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Authors: Javier Sierra

La ruta prohibida (32 page)

BOOK: La ruta prohibida
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Sin embargo, Ptolomeo era también un faraón de sangre y cultura griega, así que al acervo mágico egipcio decidió sumarle los libros que importó del otro lado del Mediterráneo y los que confiscaba a todos los barcos que atracaban en su puerto. Sus órdenes eran claras: cada libro que sus tropas descubriesen a bordo de una embarcación visitante era confiscado, copiado y después reintegrado a su legitimo dueño. Ptolomeo III llegó aún más lejos, al pedir prestados de la biblioteca de Atenas una copia de cada autor griego, que jamás devolvió.

Pero pese a que la mayoría de los historiadores modernos se refieren a la Biblioteca de Ptolomeo como el depósito de las grandes obras clásicas griegas de su tiempo, no es menos cierto que debió de albergar infinidad de tratados mágicos, alquímicos y esotéricos. Hoy conservamos apenas cuarenta y cuatro obras teatrales griegas completas, pero en Alejandría se almacenaban las 123 tragedias de Sófocles, las noventa de Esquilo, las 92 de Eurípides y hasta las 54 comedias de Aristófanes. Casi todas perecieron
[142]
. Y junto a éstas, las lecturas que inspiraron en el siglo VI d. J.C. a María la judía, la alejandrina que inventó el procedimiento alquímico del «baño Maria», o las que iluminaron al converso padre de la Iglesia, Clemente de Alejandría. De hecho, fue hacia el 208 d. J.C., cuando Clemente utilizó en sus Strómata, y por primera vez en la Historia conocida, la palabra «esotérico» para referirse a aquellas enseñanzas «interiores» o «secretas» cuyo conocimiento convenía reducir a unos pocos.

Un Leonardo del siglo I

La cercanía de aquellos textos obró maravillas en la ciudad. Hero, un científico del siglo I que vivía junto a la Biblioteca, fue uno de los principales beneficiarios de tanto conocimiento almacenado. Fue inventor, músico, ingeniero y hasta geómetra. Demostró que era capaz de calcular la distancia exacta entre Roma y Alejandría con sólo observar un eclipse, y desarrolló artilugios que el mundo no volvería a ver hasta dieciocho siglos más tarde. Ése fue el caso de un ingenioso sistema de vapor, capaz de mover a distancia las puertas de un templo.

Según su diseño, cuando el sacerdote encendía un fuego en el altar, el calor calentaba el aire de un conducto debidamente oculto que, a su vez, empujaba un recipiente con agua que hacia bascular unas grandes cuerdas al otro extremo del recinto que tiraban del eje de los portones, moviéndolos. Aquella «magia» tecnológica, que habría hecho palidecer a James Watt, el inventor de la máquina de vapor, era sólo la punta de un enorme iceberg de progresos técnicos que incluían dispensadores de agua sagrada a cambio de una moneda de 5 dracmas, prensas para aceite movidas por viento y vapor, y hasta ascensores.

¿Qué fue de toda aquella tecnología?. ¿Adónde fueron a parar los mecanismos que accionaban el «robot» que se cree coronaba el faro de la ciudad, como ayuda a la navegación de los que atracaban en sus faldas?.

Tras la destrucción total de aquel legado y la muerte de genios como Hero, la ciudad cayó en el más severo declive intelectual que se conoce. Fue el símbolo de que la gloria de los egipcios había llegado a su fin. Se acabó el dinero para mantener gratuitamente a los estudiantes que eran admitidos en el
Museion
, y provistos de cama, comida y material de trabajo por los espléndidos Ptolomeos. Y ya nada volvería a parecerse a Alejandría hasta la irrupción de la familia Médici en la historia italiana mil quinientos años después, que impulsó el movimiento renacentista a través de su Academia de sabios y artistas.

La comparación no es baladí.

Aquella Academia fue dirigida por Marsilio Ficino, el sabio que tradujo a Platón al latín y que volcó a la lengua de Dante los escritos atribuidos a Hermes Trismegisto, la versión helénica del dios Toth egipcio, cuya pista se creyó también perdida en Alejandría. Y aunque ésa es otra historia que en su día contaré, el paralelismo me estremece: el espíritu de Alejandría renació en el siglo XV en Italia… ¿Volverá en el futuro al lugar de donde partió?

Inshallah
!

CAPÍTULO 42

El mayor acertijo de la historia del arte

Nunca sabré cuántos lectores de La cena secreta sintieron, como yo, la impetuosa necesidad de viajar a Milán y reservar una entrada para admirar con sus propios ojos La última Cena de Leonardo da Vinci. Tampoco es probable que las autoridades italianas logren calcular jamás qué volumen de visitantes se han rendido a los pies de ese mural por culpa de mi novela. No importa. A estas alturas sé que quien se haya empapado de ese espíritu de búsqueda, de lectura trascendente del arte, ya no volverá a pasar ante una obra del Renacimiento sin buscar en ella una mano fuera de lugar, un gesto extraño, un nudo en una pieza de tela o una mirada equivoca.

Lo cierto es que no hace falta rebuscar demasiado para encontrar un buen puñado de esos misterios en el Cenacolo. Los secretos que esconden sus 4,20 metros de alto por 9, 10 de largo están a la vista de todos.

Da Vinci convirtió su mural en el acertijo más grande de la historia del arte: instó a quien lo contemplara a sumarse a la inquietud de los Doce tras recibir el anuncio de Jesús de que «uno de vosotros me traicionará» (Juan 13, 2 l). De hecho, Leonardo ha empujado a generaciones enteras a buscar a ese traidor, sembrando su obra de curiosas trampas. Por ejemplo, ninguno de sus personajes luce halo de santidad. En otras últimas Cenas, una fórmula sencilla para encontrar al renegado era localizar al único varón sin aureola sentado a la mesa. Pero en la de Leonardo, ese truco no vale. Da Vinci tampoco sentó a judas Iscariote en un extremo de la mesa, ni lo subrayó pintándolo más feo que a los demás. Los visitantes de su obra maestra deben recurrir a otras estrategias para hallarlo; casi como si tuvieran que superar un «test de inteligencia» antes de hacerse merecedores de esa información.

La última Cena, ¿inexpugnable?

Uno de los primeros en cruzar el claustro de los Muertos de Santa Maria delle Grazie y someterse a semejante prueba fue el escritor y poeta alemán Goethe. En 1810 dedujo que allí se ocultaba algo. En su Teoría de los colores, una obra de más de mil páginas, Goethe utilizó el
Cenacolo
como metáfora para explicar el misterio de la luz. Quería rebatir las tesis de Isaac Newton utilizando a Leonardo como ariete. Y es que, mientras que para el físico inglés los colores no existen como tales, sino que se forman en nuestros ojos dependiendo de la longitud de onda de la luz que recibimos, para Goethe eran algo externo, real, que derivaban nada menos que de la eterna lucha de la luz y las tinieblas. Un fenómeno casi místico, espiritual, que en
La última Cena
estaba admirablemente representado en la división de la escena en una mitad luminosa y otra en penumbras.

¿Tan simple era aquel misterio?.

Muchos, desde luego, hicieron caso omiso a su explicación y siguieron buscando claves ocultas en la obra. Josephin Péladan, escritor y dramaturgo parisino afiliado al movimiento Rosacruz y fundador de cierta Orden del Templo y del Santo Grial, se propuso encontrar respuestas en los propios escritos de Leonardo. Fue él quien tradujo al francés, en 1910, las notas de su Tratado de la pintura. Y en él halló párrafos en los que el pintor argumentaba por qué la suya era la más sublime de las artes: «Escribe el nombre de Dios en un lugar y confróntalo con su imagen», sentenció. «Entonces verá,, cuál de los dos es más venerado». Péladan llegó a la conclusión de que Leonardo manejó cierta «ciencia de las imágenes», un saber capaz de convertir a una mera pintura en un objeto hipnótico, mágico, lleno de sabiduría. Algo, en definitiva, muy superior a cualquier poema o composición musical. Pero por desgracia, ni Péladan ni ninguno de sus discípulos —entre los que se encontraba el compositor Erik Satié—, aclaró jamás qué era exactamente ese «algo».

Los primeros que tal vez rozaron la respuesta fueron el astrólogo Nicola Sementovski-Kurilo y el profesor de la Academia de Bellas Artes de Roma Franco Berdini. Teniendo en cuenta las obras de Ptolomeo, Igino e Hiparco que Leonardo leyó, llegaron a interesantes conclusiones. Para ambos, la
Cena
fue concebida como un modelo a escala del universo. En él Jesús, como figura central, encarnaba al Sol, y los Doce a cada una de las constelaciones del zodiaco. Visto así, la curiosa distribución de los discípulos en cuatro grupos de a tres, era coherente con la división de los signos astrológicos asociados a los cuatro elementos de la Naturaleza (agua, tierra, aire y fuego). Para Sementovski, «Leonardo terminó por representar así la comunión entre lo divino y lo humano que, por otra parte, constituye la esencia misma del cristianismo»
[143]
.

Pero el profesor Berdini llevó esa idea aún más lejos. Estaba seguro de que para pintar a cada uno de los Doce, Leonardo se inspiró en la descripción del zodiaco que Hiparco incluyó en el siglo II a. J.C. en su hoy perdido catálogo estelar. Al inventor griego de la trigonometría y director de la Biblioteca de Alejandría se le atribuyen, además, muchos de los detalles gráficos que se asocian a los signos astrológicos. Así, cuando Leonardo pinta en el extremo derecho de la mesa a Simón, lo asemeja al signo de Aries dotándolo de una barba caprina propia del animal que lo representa. Judas Tadeo, a su lado, encarna el signo de Tauro, por eso lo muestra como a un morlaco a punto de embestir. Mateo es Géminis, la comunicación; eso explica su gesto con los brazos, invitando al diálogo, que es el rasgo más distintivo de este signo. El siguiente grupo de tres comienza con Felipe, que se lleva las manos al pecho como si fueran las tenazas de un cangrejo; Cáncer. 0 Santiago el Mayor, que con sus brazos extendidos representa al signo más expansivo del zodiaco, Leo. Tras él se ve la cabeza de Tomás, el incrédulo, que alza su dedo al cielo tal y como el signo de Virgo lo hace en
Immagini del globo terrestre
del buen amigo de Leonardo, Durero.

El profesor Berdini extiende sus deducciones al resto de discípulos: Juan, el afeminado discípula que cruza sus manos junto al Mesías, inclina su cabeza como el plato de la balanza de Libra. Judas, el traidor, se revuelve sobre sí mismo como lo haría un escorpión, Y Pedro, hombre de temperamento caliente, sanguíneo, extiende un brazo sobre el cuello de Juan como lo haría el jinete de Sagitario con su arco. Más psicológica es la atribución de Andrés a Capricornio; el carácter cerrado, distante, del signo encuentra su reflejo en el modo en el que pone por delante sus manos abiertas. La sociabilidad de Acuario encuentra, según Berdini, su reflejo en Santiago el Menor que trata de apaciguar con su mano la cólera de Pedro. Y finalmente, Bartolomé esconde al signo de Piscis en la capa anudada que lo rodea, y que nos remite a la cuerda que une a los dos peces de ese signo, según la representación de Hiparco.

¿Una partitura gigante?

Aunque la astrología era una disciplina tenida en gran estima en tiempos de Leonardo, la explicación «cósmica» de la Cena siempre me dejó frío. ¿Para qué habría de crear Da Vinci una metáfora así?. Aunque el genio toscano fue un amante de las imágenes con doble sentido, una correspondencia de ese tipo hubiera resultado demasiado obvia. Por eso decidí arrinconarla y no utilizar esa clave estelar en mi novela. Pero al seguir indagando en otras lecturas del
Cenacolo
, hallé una que me sorprendió. Fue formulada hace veinte años por el doctor italiano Renzo Mantero, una autoridad mundial en operaciones de manos. Este cirujano, que ha dado nombre a dieciocho instrumentos quirúrgicos y a quince técnicas de intervención, dedujo que el secreto se escondía en la disposición de las manos de los Doce.

Mantero sabia bien que Leonardo fue muy amigo de Franchino Gafurio, compositor y director del coro de la catedral de Milán en la época en la que pintó su
Cena
. Incluso pudo haberlo usado como modelo para el
Retrato de músico
que hoy se conserva en la Pinacoteca Ambrosiana de Milán. Pues bien, en su
Theorica musicae
, Gafurio describe cómo usar las manos como sistema de notación musical… Y si se aplica esa técnica a las que aparecen en el
Cenacolo
, el resultado es una composición de valor dodecafónico que podria llegar a interpretarse. ¿Era ése, entonces, el secreto?. ¿Compuso Leonardo una
Última Cena
, además de pintarla?.

Aun a riesgo de pecar de ingenuo, yo no lo creo. El acertijo es otro. Y quienes leyeron
La cena secreta
saben ya cómo resolverlo.

CAPÍTULO 43

El triple enigma de Leonardo da Vinci

¿Por qué la literatura ha hecho famosos los misterios que rodean el mural de
La última Cena
y, sin embargo, ha ignorado las intrigas que rodearon a otra de las grandes obras de Leonardo da Vinci,
La Virgen de las Rocas
?.

No es que pretenda, a estas alturas, dar ideas a nadie para una nueva novela, pero tras esta cuestión se esconde todo un universo de acertijos e intrigas al más puro estilo de Leonardo, que no me resisto a compartir con mis lectores.

Desmenuzaré este enigma por partes.

Da Vinci se vio obligado a pintar su célebre Virgen de las Rocas dos veces. O eso criamos muchos hasta octubre de 2005, cuando se inauguró en la ciudad adriática de Ancona, Italia, una exposición que exhibía una tercera versión, inédita, de la misma escena. Era, no había duda, una nueva tabla leonardiana a sumar a las que hoy penden de las paredes del Louvre en París, y de la National Gallery en Londres. Al parecer, esa composición llegó a una colección privada de París, la Chérarny, a principios del siglo XX, desde donde pasó a un propietario suizo que la cedió para la muestra
Leonardo: Genio e visione in terra marchigiana
.

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