La ruta prohibida (8 page)

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Authors: Javier Sierra

BOOK: La ruta prohibida
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Cielo arriba,

cielo abajo;

estrellas arriba,

estrellas abajo;

todo lo que está encima, debajo se muestra.

Feliz aquel que el acertijo resuelva.

A las dos de la tarde mi «objetivo» estaba casi desierto. La gran obra del obispo Fulberto, el visionario del año 1000 que diseñó aquellos muros sobre los restos de un santuario pagano, impresionaba de veras. Él fue quien levantó sus dos torres antes incluso de erigir la catedral. Las alzó a una treintena de metros de la primitiva iglesia, en torno al año 1134. Eran descomunales. La torre norte, la más alta, alcanza los 112 metros de altura, mientras que la sur supera en poco los 100. El espectáculo de ver dos gigantes puntiagudos como aquellos separados de su templo debió de resultar desconcertante en la época. Pero en 1194 ese paisaje cambió. La insuficiente iglesia románica ardió —algunos sostienen que incendiada a propósito—, quedando en pie sólo los dos campanarios y dejando despejado el solar sagrado que albergarla uno de los templos más misteriosos de Occidente.

La nueva puerta que se levantó entre las torres anunció toda una revolución para la cristiandad. Aquel lugar iba a estar destinado a la Virgen. Era la primera catedral consagrada a Nuestra Señora.
Notre Dame
. Y allí mismo se representó a la Virgen en majestad y se bautizó el nuevo y solemne acceso como Pórtico Real. Ésa iba a ser mi entrada. De hecho, nada más cruzarla, recordé una oscura frase de Oscar Wilde que, sin saberlo, iba a marcar para siempre el recuerdo de aquella visita: «El verdadero misterio del mundo es lo visible, no lo invisible».

«Lo visible», me repetí. Desde luego, era un buen principio.

¿Y si el británico Wilde tuviera razón?.

¿Y si la clave para demostrar de una vez por todas que Chartres fue diseñada como una metáfora cósmica estuviera allí, delante de mis ojos, esperando a que me detuviera sobre ella?. ¿Habría grabado el obispo Fulberto alguna estrella, alguna constelación que confirmara la vocación celestial del templo?. ¿Fue por eso, para orientarlas adecuadamente a algún punto del firmamento, por lo que construyó sus dos torres separadas del cuerpo de la antigua iglesia?.

Sin yo sospecharlo, aquella tarde el destino iba a darme respuestas a todos esos interrogantes.

Cuaderno en mano, paseé mi vista por los oscuros recovecos de la catedral, esperando tropezarme con algo. No tenía prisa. Desde mi situación, husmeé en sus bóvedas; me fijé en los vitrales, en los arcos ojivales que definen el coro y hasta en las piedras de sus paredes. Ni siquiera las viejas marcas de cantería me sirvieron de gran ayuda. Pero no me importó. Durante más de cuarenta minutos no fui capaz de encontrar ningún elemento que llamara mi atención. Ningún indicador que dijera «aquí reproducimos en sillería la región estelar equis». Ninguna imagen del dios Hermes, como la grabada sobre el suelo de la catedral de Siena. Nada, en definitiva, que recordara la máxima
cielo arriba, cielo abajo
.

En Chartres todo parecía afín a la ortodoxia. Jesús, la Virgen y los santos, los profetas del Antiguo Testamento y los reyes bíblicos vigilaban el lugar desde sus vidrieras, como venían haciéndolo desde hacía ocho siglos. Incluso al acercarme a aquella célebre losa fuera de lugar en el pavimento, a aquel «marcador astronómico» que sólo se ilumina en el solsticio de verano, no sentí sino confusión.

Ya había aprendido que ése no era el legado astronómico de los misteriosos maestros de obras del siglo XIII que andaba buscando. Pero ¿lo encontraría?. ¿Hallarla alguna conexión en aquel templo que casara con los versos de la Tabula smaragdina?. ¿Descubriría algún otro «milagro de la luz» que hubiera pasado desapercibido al inefable Louis Charpentier?.

Al cabo de un rato, empecé a desesperarme.

¿Estaba ciego?.

¿Acaso un hombre de la Edad Media podía entender mejor aquel recinto sagrado que alguien con la formación y los medios técnicos del siglo XXI?.

¿De qué don perdido gozaron aquellas gentes?. ¿Qué tuvieron ellos que otros como yo habíamos perdido?.

La respuesta a esa última pregunta era, en realidad, bastante simple: fe. Y no sólo ella. Los antiguos también fueron dueños de una visión mágica de la vida que los hacía sensibles a los pequeños milagros diarios de la naturaleza. Una puesta de sol, una noche estrellada o la cosecha del verano eran todo un prodigio a sus ojos.

¿Y dónde podrían verse esa clase de fenómenos en un lugar como aquél?.

Una señal pagana

Un niño de unos diez u once años iba a resolverme, sin querer, el enigma. Se había distanciado de sus padres y vagabundeaba por el corredor central de la catedral ajeno a mis dudas. El pequeño daba graciosos saltitos de una piedra a otra, como si tratara de evitar poner sus pies sobre alguna cosa. Al fijarme mejor, lo vi: bajo las sillas de madera destinadas a la misa, a uno y otro lado del pasillo central, estaba la primera «señal» que iba a encontrar aquella tarde. Era tan grande y estaba tan expuesta que no me había fijado en ella. ¡Oscar Wilde tenia razón!. Lo que aquel niño intentaba como podía era recorrer la calle serpenteante de un colosal laberinto circular de 13 metros de diámetro grabado sobre el pavimento. Su imagen es más que célebre en todo el mundo: ha adornado portadas de novelas, servido para fundir joyas y hasta se ha reproducido en camisetas o alfombrillas de ratón. De hecho, no existe otro como él. No sólo es el mayor dédalo jamás trazado en una iglesia gótica, sino el ejemplar más conocido de cuantos se grabaron en el suelo de las principales catedrales francesas.

¿Cómo no me había dado cuenta antes?.

Ese laberinto era el único símbolo que estaba fuera de lugar allí. En su obra
El enigma de la catedral de Chartres
, Charpentier apenas le dedica unas páginas. Pero ahí estaba. Era un diseño adoptado del mundo pagano, inspirado por la leyenda minoica de Teseo, Ariadna y el Minotauro. Y ésta, a su vez, probablemente importada del complejo sagrado de Hawara, en Egipto, que albergó el primer dédalo del mundo antiguo.
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En definitiva, una marca precristiana que Fulberto o sus seguidores introdujeron en la nave principal de la catedral por una buena razón. Pero, ¿cuál?.

—¡Ah!. Mira usted el laberinto… —La madre del chiquillo se colocó a mi lado y murmuró algo en inglés. Éramos los dos únicos que contemplábamos el suelo en lugar de admirar las espectaculares bóvedas de Chartres. ¿Sabe?. He leído en algún lugar que los antiguos lo llamaban «la legua de Jerusalén». Es curioso, ¿verdad?.

Asentí. En París a nadie se le hubiera ocurrido dirigirse a un desconocido en una iglesia. Allí, en cambio, la ausencia de turistas o curiosos invitaba a la charla.

—El nombre se lo pusieron aquellos que en la Edad Media no podían permitirse el lujo de peregrinar a Tierra Santa —le expliqué—. En lugar de emprender un camino de diez mil horas de marcha, recorrían de rodillas esta «legua corta» y creian obtener la misma satisfacción espiritual que si hubieran alcanzado Jerusalén.

—Jerusalén, no —replicó mi anónima amiga con una gran sonrisa. Era una mujer de rasgos blancos y mirada azul, casi como la famosa Madonna del vitral de Notre Dame de la Belle Verriére, situado a pocos pasos de nosotros—. Lo que alcanzaban aquí era el cielo mismo. La Jerusalén celestial. ¿0 es que usted no sabe que en la Edad Media el cielo se representaba con un círculo?.

Por un momento tuve la sensación de que aquella mujer me estaba examinando. ¿había mencionado la «Jerusalén celestial»?. ¿La ciudad de la que habla el
Apocalipsis
y que descenderá sobre la Tierra al final de los tiempos?.

—Ahora, por desgracia, ya casi nadie lo recorre —se lamentó—. Sólo despejan el laberinto de sillas algunos viernes después de Cuaresma… Pero no es suficiente. Viene gente de todo el mundo para recorrerlo y muchos se van sin poder hacerlo.

Qué torpe fui. Ignoraba que aquélla no iba a ser la última vez que alguien me regalaba la pista necesaria para salir de algún aprieto dentro de una catedral francesa. En Amiens, tiempo después, volvería a sucederme.
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—Ha mencionado usted el símbolo del cielo, ¿verdad? —la interrogué—. ¿Quiere usted decir que este laberinto representa al…?.

No pude continuar. Y bien que me sorprendió. La madre había tomado a su hijo del brazo y se alejaba hacia la salida sin despedirse siquiera.

Durante unos instantes, me quedé embobado viéndoles marchar mientras decidía si quedarme o no un rato más examinando aquel laberinto «oculto» bajo las sillas. Miré el reloj. Las tres. Y de repente recordé algo que había leído sobre el lugar. Que cada día del año, alrededor de las tres de la tarde (hora GMT), el Sol pasaba puntual frente a las vidrieras del Pórtico Real inundando su nave principal de vivos colores. En un día despejado como aquél, el espectáculo podía llegar a ser soberbio. A fin de cuentas, Chartres es la única catedral del mundo que conserva intactos sus vitrales originales. Son 176 ventanas policromadas, con más de 2.600 metros cuadrados de imágenes ensambladas en plomo y tintadas con su peculiar —y alquímico— azul cobalto. Un tesoro único, de un valor incalculable, testimonio de una época perdida para siempre.

Lo pensé un segundo. Si Louis Charpentier hubiera estado allí, esperaría allí sentado la llegada de ese momento. ¿Se produciría acaso algún otro «milagro de la luz»?. ¿Qué podía perder si aguardaba unos minutos más junto a la «legua de Jerusalén»?.

Mi espera, además, pronto dio otros frutos. Chartres se encuentra a algo más de un grado al este del meridiano Greenwich, por lo que las tres GMT (
Greenwich Meridian Time
) Negarían a las cuatro de mi reloj (GMT+1). Mientras miraba correr las manecillas de mi cronómetro, pude imaginar cómo debió de ser la hoy desaparecida placa de cobre que adornó el corazón del laberinto y que debió de refulgir como el oro bajo los benéficos rayos de cada mediodía. Las efigies del rey, del obispo y de los hoy olvidados arquitectos de la catedral estuvieron un día inscritos allí. Como si el laberinto fuese la firma, el trazo final, de aquella magna obra, y el sol bendijera a diario a sus nobles impulsores.

Milagro a las tres

Durante casi una hora radiografié de principio a fin el laberinto de Chartres. Estaba ante el mayor de su especie —para completarlo, aquel niño hubiera tenido que caminar unos trescientos pasos, y también frente al ejemplar más antiguo de su especie que se conserva. De hecho, sólo tuvo dos precedentes: los dédalos creados en las catedrales de Auxerre y Sens a principios del siglo XII, pero destruidos en 1690 y 1798 respectivamente. El de Chartres file el más fuerte: sobrevivió incluso a los avatares de la Revolución francesa y a las dos guerras mundiales.

Como me sobraba tiempo, y llevado por un impulso irracional parecido al que arrastró al pequeño guía que me «enseñó» el laberinto, traté de recorrerlo sorteando todos los obstáculos. Fue toda una proeza. Su camino único me hizo vagar en circulo tropezando con cada silla. Sabía que me vigilaban, pero nadie me llamó la atención. Evidentemente, no era el primer loco que lo intentaba.

Fue así como me percaté de que el dédalo estaba dividido en cuadrantes, y que el sendero que cabía seguir giraba siete veces en cada uno de ellos. «Siete», anoté. «Como las siete artes liberales que se enseñaban en esta misma ciudad y que valieron un lugar de honor a Chartres en la Edad Media: gramática, dialéctica, retórica, música, aritmética, geometría y astronomía. El Trivium y el Quadrivium».

También contabilicé los peculiares dientes o muescas que sobresalían del perfil exterior del laberinto. Ciento cuarenta y cuatro. Un número bíblico que, por segunda vez en aquella jornada, me llevaba a las páginas del
Apocalipsis
. A los 144.000 justos que, según la visión de Juan (Ap. 7, 3-4), se salvarán el día del Juicio Final.

Durante un tiempo más conté, calculé y dibujé croquis del laberinto. Así llegó, al fin, el ansiado momento.

Las tres de la tarde GMT.

De cuando en cuando echaba un vistazo al corazón vacío de aquel diseño geométrico. Su centro estaba justo en el eje del templo, como olvidado en medio del pasillo principal. A merced de las pisadas de los turistas recién llegados.

En ese momento, un familiar cosquilleo en el estómago me puso en guardia.

Al principio me pareció extraño. Afuera, el Sol declinaba ya frente a la fachada oeste de la catedral iluminando el Pórtico Real. Pero dentro, el grupo de tres ventanas que se encuentran bajo el rosetón, proyectaba la imagen de sus vidrieras contra el suelo. Lenta pero inexorable, la escena que coronaba la ventana del centro avanzaba hacia el corazón del laberinto. Milímetro a milímetro. En silencio.

La sensación era turbadora.

Lo que la piedra reflejaba era la imagen de un vitral que narraba la vida de Cristo. Más tarde supe que se trataba de uno de los más antiguos del templo. Uno diseñado antes incluso del incendio de 1194 y emplazado por los seguidores del obispo Fulberto en cuanto alzaron la nueva puerta de la catedral. Esa ventana tiene 11 metros de altura y alberga 29 escenas de la vida de Jesús: desde la anunciación del arcángel Gabriel a la Virgen, a la persecución de Herodes, la huida a Egipto o el bautismo de Jesús en el Jordán.

Todas ellas, escenas del Nuevo Testamento. Pero era la representación más grande y alta del vitral, de unos 2 metros de envergadura —el doble que el resto—, la que más llamaba la atención.

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