Authors: Javier Sierra
Al regreso de aquella gira, me prometí averiguar más del español que inventó el bestseller. Aquel del que la prensa de la Costa Este dijo que los suyos eran los libros más vendidos de la historia después de la Biblia.
Lo que no esperaba era encontrarme con sus misterios.
Don Vicente, masón
Blasco Ibáñez nació en Valencia en
1867,
y desde muy temprano sintió la necesidad de escribir. Terminó su primera novela a los 14 años, y antes de cumplir la mayoría de edad ya había fundado su propio periódico. Novelas como
Los talismanes (1884)
o
La espada del templario (1887),
escritas en su temprana adolescencia, me pusieron en guardia. Don Vicente fue un apasionado de la historia y sus intrigas, y no estaba sólo obsesionado por la pobre y reprimida sociedad valenciana que le tocó vivir. Debía, pues, indagar más allá del tópico.
Pronto supe que su fascinación por lo inexplicable lo acompañó hasta sus últimos días. El año de su muerte en la Costa Azul francesa, vio la publicación de En busca del Gran Khan (1928), una novela inspirada en los viajes de Colón a la que añadió un texto sobre los misterios que rodearon la personalidad del almirante. El propio Blasco Ibáñez llegó a decir que había dedicado dieciocho años a su enigma, e incluso sugirió su probable filiación judía para explicar por qué el descubridor de América siempre ocultó su cuna.
Pero su biografía me deparaba una sorpresa aún mayor: don Vicente, célebre en la España de su tiempo por sus ideas revolucionarias y antimonárquicas, era masón. Y, con seguridad, no uino cualquiera. A diferencia de Manuel Azaña, que se inició en la masonería en 1932 pero que jamás regresó a una de sus
tenidas
o reuniones, Blasco Ibáñez mantuvo una estrecha relación con ese movimiento.
Ingresó en la Logia Unión número 14 de Valencia el 28 de febrero de 1887. Hacia sólo un mes que había cumplido los veintiuno, la edad preceptiva para ser iniciado. La misma edad, por cierto, en la que escribió
La espada del templario
, probablemente inspirada en el filo utilizado en su ceremonia de ingreso o en los muchos mitos del Temple asociados a la masonería.
Una vez dentro, y a la hora de adoptar su nombre de masón, apostó por el de Danton, dejando al descubierto otra de sus pasiones: la Revolución francesa. En ella no sólo vio la coincidencia de sus ideales de Libertad, Igualdad y Fraternidad con los de la masonería, sino el reflejo de su propia personalidad política. Georges-Jacques Danton, insigne masón,
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fue uno de los que votó a favor del guillotinamiento de Luis XVI, aunque él mismo moriría bajo la cuchilla revolucionaria en 1794.
Gracias a las gestiones de Juan Antonio Sánchez, orador de la Logia Blasco Ibáñez de Valencia, pude acceder no sólo a su diploma de ingreso, firmado de su puño y letra en una de sus esquinas, sino a copias de los libros de cuotas de la Logia Acacia número 25 (hoy extinta), que pagó religiosamente durante años, Entre 1877 y 1888 se mudó de Unión a Acacia.
—Y en ella —me explicó Sánchez— Blasco Ibáñez ocupó mi mismo rango, el de orador. El fue quien vigilaba que todo lo que se hacia en su logia se ejecutaba con arreglo a los reglamentos. También fue el encargado de redactar o expresar los términos finales de las decisiones de la logia.
Era lógico. En 1887, Blasco Ibáñez era ya un conocido periodista. Y aún siendo muy joven, la logia valoró su capacidad para hablar en público y le pidió que pronunciara encendidos discursos a favor del papel activo de la mujer en el tejido social de la época. El 3 de diciembre de aquel año, en una ceremonia que aceptó a mujeres y niños, dijo:
Los hijos de la luz trabajamos completamente solos, y la mujer, ese ser cuyas cadenas hemos roto y a la cual elevaremos a la caregoría que le corresponde, nos maldice llena de horror (…). ¿En qué consiste esto?. En que la mujer y el niño están aún en poder del cura y del jesuita, en que todavía se acogen a la fría sombra de la Iglesia católica y se santiguan con horror a cada progreso que verifica la humanidad.
Sin duda, fueron su anticlericalismo y sus ideas revolucionarias las que marginaron sus obras de la escena cultural española tras la guerra civil. Se lo tildó de agnóstico, pero esa etiqueta estaba en franca contradicción con sus creencias más profundas.
Una breve nota en uno de sus cuadernos, nos ofrece la verdadera dimensión de sus convencimientos íntimos. Fue redactada siete meses antes de su ingreso en la masonería, en julio de 1886, tras un accidente que sufrió mientras iba a visitar a su novia Maria Blasco del Cacho. «He sido atropellado por dos tranvías frente a la alquería de Maria —escribió—. He creído morir, pero afortunadamente sólo he sufrido algunas contusiones. Parece que una mano sobrenatural me ha sacado de las ruedas. ¡Ser inmenso y desconocido!. ¿Me reservas, cuando así velas por mi, para algo grande?».
Su fe en la predestinación y en la «fuerza de lo inefable» lo condujo a desarrollar su gusto por Wagner. Las obras del compositor alemán estaban de moda en Europa, y a Blasco Ibáñez no debieron de pasarle desapercibidas sus alusiones esotéricas al Grial o los templarios. De hecho, bautizó a uno de sus hijos Sigfrido, en honor a la ópera del mismo nombre.
Blasco Ibáñez cometió varios errores que lo enemistaron con la critica y lo alejaron de su consideración como escritor. El primero fue el de ser visto más como político que como novelista. Pero también el de navegar entre el periodismo y la literatura. El de ganar mucho dinero con sus obras —eso era «inmoral» para muchos—, logrando que sus contemporáneos de la Generación del 98 lo marginasen. Y, sobre todo, el de haber sido masón.
¿Por qué nunca nos explicaron esto en el colegio?.
¿Qué me importa que lance Platón desde la historia
mi nombre coronado por un nimbo estelar
si de mí habéis perdido, ingratas, la memoria
y en mi existencia pesa la inmensidad del mar?
Jacinto Verdaguer,
La Atlántida
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La mica de los dioses mexicanos
Hace sólo cien años no había pirámides en San Juan de Teotihuacán. Los cuatro kilómetros de la avenida de los Muertos y las hoy conocidísimas pirámides del Sol y la Luna sencillamente no existían. En su lugar se levantaban unas extrañas montañas de suaves laderas, equidistantes las unas de las otras, que hacían suponer la presencia de construcciones humanas bajo ellas. Llevaban allí Siglos, cubiertas de vegetación y tierra, olvidadas. De hecho, cuando Hernán Cortés pasó a su lado camino de la antigua Tenochtitlán, apenas les prestó atención, y lo mismo les sucedió a los modernos mexicanos hasta principios del siglo XX.
Fue Leopoldo Batres, un miliciano del general Porfirio Díaz, presidente de México hasta 1911, quien se ocuparía de devolver a aquel lugar su antiguo esplendor. Batres convenció al general para que le entregase una cuantiosa suma de dinero (más de medio millón de pesos de la época; unos 45.000 euros) y armar todo un ejército de zapadores que desbrozaran esas colinas y descubriesen su corazón de piedra. Por 25 céntimos al día para cada operario, don Leopoldo pensaba ganarse la gloria eterna.
Aquel señorito de bigote engominado y mirada astuta jugaba, además, con un buen as en la manga: si, como creía, descubría una pirámide bajo la mayor de las colinas del lugar, Porfirio Díaz tendría un icono fabuloso con el que celebrar en 1910 su ochenta cumpleaños, presentarse reforzado a las nuevas elecciones Y conmemorar el centenario de la independencia de México. El bravo general estaba, pues, a sus pies.
La historia de aquella peculiar misión arqueológica me llevó a Teotihuacán en noviembre de 2004. Aunque Batres era recordado como un torpe excavador que redujo en casi 7 metros el perímetro de la hoy impresionante pirámide del Sol, se le reconoce aún el mérito de haber adecentado un recinto que atrae a más de un millón de visitantes al año.
—Aquí le profesamos una relación de amor-odio —me explicó una de las inspectoras del lugar, que prefirió guardar su anonimato al hablar de Batres—. Él fundó el primer museo de Teotihuacán, que estuvo abierto hasta 1964, pero también aprovechó sus privilegios con don Porfirio para saquear y vender muchas de las antigüedades que sacó de estas zanjas. ¡Sólo Dios sabe lo que se llevó de acá!.
Un robo sin aclarar
Precisamente era uno de esos robos lo que me interesaba documentar. Sabía que lo que motivó a don Leopoldo para excavar entre los túmulos de Teotihuacán fue un informe de 1864 redactado por el ingeniero Ramón Almaraz, en el que concluía que todos aquellos túmulos contenían tesoros y polvo de oro en grandes cantidades. Sabía también que Batres se asoció con Antonio García Cubas, veterano expoliador del lugar que desde 1890 excavaba en la cara sur del túmulo de la pirámide de la Luna, convencido de que encontraría pasadizos y cámaras en los mismos lugares que los hallados en la Gran Pirámide de Egipto.
Sin embargo, yo necesitaba saber más.
La primera década del siglo pasado fue una época de soñadores, de aventureros a lo Indiana Jones, de hombres de mucha voluntad y escasos recursos. Pero eso iba a cambiar gracias al entusiasmo de Porfirio Díaz. No en vano, Batres era hijo ilegítimo del hombre de confianza del general, a quien don Porfirio casó con su hija Carmen. Y sus lazos de sangre iban a convertir aquella excavación en un asunto de familia.
El 20 de marzo de 1905 comenzaron sus trabajos. Su primer objetivo fue comprobar si existía o no una pirámide debajo de la colina mayor, de casi 70 metros de altura. Había que «pelar» la montaña en busca del revestimiento del edificio y mover cientos de miles de toneladas de arena para liberar al «gigante». De hecho, habría de pasar más de un año para que emergieran los primeros descubrimientos. Pero llegaron.
En octubre de 1906 el equipo de Batres sacó a la luz algo inesperado: en las cuatro esquinas de cada una de las terrazas superiores de la pirámide hallaron una especie de cámaras en las que se escondían esqueletos humanos. No eran unos cuerpos cualesquiera. En cada habitáculo, encogidos en posición fetal, dormían los restos de doce niños de 6 años de edad cada uno. Habían sido enterrados vivos, tal vez como sacrificio al dios Quetzalcóatl, del que también hallaron unas pocas figurillas de obsidiana.
Ese hallazgo amenazó la imagen idealizada que tenía Batres de la civilización que levantó Teotihuacán: un lugar espiritual, diseñado por los toltecas, a los que creía refinados artistas y hombres de fe, pacíficos, incapaces de otras ofrendas que las florales o de pequeños pájaros.
Pero aquel otoño su suerte continuó, y a los cuerpos de los niños pronto se les unió algo más.
En la quinta terraza, la más alta del conjunto de la hoy llamada Pirámide del Sol, un operario descubrió una gruesa capa de mica laminada que cubría una superficie enorme. Era un material raro para el lugar. Además, en 1906 aquella mica tenia un valor incalculable en el mercado. Se utilizaba para la construcción de condensadores, y se la consideraba un apreciado aislante eléctrico y térmico que sólo fundía a temperaturas superiores a los 1.100 grados centígrados. Por alguna oscura razón, los arquitectos de Teotihuacán la colocaron allá hacia el siglo II a. J.C., en el momento de mayor expansión de su civilización.
La cuestión era ¿para qué?.
Barres jamás consignó aquel descubrimiento por escrito. Se limitó a saquearlo durante su arbitraria restauración de la pirámide y, sin importarle las preguntas que suscitaba su presencia, vendió aquel material para su uso industrial.
El enigma de la mica
La existencia de mica en la Pirámide del Sol sigue desafiando aún hoy a los arqueólogos. La misma inspectora de las ruinas que me habló de Batres, me empujó pirámide abajo hasta un recinto emplazado a unos 300 metros al sur de su vertiente occidental. Era un lugar que pasaba completamente desapercibido. Se trataba de un sencillo cobertizo de techo de uralita, asentado sobre un muro supuestamente antiguo, levantado en piedra volcánica y cemento. Tan humilde cobertizo protegía una puerta de metal clavada en el suelo y ésta… un inesperado tesoro.
—Unos años después de caer Batres en desgracia y terminar exiliado en Paris, un equipo de arqueólogos volvió a encontrar mica en Teotihuacán.
Mi discreta inspectora sacó una llave de su guerrera verde y abrió el candado que bloqueaba la puerta.
—Por suerte todavía está aquí. Intacta. Puede verla usted mismo.
Eché un vistazo, intrigado.
—Llamamos a este lugar el Templo de la Mica —me dijo.
La suya era una definición muy generosa. Allí no quedaba nada de un templo, y la mica, según explicó, fue dispuesta en el Suelo, a modo de «aislante,›, por los constructores de aquel recinto. Por qué lo hicieron seguía siendo un misterio.
—En total, aquí hay casi veintiocho metros cuadrados de suelo de mica. Están divididos en varias planchas de unos seis centímetros de grosor. Con lo frágiles que son, nadie se explica cómo las transportaron hasta aquí sin romperlas.
Una de las esquinas de aquel pavimento translúcido se había desgajado de la losa original. La inspectora la puso en mis manos.
—Corren toda clase de leyendas sobre esto en Teotihuacán, ¿sabe?.
La invité a proseguir.
—La mica es resistente al calor y a la electricidad, se usa como aislamiento en máquinas de alta tensión y hasta se sabe que es un elemento opaco a las radiaciones nucleares. Algunos creen que formaba parte de un tipo desconocido de «tecnología» primitiva, de un «mecanismo» olvidado. Nadie sabe ya qué pensar.