida sentimental y de las correrías de sus hijos César y Lucrecia, Alejandro fue el único pontífice que estuvo a punto de reconducir el destino de la Iglesia hacia aguas pseudoegipcias. Un buen paso fue que, mientras su predecesor Inocencio VIII condenó y persiguió a intelectuales como Pico della Mirándola por defender la magia de inspiración egipcia y la cábala hebrea como instrumentos óptimos del creyente, el papa Borgia lo absolvió de todas esas acusaciones en junio de 1493, lo trató como «hijo fiel» de la Iglesia, y se sumó gustoso a sus estudios heterodoxos.
Della Mirandola, junto a De Viterbo, impulsaron como nadie la «faraonización» del papado. Nació así el hermetismo. Un vocablo que tiene su origen en Hermes Trismegisto, de nombre griego pero origen egipcio, y que enmascaraba al dios de la sabiduría Toth. De hecho, pocos años antes de la llegada a Roma de Alejandro VI, en el Concilio de Florencia de 1439, Cosme el Viejo encargó la primera traducción al latín de un manual de magia presumiblemente dictado por esa divinidad, conocido como
Corpus Hermeticum
, y cuya influencia salpicó el arte y la cultura de los siglos siguientes.
Francés Yates, una de las mayores expertas mundiales en hermetismo, al estudiar el periodo de Alejandro VI, cuando la popularidad del
Corpus Hermeticum
estaba en su apogeo, concluyó que «el papa deseaba proclamar abiertamente su rechazo a la política de su predecesor y hacer suyos los puntos de vista de Pico della Mirándola acerca del uso de la magia y de la cábala como ayudas complementarias a la religión».
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La idea no es tan rara como pueda parecer. A fin de cuentas, a ojos de aquel sabio renacentista, los sistemas de magia egipcia —o hermética— y cabalística, pretendían unir el cielo y la Tierra. Una
filosofía
que Pico creyó también muy «cristiana».
Papas que quieren ser faraones
El gusto por lo antiguo, por la sabiduría perdida de los antepasados, enseguida se convirtió en una de las marcas fundamentales de ese periodo histórico. Sixto V, coronado papa en 1585 y llamado «el último pontífice del Renacimiento»
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también se empeñó en dominar ese saber y diseñó un programa de obras públicas que tuvo como uno de sus objetivos fundamentales el rescate de obeliscos egipcios. Él no quería impregnarse de lo egipcio, sino dominarlo. Y fue así como se consagró a buscar, limpiar e izar algunos de los 42 obeliscos
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que desde tiempos de Augusto habían sido exportados a la Roma imperial.
Sin ir más lejos, fue este pontífice quien ordenó restaurar y situar en el centro de la plaza de San Pedro una de esas «agujas de piedra», de 27 metros de altura, que los romanos sustrajeron de la ciudad sagrada de Heliópolis durante el dominio de Calígula. Poco antes, aquella pieza estuvo semiolvidada y cubierta de basura en un extremo de la misma plaza. Se da, además, la curiosa paradoja de que Sixto hizo aquello sólo para demostrar la supremacía del cristianismo sobre los cultos paganos, y por ello decidió plantar una cruz sobre el obelisco, lo exorcizó y borró de sus cuatro caras los impúdicos jeroglíficos que mostraba.
—Te exorcizo, criatura de piedra, en el nombre de Dios omnipotente —dijo el obispo Ferratini frente al papa y su séquito, mientras lo humedecía con su hisopo el 27 de septiembre de 1588—, para que te conviertas en piedra exorcizada que sostenga la santa cruz y quedes limpia de toda inmundicia y paganismo y de todo asalto de suciedad espiritual
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.
Y digo «curiosa paradoja» porque lo que en realidad hizo el papa Sixto, sin saberlo y ajeno al lenguaje de los símbolos, fue reactivar un viejo y poderoso signo pagano. Me explico: en el antiguo Egipto, el jeroglífico que representa un obelisco coronado por una cruz servía para dar nombre a la ciudad sagrada de Heliópolis, el «Vaticano» de los faraones.
Graham Hancock y Robert Bauval, en su libro
Talisman
precisan que en 1588 ese «jeroglífico involuntario» estaba aún incompleto. La cruz y la aguja de piedra «deberían haber ido acompañadas por un circulo o elipse dividido en ocho partes, que es el indicador estándar en jeroglífico para decir "ciudad"»
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. Sin embargo, por otro juego del destino, algo más de siete décadas más tarde, bajo el reinado de Alejandro VII, Bernini diseñó su célebre columnata alrededor del obelisco: ¡y ésta era una elipse dividida en ocho partes!. ¡El jeroglífico se había completado!.
El mapa secreto del Vaticano
«¿Coincidencia? —se preguntan Hancock y Bauval—. ¿0 pudo algún grupo secreto, capaz de influir sobre el papado durante décadas, haber descifrado los jeroglíficos del antiguo Egipto mucho antes de que los estudiosos pudieran leerlos en el siglo XIX?».
Aquélla era una pregunta interesante.
Si hubo un tiempo anterior a Champollion y su desciframiento de la piedra Rosetta en el que se investigó a fondo el enigma de la escritura egipcia, ése fue el Renacimiento. Algún día, entre los muchos genios que alumbró, tal vez encontremos al genio que inspiró los jeroglíficos en piedra que hoy conforman la Ciudad del Vaticano.
Algún día.
In persecutione extrema
¡Cuánto me hubiera gustado estar allí para ver in situ las extraordinarias medidas de seguridad desplegadas por la policía francesa!.
Más de diez mil gendarmes, un pequeño ejército de artificieros, tiradores de élite y helicópteros franceses, amén de sus cuatro guardaespaldas de siempre, vigilaron sin pestañear cada uno de los movimientos de Juan Pablo II a su llegada a la ciudad de Lyon. Pero no pudo ser. Yo tenía entonces sólo 15 años, y me conformé con seguir aquella espectacular visita del papa a Francia por televisión.
Eso sí: lo hice sin pestañear.
Aunque muy pocos admitieron que aquella inusual operación de vigilancia obedecía al temor de que se cumpliera una vieja profecía, yo lo tenía muy presente. Por casualidad, escuché el vaticinio de labios de una comentarista. Y aunque lo leyó con una amplia e irónica sonrisa dibujada en el rostro, aquello, lejos de disuadirme, me puso en guardia. Al final era cierto que un oscuro augurio avisaba de que Juan Pablo II podía caer abatido a tiros en esa visita. Y a la vista estaba que las fuerzas del orden se lo habían tomado mucho más en serio que los periodistas.
En efecto. Aquel lejano sábado 4 de octubre de 1986 Karol Wojtyla puso al fin pie en Lyon tras desoír todas las advertencias de sus asesores. Temían que un nuevo atentado, mejor preparado que el que casi le costó la vida en 1981, pudiera acabar con su vida. Lo sugería una de las 975 cuartetas, 141 presagios y 58 sextetas que un médico provenzal del siglo XVI llamado Michel de Notredame dejó por escrito en uno de sus libros. El augurio de Nostradamus —pues con ese nombre pasó a la Historia— no podía ser más inequívoco: