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Authors: Javier Sierra

La ruta prohibida (33 page)

BOOK: La ruta prohibida
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Carlo Pedretti, profesor de la Universidad de California (UCLA) de setenta y siete años de edad, v Giovanni Morillo, comisarios del evento, no tardaron en hacerse cruces sobre una pieza tan peculiar. ¿Por qué Leonardo da Vinci pintó nada menos que tres veces una misma composición?. Y por que a cada nueva versión le añadió o borró pequeños detalles, aparentemente sin importancia?. ¿Encierran esas diferencias algún código secreto, real, pendiente de ser descifrado?.

¿Por qué pintó tres veces La Virgen de las Rocas?

Las tres
Vírgenes de las Rocas
recogen, en esencia, una misma escena: en ellas puede verse a una madonna en actitud protectora, extendiendo sus brazos sobre dos niños que representan a san Juan y a Jesús, bajo la atenta mirada del arcángel Uriel. La acción se desarrolla en el interior de una cueva, desde donde el espectador admira el abrupto paisaje que se adivina por las fisuras de la roca. Por extraño que parezca, esta escena no aparece descrita en los Evangelios. En parte alguna del Nuevo Testamento se habla de un encuentro entre san Juan y Jesús durante su infancia, y mucho menos que éste hubiera tenido lugar en una gruta camino de Egipto, como explicó Leonardo en estas tablas.

Entonces, ¿de dónde obtuvo su inspiración el maestro?.

La primera de esas composiciones fue encargada a Leonardo y los hermanos De Predis para decorar el altar mayor de la iglesia milanesa de San Francesco el Grande, en 1483. Pero la ejecución de aquella pieza no satisfizo a sus mecenas, frailes de la Orden de San Francisco. Ninguna de las figuras mostraba halo de santidad, algo extraño, sobre todo si el atributo se escatimaba al mismísimo Niño Dios. Además, el infante que dominaba la composición era san Juan y no el futuro Mesias. Además, si a esto le añadimos que lo que le encargaron a Leonardo bajo contrato fue una Virgen rodeada de profetas (que en su pintura no aparecen por ninguna parte), la polémica estuvo servida desde el principio.

¿Por qué Da Vinci se salió del guión franciscano?. ¿Y por qué se vio obligado a pintarla tres veces?.

Pietro Matani, codirector del equipo de restauradores de
La Última Cena
, estudió con atención el asunto y descubrió la clave hace sólo seis años:

Parece que Leonardo se inspiró en el Apocalipsis Nova, un texto semiherético escrito por el venerable João Mendes da Silva, también conocido como Amadeo de Portugal
[144]

El tal Amadeo, según Matani, fue un ceutí de dudosa reputación que defendió en sus escritos que la Virgen y el Bautista fueron los verdaderos protagonistas del Nuevo Testamento y, por tanto, los artífices de la fe cristiana. Y no Jesús. Al tomarlo como fuente de inspiración, Leonardo estaba desafiando a sus patrones. Pero ¿por qué?.

Jesús y su hermano gemelo

Como era de esperar, los frailes de San Francesco el Grande no aceptaron aquella
Virgen de las Rocas
y pusieron el asunto en manos de los tribunales. Tras más de una década de agrias disputas, los jueces obligaron a Leonardo a pintar una nueva tabla para su altar mayor que cumpliera con el contrato. Y el toscano, testarudo, aceptó la condena. Eso si, volvería a repetir su mismo tema herético en la nueva tabla salvo en algunos detalles menores. De ahí surgió la segunda versión, que hoy se exhibe en Londres.

Pero ¿y la tercera?. ¿Cuándo y por qué ejecutó Leonardo esa especie de «versión intermedia» que pudimos contemplar en Ancona?.

Hoy esas tres versiones se encuentran dispersas por Europa, esperando que alguna futura exposición las junte por primera vez. Cuando se haga, los visitantes se Fijarán en los halos. En la del Louvre no figuran; en la de Chéramy sólo lo lleva la Virgen, mientras que en la londinense todos los personajes lo lucen.

¿Una clave?. ¿Y para decir qué?.

Mientras se resuelve el enigma, bueno será que nos centremos en la otra polémica que acompaña a esas tablas. Y es que, observadas con cuidado, en las versiones del Louvre y de Chérarny, los niños san Juan y, Jesús parecen hermanos gemelos. Ambos comparten el mismo pelo, los mismos mofletes y hasta ¡identica sonrisa!. Y algunos autores, entre los que me incluyo, creemos que eso no se hizo por azar.

Por un capricho del destino, la pieza que nos ayudará a comprender esta incógnita se expuso en la misma muestra de Ancona, a pocos metros de la tabla leonardiana. Allí pudo contemplarse hasta enero de 2006 la obra de un imitador de Leonardo llamado Bernardino De’Conti (1450-1525) titulada
Los tres niños santos
. En ella, los protagonistas eran el pequeño san Juan, el infante Jesús y ¡su hermano gemelo!. Hasta el catálogo de la muestra lo admite: «obra sugestiva que afronta el tema, inusual y de naturaleza gnóstica, de Jesús y de su doble».

Una vez sobrepuestos a la sorpresa, descubrimos otra increíble coincidencia: los gemelos de De’Conti están representados
exactamente
con los mismos gestos que los niños de
La Virgen de las Rocas
.

Para los comisarios de la exposición no hay duda: De’Conti se inspiró en cierta creencia cristiana apócrifa, perseguida, que sostenía que Jesús tuvo un hermano gemelo. Y esa historia, por increíble que parezca, resulta hoy muy familiar a los expertos en los primeros siglos del cristianismo. De hecho, en Egipto, en una de las vitrinas del Museo Copto de El Caim, se muestra aún un fragmento de un viejo texto piadoso que empieza así:

Éstas son las palabras secretas que Jesús vivo pronunció y que el mellizo, Judas Tomás, anotó.

Ese libro, uno de los cincuenta y dos descubiertos en una tinaja desenterrada en la aldea de Nag Hammadi, cerca de Luxor, en 1945, forman parte de la llamada «tradición gnóstica». Fueron éstos una clase peculiar de cristianos, que consideraban su cuerpo una cárcel de la que debían librarse si querían alcanzar la verdadera espiritualidad. Sus textos, perseguidos y destruidos por la Iglesia que se formó a partir del siglo IV, desaparecieron de la faz de la Tierra. Hasta 1945 apenas se conocían algunos fragmentos de ésas porque fueron citados por los Padres de la Iglesia o por los inquisidores que los combatieron en sus escritos.

De hecho, su persecución obedeció a creencias tan exóticas como la de que Jesús tuvo un hermano gemelo. Bajo la óptica gnóstica Tomás, el discípulo incrédulo, no se llamó así, sino Judas. Tomás fue su sobrenombre, que en arameo significa «gemelo». Hasta el Evangelio de Juan abunda en esa identificación al llamarlo Tomás Dídimo. Y
dídimo
, en griego, también significa gemelo.

La duda es, ¿cómo llegó esto a oídos de Bernardino de’Conti o de Leonardo da Vinci si esos libros gnósticos se desconocían en Europa?. ¿Quiso el genial Da Vinci disfrazar la creencia en el gemelo de Jesús en su ya de por si herética primera composición de
La Virgen de las Rocas
?. ¿Fue eso lo que lo mantuvo en sus trece al ejecutar la versión de Chérarny?.

En realidad, nada puede descartarse en este terreno. Giorgio Vasari, pintor contemporáneo del maestro toscano y también su primer biógrafo, dijo de él en 1550 que «(Leonardo) llegó a tener unas concepciones tan heréticas que no se aproximaba a ninguna religión, pues tenía en mucha más estima el ser filósofo que cristiano»
[145]
.

Y filosofía es lo que hará falta al osado que se arrime a este enigma para descifrarlo.

O, por descontado, a cualquiera de los que se contienen en este libro.

NOTA FINAL

El juramento de Montserrat

Antes de poner el punto final a estas páginas, siento que debo contar algo. Es una confesión íntima, casi una revelación, que justificará a ojos de muchos lectores por qué llevo años sin escatimar esfuerzos ni entusiasmo a la hora de enfrentarme a un enigma.

Es una aclaración, pues, que debo hacer.

Hace ahora veinte años, en una noche estrellada junto a uno de los muchos precipicios que flanquean la carretera que asciende a la montaña de Moraserrat, a las afueras de Barcelona, fui testigo de algo que cambió mi vida para siempre. Algo que, curiosamente, las más viejas crónicas del lugar recogían ya en sus pergaminos y que me enseñaría que los viejos misterios jamás mueren.

Desde 1345, lo que vi tenía un nombre.

Los habitantes de la cercana Manresa lo bautizaron seis siglos atrás como
la misteriosa llum
. La luz misteriosa.

El 21 de febrero de aquel remoto año esa luminaria con nombre propio atravesó los muros de la iglesia del Carmen, se dividió en tres ante los atónitos ojos de los feligreses y del abad fray Bernat Carnicer, prohombre de la ciudad, y tras volverse a fundir en una sola luz desapareció rumbo a los picos de Montserrat. Para mi sorpresa, un notario llamado Pere de Pulcrosolano levantó acta del prodigio
[146]
. Y no fueron pocos los que a partir de su testimonio vieron en ella una señal enviada al lugar por el mismísimo Espíritu Santo.

Pero ¿señal de qué?.

Casi dos siglos más tarde, en 1523, se instalaría en una celda del cercano convento de los dominicos de Manresa un hombre llamado a cambiar el panorama político y religioso del Renacimiento español: Ignacio de Loyola. Y en otra de aquellas noches despejadas, mientras buscaba la contemplación en las faldas de Montserrat, cerca de la ermita de San Dimas, la
misteriosa llum
regresó para manifestársele. San Ignacio la describió como una «serpiente de muchos ojos», y su visión terminaría siendo vital para su destino como fundador de la Compañía de Jesús y para la redacción de sus Ejercicios espirituales.

Lo cierto es que los relatos que hacen mención a esa escurridiza luminaria nos remiten hasta el siglo IX. También fue ella la que señaló a unos pastores en qué hueco en la roca buscar la imagen de la Virgen de Montserrat que desapareció tras la invasión musulmana del año 711, o la que señaló con su presencia dónde debían levantar sus ermitas los monjes benedictinos.

Pero, torpe de mi, leyendo aquellos textos pensé que ese fenómeno había «muerto» hacia siglos.

Me equivoqué.

Jamás pude imaginar que en 1987, mientras documentaba una de las variantes de esa
llum
, terminaría dándome de bruces con ella.

¿Cómo iba a suponer que aún «habitaba» en aquellas peñas?.

Ahora, dos décadas más tarde, empiezo al fin a calibrar el efecto que aquella bola ígnea causó en mi. Durante unos segundos, al filo de la medianoche, una fenomenal luminaria blanca sobrevoló en silencio el mirador en el que me encontraba junto a otras dos personas. Aquella luz tenía un núcleo de un poderoso color verde, casi esmeralda, e iba seguido de una pequeña cohorte de brillantes chispas anaranjadas. El viento se detuvo. La montaña calló de repente. Y sin avisar, cuando la
llum
estaba a menos de un centenar de metros sobre nuestras cabezas, la noche se la tragó de nuevo devolviéndonos bruscamente a la realidad.

Nunca en mi vida había pasado tanto miedo. Allá arriba, tres hombres solos estábamos a merced de una luz que incluso había llegado a iluminar el suelo que pisábamos.

—¿Y si hacemos una señal para que regrese? —dijo uno de mis acompañantes, en un alarde de valor.

No hubo respuesta. Mudos, con el impacto de aquella fugaz visión en la retina, decidimos tornar nuestro coche y descender a toda velocidad hacia el centro de Barcelona. Mi perplejidad duraría años.

Ahora, sin embargo, lo sé. Aquel 24 de julio de 1987 una extraña certeza se ganó un hueco en mi corazón para siempre.

Lo que habíamos visto en Montserrat era el
Misterio
en estado puro. Vivo. Real. Cercano. Inmutable desde la noche de los tiempos.

Y desde allá arriba, con el perfil iluminado de Barcelona al fondo y el oscuro horizonte del mar fundiéndose con la noche, me juramenté para perseguirlo hasta donde fuera preciso.

Sé que puede resultar extraño. Ridículo. Pero ninguna de las explicaciones que barajamos para aclarar lo que vimos resultó satisfactoria. No fue un avión —el control aéreo del aeropuerto de El Prat descartó ese extremo tras consultar las rutas aéreas de aquella jornada—, ni la reentrada en la atmósfera de chatarra espacial; ni siquiera un meteoro o un efecto óptico.

Era la
llum
. Punto. No hay por qué buscarle más explicaciones. Y lo cierto es que su recuerdo me ha hecho mantener mi juramento en pie hasta hoy.

A fin de cuentas, ¿qué puede haber más poderoso que dejarse guiar por una memoria así?.

Por una luz.

Agradecimientos

Estas páginas jamás habrían llegado a los lectores sin mi profunda admiración por la Historia, por quienes la han escrito y por aquellos que me la enseñaron en distintas etapas de mí vida. Como es imposible hacer justicia a todos ellos, he decidido aunar mi gratitud en la figura de José Oliver, mi primer maestro de esta asignatura, junto al que aprendí no sólo a estudiarla sino a dudar de ella. En parte, fueron esas dudas y su empeño en que las resolviera cada alumno por sus medios, lo que me lanzó en manos del misterio.

Mi búsqueda de respuestas no ha sido un empeño solitario. Desde hace años, las Oficinas de Turismo de Egipto y Turquía en Madrid me han ayudado a planificar viajes y a sacar el máximo partido a mi interés por aspectos poco convencionales de su legado. Y en especial a Magued Abou Sedera y Teresa Herrero. Pero sin duda, un reconocimiento merecen también mis guías locales, en especial Mohammed Ahmed Wael —impresionante fuente de conocimiento—, Mahmut Arslan, Ömer Demir y Faruk Ögretmen, que se convirtieron en inolvidables compañeros de viaje.

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