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Authors: Javier Sierra

La ruta prohibida (27 page)

BOOK: La ruta prohibida
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Pontífice de Roma, guárdate de acercarte

a la ciudad regada por dos ríos,

tu sangre será escupida allí,

para ti y los tuyos cuando florezca la rosa
[128]
.

El Vaticano, claro, se temió lo peor. Y aunque era cierto que ola ciudad regada por dos ríos» coincidía con Lyon (atravesada por el Ródano y el Saona), aquello no amedrentó ni un ápice al santo padre. De hecho, Wojtyla fue recibido con honores en su aeropuerto internacional por el presidente socialista François Mitterand (¿«cuando florezca la rosa»?), celebró una misa ante más de trescientos mil fieles bajo la atenta vigilancia de un centenar de francotiradores apostados para su protección, e incluso pidió disculpas a sus seguidores explicándoles que aquel despliegue pretendía evitar la acción de un grupo terrorista… o el cumplimiento del ominoso anuncio de Nostradamus.

Por suerte, nada ocurrió.

Juan Pablo II, el anunciado

O casi.

Lo cierto es que aquel vaticinio espoleó tanto mi imaginación adolescente, que ya no dejaría de ver la sombra del temor profético tras algunos grandes movimientos de la política vaticana, y hoy, en conciencia, creo que no me equivoqué. Juan Pablo II dio abundantes muestras de haber sido un hombre permeable a esa clase de anuncios. Sus veintiséis años de pontificado están sembrados de «pistas» al respecto, aunque ninguna tan obvia como su decisión, en mayo de 2000, de desvelar el llamado Tercer Secreto de Fátima.

¿Quién no lo recuerda?.

Ese secreto nació al calor de las supuestas apariciones de la Virgen en Portugal, en 1917, y de los tres mensajes o visiones que aquella «Señora de Luz» compartió con unos aterrorizados pastorcillos que creyeron ver en ellos el anuncio del fin del mundo. La mayor de ellos, Lucia dos Santos, los puso por escrito casi tres décadas más tarde de sus encuentros en Cova de Iría. El primero fue una visión del infierno, lleno de fuego y dolor. El segundo, el advenimiento de la segunda guerra mundial y una advertencia del papel preponderante que tomaría la Rusia comunista que, por cierto, comenzó a fraguarse en la revolución bolchevique de octubre de 1917. Pero el tercero, redactado en un convento de Tuy, en la frontera entre España y Portugal, se optó por no hacerlo público hasta llegado el momento oportuno.

Naturalmente, el oscurantismo de Roma desató toda clase de especulaciones. ¿Por qué no se revelaba el Tercer Secreto de Fátima, tal y como se había hecho con los dos precedentes?. ¿Acaso anunciaba una nueva guerra mundial?. ¿Un fin del mundo?. ¿La desaparición de la iglesia, tal vez?.

Cuando Juan Pablo II decidió darlo a la luz, pronto quedó claro que lo hizo porque se consideraba predestinado para ello.

El pontífice esgrimió sus razones. No en vano, fue el 13 de mayo de 1981, en el sexagesimocuarto aniversario de la supuesta primera aparición de la Virgen en Portugal, cuando Karol Wojtyla fue tiroteado en la plaza de San Pedro. Años después explicaría que la milagrosa intervención de la Señora de Fátima, «su mano materna», fue la que desvió la trayectoria de la bala e impidió su muerte prematura.

Desde aquel suceso ya nada fue igual para el pontífice: su interés por las apariciones lusitanas creció de forma exponencial. Hoy sabemos que incluso pidió leer el contenido de ese famoso Tercer Secreto mientras se recuperaba de sus heridas de bala en el Policlínico Gemelli de Roma. Su contenido le impactó. Y mucho. únicamente eso explica lo que hizo a continuación: no sólo se entrevistó con su verdugo, el terrorista turco Mehmet Ali Agca, sino que visitó Fátima y ordenó que se engarzara una de las balas del atentado en la corona de la Virgen que allí se venera. La bala elegida fue, por cierto, la única que el Vaticano no entregó a la policía italiana: la que quedó incrustada en el papamóvil de Juan Pablo II tras el frustrado magnicidio. Pero Wojtyla, movido por esa súbita piedad fatimista, terminaría tomando una decisión histórica más. La de hacer público el Tercer Secreto, convencido como estaba de que su texto predecía el atentado al que había sobrevivido.

Todo parecía lógico. Fácil de entender. Incluso simple.

Y, sin embargo, siempre hubo algo en aquella historia que nunca terminó de cuadrarme. Sobre todo después de que ese
mensaje prohibido
de la Virgen se publicara en el año 2000. Y es que entonces Roma dio mucha más importancia a la «interpretación oficial» del vaticinio que al texto profético literal en si.

En ese augurio redactado por Lucia dos Santos, la mayor de las testigos de las apariciones y la única que llegaría a edad adulta, se daba cuenta de la visión de una gran cruz de madera en la cima de una montaña empinada. «El santo padre, antes de llegar a ella —escribió antes de morir en febrero de 2005 en el convento carmelita de Coimbra—, atravesó una gran ciudad medio en ruinas, y medio tembloroso y con paso vacilante, apesadumbrado de dolor y de pena, reza por las almas de los cadáveres que encontraba por el camino». Y añadió: «Llegado a la cima del monte, postrado de rodillas a los pies de la gran cruz, fue muerto por un grupo de soldados que le dispararon varios tiros de arma de fuego y flechas; y del mismo modo murieron unos tras otros los Obispos, sacerdotes, religiosos y religiosas y diversas personas seglares, hombres y mujeres de diversas clases y posiciones»
[129]
.

¿De verdad era el famoso Tercer Secreto una premonición del atentado contra Juan Pablo II en 1981?.

El entonces cardenal Josef Ratzinger, más tarde elegido papa bajo el nombre de Benedicto XVI, redactó un texto de más de cuarenta folios para justificar esa idea. La presentó a la prensa de medio mundo el 26 de junio de 2000, en medio de un ambiente incrédulo. Y lo hizo convencido de que el atentado contra Wojtyla había sido anunciado por la Virgen a sor Lucia en 1917.

A mi, la verdad, me costaba creerlo. El sentido literal del texto describía la muerte de obispos, religiosos y religiosas, y la alusión a una Roma «medio en ruinas», pero en ningún lado daba a entender que era el atentado contra un solo individuo, un papa.

Ahora podemos comprender el horror con el que los pontífices previos a Juan Pablo II leyeron estos párrafos. Incluso se puede disculpar la reacción que en agosto de 1959 tuvo Juan XXIII al romper el sello que cerraba el último mensaje de Fátima, y que le llevó a no desvelar públicamente su contenido
[130]
.
El Papa Bueno
, al igual que sus predecesores en el trono de Pedro, se mostró especialmente sensible a esa profecía y prefirió no extender la alarma a la cristiandad. Allí lo que se estaba insinuando no era un atentado, sino una masacre contra Roma y su curia.

Pío XII el papa angélico

Quizá la semilla del miedo de Juan XXIII a ese secreto haya que buscarla en la actitud de su inmediato antecesor, Pío XII. Este pontífice, que protagonizó algunos de los momentos más decisivos de la segunda guerra mundial, creyó a pies juntillas en las profecías de Lucia, pero también en otro antiguo e influyente vaticinio atribuido a un santo del siglo XII que anunció que Roma sólo dispondría de 111 papas más antes de la llegada del final de los tiempos. Y sabía que él no era el último de esa lista.

La influencia de Fátima en Pío XII también siguió su particular lógica. Como en el caso de Juan Pablo II, en el del papa Pacelli se dieron varias circunstancias personales que abonaron su fe en la profecía. Por ejemplo, Eugenio Pacelli fue nombrado arzobispo de Sardi en la Capilla Sixtina, el 13 de mayo de 1917.
Exactamente
el mismo día en que se produjo la primera de las apariciones portuguesas.

A raíz de aquella oportuna coincidencia, Pacelli seguiría con interés la revelación del Primer Secreto de la Virgen. Cómo no iba a hacerlo. Su texto anunciaba la llegada de una nueva guerra global, peor aún que la de 1914, e incriminaba al comunismo de los peores males de la humanidad. Por desgracia, su vaticinio no sólo se cumplió, sino que le situó a él mismo como protagonista involuntario de los hechos anunciados, marcando su trayectoria y política pontificia tanto como la misteriosa «danza del Sol» que el propio Pío XII contemplaría extasiado desde los jardines del Vaticano el 30 de octubre de 1950
[131]
.

Hoy, algunas decisiones de ese pontificado sólo se entienden si se tiene en cuenta la «permeabilidad» de Pío XII a los supuestos mensajes de la Virgen en Portugal. Y me explico. En 1940, Lucia dos Santos, ya una monja carmelita adulta recluida en Coimbra, le escribió pidiéndole que consagrara a Rusia al Inmaculado Corazón de Maria, tal y como había ordenado la
Senhora
en 1917. Dos años tardó en reaccionar el pontífice, pero el 31 de octubre de 1942 Pio XII radió un mensaje al mundo en el que aludió a la Virgen y a Rusia, rogando para que ese Apis «volviera de nuevo al redil»
[132]
.

Menos de dos meses después, el 8 de diciembre de 1942, el papa consagró no a Rusia sino al mundo entero a la advocación solicitada por la vidente de Fátima. Y fue justo tras ese requisito, en 1944, cuando sor Lucia le participó del terrible Tercer Secreto, rogándole que lo abriera el papa que gobernara en 1960.

Juan XXIII, obediente a aquel mandato de la monja que un día viera a la Virgen, lo abrió en esa fecha… pero lo «enterró» de nuevo.

Los vaticinios de san Malaquías

Pío XII aún tuvo una «obsesión profética» más. Una que compartiría con muchos santos padres.

El día de su coronación un lema, una divisa en latín, estaba en boca de todos:
Pastor angelicus
. Era la frase profética que según un monje irlandés del siglo XII llamado Malaquías, le correspondía en el orden de los sucesores de Pedro.

Si hemos de creer la leyenda, San Malaquías recibió ese y otros ciento diez lemas más durante una insólita revelación divina:

De alguna manera no explicada vio cómo sería el futuro de la Iglesia durante los ocho siglos venideros, intuyendo las divisas que identificarían a todos los pontífices que separaban la época en la que él vivió del «final de los tiempos». Según él, tras el reinado del último papa se desencadenará una ola de persecuciones contra la Iglesia a las que hará frente un hombre llamado Pedro.

Evidentemente, los paralelismos con el Tercer Secreto de Fátima me resultaron abrumadores. San Malaquias dijo:

En la última persecución de la Santa Iglesia ocupará la sede un romano llamado Pedro, que apacentará las ovejas en medio de grandes tribulaciones; pasadas las cuales, la ciudad de las siete colinas será destruida y el juez terrible juzgará al pueblo.

Sabemos que este profeta murió de unas extrañas fiebres en brazos de san Bernardo de Claraval. Y también que este último fue el responsable de redactar la biografía de Malaquías. Sin embargo, resulta muy extraño que no incluyera en su texto ni una sola mención a las dramáticas visiones proféticas de su amigo.

Fue en 1595 cuando aquellas divisas proféticas se publicaron por primera vez en un tratado del religioso belga Arnold de Wion. Aún hoy sorprende que nunca fueran reprobadas ni por la Iglesia ni por su brazo ejecutor, el Santo Oficio. Y aún llama más la atención que muchos papas las dieran por buenas y las asumieran como señas de identidad propias. Lo cierto es que desde el siglo XVI ha consentido su creencia, emergiendo por última vez durante las retransmisiones del cónclave para la elección del sucesor de Juan Pablo II, el cardenal Josef Ratzinger, en abril de 2005.

Todos los santos padres desde Malaquías hasta hoy han tenido sus razones para no condenar esta profecía: y es que algunas de las sentencias del santo irlandés se les ajustaban como anillo al dedo. Wion, por ejemplo, emparejó el primer lema con Celestino II, papa en 1143. Aquel
Ex castro tiberis
(«Del campamento del Tíber») forzosamente aludía a su lugar de nacimiento, la antigua Tiphernum, que contiene el sustantivo Tíber en su raíz.

Sin embargo serían papas posteriores a 1595 los que más llamarían la atención de los profetólogos. Después de esa fecha, y con los lemas ya publicados, no cabía que recayera sobre ellos sombra de fraude o manipulación interesada alguna. Pues bien, también en esos casos, tanto los escudos de los papas, como sus lugares de nacimiento o algunos de los detalles importantes de sus vidas, concuerdan total o parcialmente con las sentencias proféticas de Malaquías. Sin ir más lejos, eso sucedió con León XIII (1878-1903). A él le correspondía la divisa 102,
Lumen in caelo
(«Luz en el cielo»), y en su escudo de armas puede verse con claridad un cometa rasgando el cielo. Uno de los últimos intérpretes de Malaquías, Jean-Charles de Fontbrune, fue incluso más lejos al afirmar que ésta, como otras divisas, tiene una lectura simbólica más profunda. Y es que, en lenguaje masónico, «recibir la luz» también significa ser iniciado en los secretos de la francmasonería, y pocos papas se recuerdan tan beligerantes contra ésta como León XIII.

Pío XII, cuyo pontificado se extendió a lo largo de diecinueve años, siete meses y siete días, asumió su lema profético sin complejos desde el primer día. La prensa se hizo rápidamente eco de él, e inauguró una costumbre que ha llegado hasta la actualidad: que junto al nombramiento de un nuevo papa, inmediatamente se divulgue el lema de Malaquías que le corresponde.

Eso fue lo que ocurrió con Juan XXIII (
Pastor et nauta
, esto es, «Pastor y navegante»), cuya divisa cobró sentido de inmediato al conocerse que fue patriarca de Venecia, ciudad de marinos donde las haya. O con Pablo VI, cuyo
Flos florum
(«Flor de flores») es, como en el caso de León XIII, una clara premonición de su blasón, que exhibe tres flores de lis.

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