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Authors: Javier Sierra

La ruta prohibida (30 page)

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De hecho, tan extraña costumbre ha llegado incluso a nuestros días. Sólo cuarenta y ocho horas después de los atentados del 11 —S en Estados Unidos, los libros sobre el profeta ya encabezaban las ventas de Amazon.com y entraban en las listas de bestsellers de The New York Times. Al tiempo, corrían por Internet falsas centurias en las que se anunciaba que «la tercera gran guerra comenzará cuando la gran ciudad esté ardiendo». Y su magnetismo logró crecer hasta tal punto, que varias grandes cadenas de televisión en España y en el extranjero abrieron sus telediarios leyendo versos inventados por ocurrentes —Y modernos— imitadores.

A mi, la verdad, no me extrañó. Conocía bien los rumores de que, tras el entierro de Nostradamus en su primera tumba, varios profanadores la saquearon llevándose de ella textos con nuevas centurias. Tras el estallido de la Revolución francesa en 1789, el convento de Les Cordeliers fue, en efecto, destruido. La tumba del vidente se abrió y sus huesos se dispersaron. Sin embargo, dentro de su nicho no se halló ni libro, ni carta ni legajo alguno. Ni entonces, ni después. Sólo en 1791 alguien se acordó de sus restos mortales, los recogió y los llevó a la iglesia de San Lorenzo para su sepelio. Pero, por increíble que pueda parecer, no lo hizo movido por ese testamento tachado que dictara doscientos veinticinco años antes, sino por un extraño juego del destino. A fin de cuentas, la nota profética que señalaba la pared en la que se excavaría el nicho de Nostradamus no se hallaría hasta 1990, cuando un estudioso del personaje, Robert Benazra, la publicara en su
Repertoire chronologique nostradamique
, hoy libro de cabecera para los historiadores interesados en su figura.

La cortina ocultista

El epitafio grabado en piedra que puede admirarse «en la capilla de Nuestra Señora en cuya pared se desea hacer un monumento», me obligó a tomar aliento. Sabía que aquellas diez líneas escritas en latín eran únicamente la parte visible de un enigma aún mayor: Nostradamus no sólo había anunciado el lugar en el que reposarían sus restos, sino también el día exacto de su muerte.

La historia apenas es conocida, y me obliga a remontarme a 1547, cuando el doctor Michel de Notredame llegó a Salon tras la pérdida de su primera esposa y dos de sus hijos. La peste bubónica se los llevó casi a la vez, sumiéndole en una depresión que sólo venció viajando por media Europa y estudiando disciplinas heréticas como la cábala y la astrología. En realidad, aquello, más que un descubrimiento fue un reencuentro: Michel descendía de familia judía y su abuelo le había enseñado a leer y escribir en hebreo y a maravillarse por los arcanos del Árbol de la Vida y la alquimia cuando era sólo un niño.

Su peregrinaje terminó en Salon. En aquel tranquilo pueblo mediterráneo comenzó a mostrar más interés por lo oculto que por la medicina. Y así, a partir de 1550 emprendió la publicación de un
Almanach
de previsiones astrológicas que enseguida se convirtió en un bestseller. El doctor Notre Dame no dejó jamás de preparar esos almanaques y sin embargo, su gran proyecto, aquel que le harla pasar a la Historia y que tituló las
Propheties
, no se publicaría hasta seis años más tarde.

En su almanaque del año 1566, en la página del mes que correspondería a su muerte, escribió: «
Des grands mourír
» (Los grandes morir). Fue su primera pista.

David Ovason, experto en historia del ocultismo y autor de uno de los mejores ensayos que he leído sobre Nostradamus,
[137]
se obsesionó con aquel particular detalle, y gracias a su empecinamiento terminó descubriendo algo más: que en medio de aquel
Almanach
lleno de precisas previsiones astrológicas, tránsitos planetarios y fases de la Luna, el vidente cometió un solo «error». Y por azar también estaba en la página que se correspondía a la madrugada de su muerte, la del 1 al 2 de julio de 1566. Se trataba de una pequeña referencia a cierta oposición Sol-Luna que no se produciría hasta el día siguiente. Según Ovason aquel fallo fue intencionado; el vidente pretendía subrayar algo. «¿Qué conclusión podemos sacar de esto que no sea que Nostradamus estaba disfrazando la fecha en la que moriría?», se pregunta este autor que bautizó semejante maniobra como «cortina ocultista».

Allí, frente a la lápida de Nostradamus en la colegiata de San Lorenzo, leí su inscripción con cuidado una vez más. Decia:

(Aquí yacen) los huesos del muy ilustre Michel Nostradamus, considerado digno entre todos los mortales, con cuya pluma casi divina fueron escritos los acontecimientos futuros del mundo entero bajo el influjo de las estrellas. Vivió 62 años, 6 meses y 17 días (y) murió en Salón en 1566. Tu que sigues, no envidies su descanso. Su esposa, Anna Pontia Gemella de Salon, le dice adiós y le desea felicidad.

El texto, copiado de la inscripción destruida en el convento de Les Cordeliers, había sido redactado por César, hijo de Nostradamus. El mismo al que dedicarla sus inmortales
Prophéties
, y quien, al parecer, estuvo al corriente de algunas de las técnicas que empleó su padre para redactar sus centurias. También fue él quien heredó la biblioteca de su progenitor y el primero que descubrió en un ejemplar de las
Efemérides
de Johannes Stadius para 1566 —el principal competidor de los
Almanaques
de su padre—, otra desconcertante nota de puño y letra del vidente. Se correspondía a aquel mismo mes de julio y decía:
Hic prope mors est
(«Aquí la muerte está cerca»).

Nostradamus lo sabia. Conocía la fecha de su muerte y también que sus huesos descansarían tras aquella placa de piedra en Salen que tenía frente a mis ojos.

Sólo Dios sabe cómo.

CAPÍTULO 39

Nuestra Señora de la Controversia

El doctor Leoncio Garza-Valdés no olvidará las noches del 4 y 5 de febrero de 1999 mientras viva. Acompañado por Antonio Macedo, rector de la basílica de Guadalupe de México; monseñor José Luis Guerrero, director del Instituto de Investigaciones Guadalupanas; el doctor Gilberto Aguirre y un fotógrafo de la Universidad de San Antonio de Texas llamado Lester Rosebrock, Garza-Valdés pasó varias horas a escasos centímetros de una de las reliquias más fascinantes de América. Su intención era examinar la tilma o poncho sobre la que, según la tradición, en 1531 quedó grabada milagrosamente la imagen de la Virgen de Guadalupe. Ahora esa pieza se conserva en una cámara acorazada, protegida tras un grueso cristal antibalas, y monitoreada por un complejo mecanismo que la deja ver a los fieles durante el día, pero que la resguarda como un tesoro durante la noche.

El doctor estaba entusiasmado con aquel desafío.

Hacía poco que su libro The DNA of God?, sobre la Sábana Santa de Turín, se había publicado en Estados Unidos. En él, Garza-Valdés había desestimado la datación por carbono-14 que fechó ese polémico lienzo en la Edad Media, argumentando que los laboratorios no habían detectado ciertos microorganismos fabricantes de «bioplástico» que alteraron sus resultados. Así pues, la confianza que el arzobispo de México Norberto Rivera Carrera había puesto en un hombre tan sagaz estaba más que justificada. Garza-Valdés no sólo era un afamado microbiólogo que se las había visto ya con reliquias importantes sino que, además, era un católico practicante. «Cuente la verdad, y nada más que la verdad», le ordenó.

Armado con un arsenal de cámaras con filtros para radiaciones ultravioleta, disparó una batería completa de imágenes a la tilma. Nadie retiró el cristal blindado. De eso, pensaban, habría tiempo más tarde. En su cartera llevaba un informe de 1982 firmado por un perito en la que se decía que aquella imagen había sido pintada por mano humana
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. Pronto el doctor Garza-Valdés refutaría o confirmaría aquel resultado. Su opinión era importante.

Primeras sorpresas en Guadalupe

Había mucho en juego. En 1999 estaban ultimándose los preparativos para la canonización del único vidente de las apariciones de Guadalupe. Cualquier peritaje que demostrara que los hechos narrados por la «leyenda guadalupana» eran ciertos, podría ser decisivo. Según la creencia popular, la imagen de la Virgen no había sido hecha por pintor alguno. Se formó milagrosamente el 12 de diciembre de 1531, en un cerro llamado Tepeyac, a las afueras de México.

Aquel día era el cuarto en el que un indio llamado Juan Diego había subido hasta allá para encontrarse con una radiante «señora de luz». La dama le impelía a ponerse en contacto con las autoridades eclesiales y le exigía que levantaran allí un santuario; naturalmente, nadie le hizo caso. Juan de Zumárraga, primer arzobispo de México, tenia cosas más importantes de las que ocuparse. Era lógico: hasta seis años más tarde, gracias a una bula de Pablo III, no se aceptó que los nativos tuvieran alma. ¿Por qué iba entonces a interesarle escuchar a un salvaje?. Pero aquel 12 de diciembre de 1531 la «señora» dio una prueba al indio: un manojo de flores que no eran ni propias del Apis ni de aquella época del año, Juan Diego, obediente, las recogió en su poncho y se las alcanzó a Zumárraga. Y al abrir su tilma ante él, en la tela había quedado plasmada la imagen de la señora.

Garza-Valdés conocía bien aquella historia. Sabía que el primer documento que narraba esos hechos fue el
Nican Mopahua
, un texto escrito en lengua nahuatl publicado por primera vez en 1649. Esto es, ciento dieciocho años después del milagro. Y aunque su compilador, el bachiller Luis Lsso de la Vega, aseguraba que el
Nican Mopohua
era en realidad un informe del juez Antonio Valeriano redactado en 1544, hasta la fecha jamás se ha hallado su original. Los historiadores tuvieron, además, otro problema añadido: el obispo Juan de Zumárraga jamás citó en ninguna de sus cartas o textos, ni siquiera en su extenso testamento de 2 de junio de 1548, ni una sola vez a esa aparición; ni tampoco a Juan Diego, a la tilma con la imagen milagrosa o a la ermita que supuestamente la «señora de luz» ordenó construir en el cerro Tepeyac.

¿Revelarían algún secreto las placas del doctor Garza-Valdés?. ¿Arrojarían alguna certeza a toda esta confusión?.

Cuando el 10 de febrero de 1999 recibió los resultados, el microbiólogo tenía ya la mosca detrás de la oreja. En la cámara acorazada del santuario de Guadalupe había comprobado que la tela expuesta a veneración no era un poncho. Era demasiado larga para ello. Y además no era de Fibra de maguey o de ixtle, como tradicionalmente se creía, sino de cáñamo. Y, para colmo, había sido preparada para ser pintada.

Las placas rematarían su diagnóstico: el ultravioleta revelaba la existencia de dos imágenes más de la Virgen debajo de la que hoy vemos. ¡Y además firmadas!. En la inferior, la más antigua, Garza-Valdés descubrió las iniciales M. A. y debajo una fecha: 1556. En la intermedia, otras letras, J. A. C. y otra fecha, 1625. La última sólo mostraba el trazo borroso de una tercera datación: 1632.

¿Era eso propio de una imagen milagrosa?.

Una historia polémica

Los resultados de Garza-Valdés no gustaron nada al cardenal Rivera Carrera, que no dejó que el microbiólogo se acercase de nuevo a la tilma, Aquello, definitivamente, no iba a ayudar al proceso de canonización que tenía entre manos. Pero no se desanimó: Garza-Valdés logró identificar 6 siglas con pintores a los que algunos documentos históricos vinculaban la imagen de Guadalupe. M. A. eran las iniciales de Marcos Aquino o Marcos Cipac. Y J. A. C. las de Juan Arrue Calzonzi, conocido pintor mexicano del siglo XVII. El nombre del primero se citaba, además, en un texto sorprendente: Información de 1556 del arzobispo de México fray Alonso de Montúfar.

Se trata de un expediente de diecinueve folios fechado aquel año, pero lacrado y considerado secreto hasta 1888, en el que se daba cuenta de cierta polémica entre el arzobispo y el provincial de los franciscanos de la ciudad, fray Francisco Bustamante. Montúfar fue el sucesor de Zumárraga, y aquel año había decidido apoyar el culto de una imagen pintada por un indio en el Tepeyac. Su vehemencia no gustó al padre Bustamante, que el 8 de septiembre de 1556 predicó contra ese culto «que había sido inventado ayer» (sic), y que convertía en milagrosa una simple imagen que «había sido pintada por un indio, Marcos».

Su adversa reacción dio pie a un expediente que nadie leería hasta trescientos años más tarde. Hoy, gracias a ese documento sabemos que Montúfar fue el verdadero impulsor del culto a la nueva Nuestra Señora de Guadalupe… Pero, además, lo que ahora sugerían los hallazgos de Garza-Valdés era que también fue él quien encargó a Marcos Aquino la «imagen milagrosa».

Ésa debe de ser la pintura fechada en 1556 que encontraron los ultravioletas debajo de la actual imagen. Una efigie que después se tapó con una capa blanca y se repintó dos veces en el siglo XVII.

¿Existió Juan Diego?

En noviembre de 2002, escandalizado por la canonización de Juan Diego celebrada en julio de ese mismo año, Garza-Valdés publicó su obra Tepeyac, cinco siglos de engaño. En ella, además de recoger un buen número de documentos que sugieren que la Iglesia manipuló las creencias de los indígenas, atrayéndolos a su causa al inventar la aparición de una «virgen mestiza», apunta a que Juan Diego ni siquiera existió. Y no es el único. Otros expertos como el sacerdote Staffofd Poole o el ex abad de la basílica de Guadalupe, Guillermo Schulenburg, llegaron por su cuenta a idénticas conclusiones. Pero el Vaticano ha desoído sus advertencias hasta la fecha.

El misterio aquí no está en el milagro de la Virgen o en la historicidad de Juan Diego, sino en determinar quién y con qué intenciones manipuló —y, según algunos, aún sigue haciéndolo— la buena fe de millones de creyentes. Por desgracia, para responder a eso, de momento, sólo hay conjeturas.

CAPÍTULO 40

La tumba del inmortal

¿Puede un hombre con fama de inmortal tener una tumba?. ¿Existe un objeto más contradictorio para alguien con esa reputación que una losa sepulcral en la que figure su nombre?. Me faltó tiempo. En cuanto supe dónde se encontraba la única lápida de un presunto inmortal que existe en Europa, corrí a verla. Necesitaba sentarme frente a una pieza tan paradójica y resolver su enigma: si alguien había pasado a la historia con la reputación de haber vencido a la muerte —y son pocos, poquísimos, los que lo han hecho—, ¿qué sentido tiene que se conserve su epitafio en piedra?.

En esta ocasión, mi curiosidad me llevó a las escaleras que dan acceso a uno de los tapices más famosos de la Edad Media: La dama y el Unicornio. Allí, a pocos pasos de esa colosal obra maestra, en un vulgar rincón del Museo Cluny de Paris, se exhibe la losa fúnebre de Nicolás Flamel. Este escribano público y alquimista medieval, nacido en Pontoise hacia 1330, fue uno de los burgueses más afamados y ricos de su tiempo. Pero también uno de los más misteriosos.

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