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Authors: Javier Sierra

La ruta prohibida (19 page)

BOOK: La ruta prohibida
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Hoy, casi doscientos años después de aquellos hechos, todavía son muchos los historiadores que no se explican qué llevó a sir John Soane a querer hacerse a toda costa con aquella pieza, y adornar con ella el rincón más lúgubre de su mansión. Tal vez si se hubieran tomado la molestia de indagar en su vida, habrían visto que su empeño no era, en el fondo, tan raro.

Un templo para las musas

Soane, en la tradición que aún preservan algunos arquitectos modernos, estaba fascinado con el ocultismo. En él buscó razones simbólicas para dotar de sentido a sus edificios, y vencer —en palabras suyas— «la moderna falta de intensidad espiritual»
[91]
. Y así, guiado por su compulsivo interés por coleccionar piezas de la antigüedad, creó un museo a imagen de los célebres Gabinetes de Curiosidades o Wunderkabinetts propios de los siglos XV y XVI. Inmuebles llenos de rarezas que buscaban la admiración de lo extraño, lo maravilloso, y la invitación a meditar sobre ello. Para él un museo era, literalmente, un «templo para las musas», un lugar de recogimiento e inspiración, Y necesitaba una pieza maestra que santificara el lugar.

De algún modo, Soane había ordenado el resto de su colección buscando impactar al visitante. Y consciente del valor de su «orden», cuatro años antes de morir, en 1833, consiguió que un Acta del Parlamento garantizase que su casa y su colección se conservarían sin alteraciones de cara al futuro. Eso incluía al féretro de alabastro.

Fue en una de mis últimas visitas a su casa-museo cuando descubrí algo inquietante. Una carta enviada por su amigo James Christie el 21 de marzo de 1825, dándole las gracias por la misteriosa «fiesta del sarcófago» me dio la clave para entender su empecinamiento por hacerse con él. «Su exhibición —escribió al calor del impacto visual de la tumba iluminada— fue de particular interés para mí, ya que podría coincidir muy de cerca con mis especulaciones sobre el uso de luces en Eleusis».

Christie, naturalmente, se refería a los llamados Misterios de Eleusis, una milenaria tradición iniciática nacida en Grecia y vinculada al mito de muerte y resurrección de Perséfone. Según ese mito, Plutón, Señor de los Muertos, secuestró a la bella Perséfone y se la llevó a su oscuro reino. Pero fue la incansable búsqueda de su madre, Démeter, la que obligó a Plutón a devolver su presa al mundo de los mortales. El mito, repetido una y mil veces bajo infinitas variantes —Cibeles y Atis, Astarté y Adonis, Isis y Osiris, inspiró todas las grandes ceremonias de iniciación del mundo antiguo… y moderno. Como la masonería.

Y sir John Soane fue masón.

Lo demuestran tanto su dedicación al New Masonic Hall, el edificio que levantó entre 1828 y 1830 a escasos cientos de metros de Lincoln's Inn Fields, como un retrato al óleo que cuelga en su museo. El cuadro, pintado tres años después de su fiesta, lo muestra vestido con atributos propios de esa sociedad iniciática.

Curiosamente, la ceremonia masónica en la que un adepto se convierte en Maestro escenifica el tránsito de la vida a la muerte y de regreso a la vida. En ella, el cuerpo simbólico de Hiram Abiff —el arquitecto de Tiro que levantó el Templo de Salomón— es sacado de su féretro. ¿Y que mejor féretro para un rito así que uno que llevara incluidas las «instrucciones» para navegar en el «más allá»?.

Me explico: cuando los jeroglíficos del sarcófago de Seti se tradujeron, se descubrió que formaban parte del
Libro de las puertas,
un texto mágico con el que el faraón podía vencer cualquier prueba que se encontrara en el país de los muertos. Los masones ya lo intuían desde hacia tiempo. No en vano, en esa misma ceremonia de acceso al grado de Maestro pronunciaban una letanía que no sabían lo que quería decir. Una frase repetida desde hacía siglos y que rezaba:

Ma’at neb-men-aa, Ma’at at-ba-aa
[92]

Cuando en 1822 Champollion empezó a leer las letras egipcias, no tardó en descubrirse que esa misteriosa letanía era una antigua frase egipcia. Un himno a la diosa Maat y a un maestro que la servía. ¿Hiram?.

¿Se sintió John Soane heredero de ese mitico arquitecto?.

¿Y por qué no?.

CAPÍTULO 25

EL SECRETO MASÓNICO DE GEORGE WASHINGTON

Pero Soane no fue el único hombre notable de tiempos recientes que se dejó fascinar por lo oculto. Naciones enteras lo han hecho. Incluso delante de nuestras propias narices.

«Hay misterios conectados con el nacimiento de esta República»
[93]
.

Esta escueta frase, escrita en 1897 por el oficial del ejército de Estados Unidos e historiador aficionado Charles A. L. Totten, refleja algo en lo que pocos se han fijado aún: que los símbolos que rodean a la nación más poderosa del mundo también tienen una fuerte raigambre esotérica.

El capitán Totten llegó a esa conclusión hace más de un siglo mientras escrutaba el Gran Sello que hoy adorna los billetes de un dólar. Dicho sello fue diseñado tiempo antes por Thomas Jefferson, John Adam y Benjamin Franklin, e incorporado al billete verde más famoso de la historia en 1935 por Franklin D. Roosevelt. En el anverso de esa medalla —pues en realidad de eso se trata— puede verse el águila americana coronada por un conjunto de estrellas que, unidas entre sí, forman una figura de cinco puntas; y en su reverso, una pirámide truncada con un gran ojo inscrito en un triángulo. Todos ellos son símbolos masónicos, porque masones fueron Franklin, Adam, Jefferson y por supuesto el propio Roosevelt. Fue, pues, ése el misterio que cautivó la atención de Totten y que no se atrevió o a revelar de forma más explícita?.

Una oportuna visita a Washington D.C. en abril de 2006 me ayudaría a despejar esa duda.

Mi objetivo se encontraba a 11 kilómetros de la Casa Blanca, sobre la colina llamada «de los Tiradores», que domina el río Potomac y los verdes paisajes de Maryland. Allí, en el centro geográfico de la ciudad de Alexandria, sobre un terreno de 14 hectáreas adquirido en 1922, una torre de poco más de cien metros de alto alberga un monumento excepcional: The George Washington Masonic Mernorial.

Nada más enfilar la King Street comprendí al instante el «sentido oculto» de aquel inmueble. Era un modelo a escala del celebre Faro de Alejandría, la última de las siete maravillas del mundo antiguo. Y, por supuesto, no era casualidad alguna que el lugar elegido para levantar la réplica fuera el montículo más alto del centro urbano de Alexandria.

—En realidad, aquí los masones vivimos obsesionados con la simbología egipcia —se apresura a aclararme el guía que me asignan nada más cruzar el pórtico de estilo griego del Memorial—. ¿O es que no se ha fijado en el obelisco de 152 metros de alto que hay frente al Capitolio, y que también es un monumento al primer presidente americano?.

—¡Ah! ¿Se interesó Washington por Egipto? —acierto a preguntar.

Mi cicerone, un voluntario bien entrado en los sesenta, que cumple su misión con gran entusiasmo, sonríe de oreja a oreja:

—Como todos los masones, señor.

Aquel hombre tenía razón. Husmeando en la historia del edificio, pronto descubrí que quienes lo erigieron fueron arquitectos de la empresa Helmle and Corbett en los años veinte, justo cuando en Manhattan comenzaban a levantarse rascacielos imitando a obeliscos egipcios, con fuerte simbología faraónica, como el edificio Chrysler. La mayoría de aquellos arquitectos fueron «hermanos masones» impresionados por el resplandor del oro de la tumba de Tutankamon descubierta en 1922, y adornaron sus torres con símbolos que recordaban a Isis o al «muy masónico» rey Salomón. De hecho, fueron colegas de estos mismos arquitectos los que en octubre de 1880 lograron traerse un auténtico obelisco egipcio a Nueva York y plantarlo en Central Park, junto al Metropolitan Museum, en medio de una ceremonia que reunió a nueve mil «iniciados»
[94]
.

Definitivamente, aquella gente si estaba obsesionada con el país del Nilo.

—En realidad —insiste mi guía, ésta es una nación de masones. Masón viene de la palabra francesa «albañil», y nuestra organización surge entre las cofiradías de constructores de catedrales que tenían que guardar los secretos de su oficio, apoyándose en ritos y enseñanzas que sólo se transmitían de maestros a aprendices.

—¿Y qué hay de esos secretos? —pregunto. El hombre se encoge de hombros y me invita a echar un vistazo a mi alrededor.

En el hall de aquel Faro de Alexandria descubro un enorme mural en el que George Washington, ataviado con el clásico mandil y paleta de masón en mano, aparece en el centro de una importante reunión de iniciados de alto grado al aire libre.

—¿Sabe lo que representa esa escena?.

La pregunta del gula no obtiene respuesta. Me encojo de hombros.

—Es la ceremonia de colocación de la primera piedra del Capitolio, el 18 de septiembre de 1793, en la colina Jenkins de Washington. Como vera, nuestra democracia es, literalmente, obra de los maestros masones… y de los franceses que importaron sus ideales desde la Revolución de 1789.

Junto al mural, una estatua de bronce de 5 metros de alto y 8 toneladas de peso del general Washington, vestido con idéntica indumentaria ritual, observa mis pasos. Mi guía murmura algo más: que la zona del capitolio y la Casa Blanca fue diseñada por Washington en persona. Por eso, sus calles y avenidas forman octógonos y «compases» perfectos, todos ellos símbolos geométricos afines a templarios y masones. Y eso por no hablar del diseño de caminos con aspecto de diamante que une el Capitolio con el Memorial a Lincoln, y que tiene la forma de un «árbol de la vida» sefirótico, de origen cabalista.

—Tome un mapa de la ciudad y compruébelo usted mismo. Todo está allí. En la geometría oculta del plano urbano de la capital —añade.

Poco a poco, la advertencia del oficial Totten comienza a cobrar sentido: hay, en efecto, demasiados misterios (masónicos) conectados con el nacimiento de la República americana.

Presidentes con mandil

George Washington fue sólo el primer presidente masón de Estados Unidos. Entre él y Gerald Ford, un número nada despreciable de ellos han militado en obediencias secretas y han dejado sus huellas en ese extraño edificio de Alexandria. En la tercera planta del Faro, en la llamada Grotto Room, tropiezo con recuerdos de algunos de esos líderes. Roosevelt, el diseñador del dólar, sonríe desde su marco de plata. Resoplo. Cuando posó para esa foto ignoraba que la «estrella secreta» que escondió en la constelación que corona el águila del Gran Sello, se convertiría en un secreto a voces a principios del siglo XXI.

—La estrella de cinco puntas es llamada Estrella de David y también Sello de Salomón. El Rey Sabio de la Biblia fue el constructor del Templo que lleva su nombre, fue la obsesión de los templarios cuando llegaron a Jerusalén y es uno de los lugares míticos para los masones —me explica el guía. Por eso hemos reconstruido el interior del Templo de Salomón en la novena planta de este edificio. Y por eso, señor, la residencia de verano de los presidentes de este país se llama Camp David. No había caído en eso, ¿verdad?.

Mi guía espera a ver mi cara de asombro, y prosigue:

—Fíjese bien en las estrellas que hay sobre el águila del Gran Sello. Si las une con una línea imaginaria, obtendrá una estrella de cinco puntas, ¡la estrella de David!.

La Grotto Room en la que me hace esas confidencias alberga otras sorpresas: un retrato con mandil del severo presidente de la posguerra, Harry S, Truman; monedas y postales de los seis astronautas del programa Apolo que faeron masones, entre ellos Edwin Aldrin de la misión Apolo XI; y recuerdos de todos los presidentes que han pasado por allí: desde Calvin Coolidge, que colocó la primera piedra del Memorial en 1922, a Herbert Hoover que lo inauguró una década más tarde.

—Por cierto —interrumpe pícaro mi guía: ¿a que no sabe qué paleta utilizó el presidente Coolidge para colocar la primera piedra de este edificio?.

Esta vez fui yo quien lo sorprendió:

—Déjeme imaginarlo. La misma que George Washington empleó en la ceremonia fundacional del Capitolio.

—Tiene usted razón. Lo que nadie le habrá dicho, señor, es que también la guardamos aquí como una verdadera reliquia.

CAPÍTULO 26

Blasco Ibáñez, el hijo de la luz

No sólo hubo prohombres iniciados en sociedades ocultistas en América. Ni mucho menos.

Por ejemplo, ¿quién podría imaginarse que el verdadero creador del bestseller moderno fue un masón, y además español?. Dan Brown, Ken Follet, John Grisham, Stephen King o Michael Crichton tuvieron un antecesor español hace casi cien años que se llamó Vicente Blasco Ibáñez. En el bachillerato apenas me hablaron de él. Mis libros de literatura lo citaban de pasada como el creador de la «novela costumbrista» valenciana. Y poco más. Nadie me enseñó que en 1919, cuando publicó en Estados Unidos su novela Los
cuatro jinetes del Apocalipsis,
se convirtió en el autor del momento.
The New York Times
dijo de él que «es sin lugar a dudas la Figura dominante en el campo de la Ficción de este año»
[95]
. Y es que, aquella obra que describía los horrores de la primera guerra mundial, que él conoció de primera mano como corresponsal en las trincheras francesas, logró vender sólo en América más de diez millones de copias. Desbancó a todos los libros de la contienda publicados en su tiempo y don Vicente se convirtió así en nuestro escritor más internacional.

Sus jinetes, además, inventaron el merchandising literario, saltando a las etiquetas de pastillas de jabón o a las cajas de cigarrillos. Fue nombrado doctor honoris causa en letras por la Universidad George Washington. El propio Times lo entrevistó en el camarote del crucero que lo llevó a América, el Lorraine, y durante seis meses fue invitado a dar conferencias en iglesias, sinagogas… y hasta en logias masónicas.

Allá todavía lo recuerdan.

Cuando en la primavera de 2006 se lanzó en inglés mi novela
La cena secreta
y entró en las listas de superventas estadounidenses, el recuerdo de ese español intrépido aún perduraba. «¿Conoce usted la obra de Vicente Blasco
Ibáñez?»,
me preguntaban sin pronunciar la eñe. Asentía sin convencimiento. ¿Cómo iba a decirles que en España hoy es un autor casi olvidado?. ¿Me creerían si les explicaba que ni siquiera leí un solo fragmento de su obra en mis años de escuela?. ¿O que en su país es más conocido por las versiones cinematográficas de sus libros, que por sus escritos?.

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