Authors: Javier Sierra
El hallazgo de Belzoni en 1818 de los huesos de un toro, animal sagrado para los faraones ptolemaicos, ¿no demostraba acaso que la pirámide de Kefrén estuvo abierta al menos hasta la época de Cleopatra?. ¿No demostraba que la pirámide, más que tumba, pudo haber sido usada como un recinto ritual de alguna clase?.
Los toros —según el profesor Mark Lehner del Oriental Institute y la Universidad de Chicago «en un período tardío eran enterrados como símbolos del faraón mismo o de Osiris».
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Si alguien introdujo aquellos huesos, ¿no pudo dejar también entonces
nuestro
trozo de madera?.
Pero antes de resolver este asunto, aún quedaba pendiente otro más importante: determinar la edad del hueso.
¿Qué diría Arizona de la muestra A-38550?.
Una sorpresa inesperada
Robert Bauval y yo aguardamos impacientes los resultados de ese último análisis. Se hizo esperar algo más de una semana, pero finalmente llegó. Su conclusión fue aún más desconcertante que la primera. Según el informe elaborado por la doctora De Martino, A-38550 tenía una edad de unos 128 años + 36 años BE Una vez calibrada, y con un índice de seguridad del 95,4 %, las fechas asignadas al hueso se situaban ¡entre 1801 y 1943!.
¿Qué significaba aquello?.
En el CSIC, el doctor Alonso, sorprendido también por la enorme diferencia de edad de las dos muestras, me advirtió algo:
La edad del hueso está justo en el umbral de datación del carbono-14. En la práctica, para aplicar hoy la calibración el límite está entre 1825 y 1850.
¿A quién, entonces podía pertenecer el pulgar encontrado por Cole?. ¿Y por qué estaba allí?.
Tenemos dos pistas posibles para resolver esos interrogantes: la primera apunta a alguno de los operarios del citado Belzoni, que desenterró la entrada superior original al monumento en 1818. No es demasiado especular sostener que uno de sus obreros hubiera podido advertir la presencia de un trozo de madera en la junta de dos bloques y que al tratar de rescatarla se quedara atrapado allí, viéndose obligado a mutilarse el dedo. La segunda, en cambio, apunta a Howard Vyse. Este coronel británico despejó en 1837 la que hoy se conoce como «entrada inferior» a la pirámide. Vyse empleó explosivos en su tarea, y tampoco sería de extrañar que alguno de sus empleados perdiera un dedo manejándolos.
Ambas sospechas son, hoy por hoy, igualmente válidas y requieren de la búsqueda de otras informaciones colaterales antes de decantarse por cualquiera de ellas.
¡Más madera!
Pero ¿acabaron aquí las esperanzas de datar las pirámides a partir de restos orgánicos hallados en su interior?.
Sin duda, no. Que sepamos, aún queda al menos otro fragmento de origen vegetal dentro de la Gran Pirámide que es susceptible de ser datado. Fue descubierto en marzo de 1993 por el pequeño robot Upuaut II en el canal norte de la Cámara de la Reina, a unos 24 metros de profundidad. Ese canal, de unos 20 X 20 centímetros de lado, fue explorado por ese ingenio diseñado por el ingeniero alemán Rudolf Gantenbrink, y cobija aún una pieza de madera similar a la que los Dixon recuperaron del canal sur y más tarde perdieron. Junto a ella, el robot desveló la existencia de una larga vara metálica, pero ni ésta ni la madera han podido ser recuperadas aún. Y eso que en septiembre de 2002 un nuevo robot financiado por National Geographic volvió a explorar esos conductos y confirmó la presencia de la madera, sin extraerla. Quién sabe. Tal vez un día podamos datar las pirámides recuperando esa última reliquia orgánica.
La máquina de la resurrección
No me alejaré demasiado de las pirámides de Giza.
El 12 de agosto de 1799, en medio de uno de los veranos más rigurosos del siglo XVIII, sucedió algo en el interior de la Gran Pirámide que me ha obsesionado durante años. Y es que sólo tres días antes de celebrar su trigésimo cumpleaños, el entonces joven e impaciente general Napoleón Bonaparte pernoctó a solas en la más enigmática de sus estancias: la Cámara del Rey.
La Gran Pirámide es un lugar que parece fuera de toda lógica. La visité por primera vez en el verano de 1995, y desde entonces no ha habido ni un solo año que no haya sentido la tentación de regresar a sus pies. Es el misterio en estado puro. Fue levantada con el concurso de dos millones trescientos mil bloques de piedra,
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de una media de 2 toneladas cada uno. Tiene sus cuatro caras orientadas con precisión a los puntos cardinales. Entre los cálculos más extravagantes que se han hecho de ella, está el de que se levanta exactamente en el punto más céntrico de toda la tierra firme del planeta. Sus líneas de latitud y longitud (30º Norte y 31º Este) atraviesan más terreno seco que ninguna otra. E incluso si se extendieran imaginariamente hacia el mar las diagonales que parten de las esquinas nordeste y noroeste de la Gran Pirámide, el triángulo resultante abarcaría toda la zona del delta del Nilo.
No es de extrañar, pues, que tan sugerente construcción, la única de las siete maravillas del mundo antiguo que aún se tiene en pie, atrajera de inmediato la atención de Bonaparte. El general fue guiado hasta allí por el imán de El Cairo, pero una vez dentro de su estancia más noble pidió que lo dejaran solo.
Fue en ese lugar de paredes de granito rojo, a oscuras, en medio de un silencio aterrador, donde el máximo responsable de las tropas invasoras francesas se enfrentó a una de las experiencias más extrañas de su vida.
¿Cuál?.
¡Misterio!.
Es probable que nunca sepamos qué fue lo que le atrajo hasta esa habitación de 10 X 5 metros, techada por nueve losas de piedra pulida de 50 toneladas de peso cada una.
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Desde un punto de vista militar, no había razón alguna para semejante extravagancia. Pero ocurrió. Todas sus biografías lo mencionan, aunque no conceden al hecho demasiada importancia. A mi, en cambio, aquella actitud, impropia de un hombre tan cerebral como él, me escamó.
Dediqué a este misterio varios años de trabajo. Deseaba convertirlo en el eje de mi novela
El secreto egipcio de Napoleón
,
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y en ese proceso llegué a algunas certezas curiosas.
La primera, que la culpa de tan singular decisión la tuvieron, sin duda, sus lecturas. En la cabina del barco que lo había llevado a Egipto,
L'Orient
, viajaba una nutrida biblioteca con textos religiosos cristianos, musulmanes e hindúes; traducciones de Tucídides, Plutarco o Tácito, y una colección de novelas populares entre las que figuraba un bestseller del siglo XVIII,
Seti ou Vie tirée des monuments et anecdotes de l'ancienne Egypte
. Esa obra, publicada en 1731 pero reeditada una y otra vez desde entonces, era la fantasía de un abate llamado Terrasson sobre los ritos iniciáticos celebrados para el faraón Seti en aquella precisa cámara de granito. En El Cairo, Bonaparte enriqueció su lectura con leyendas locales que hablaban de las pernoctaciones que César y Alejandro hicieron en la Gran Pirámide antes que él. Y así, cuando ese 12 de agosto Napoleón expulsó al imán Mohammed y a su séquito fuera de la pirámide, su mente estaba llena de imágenes mágicas y de anhelos ocultos.
Un capricho de Napoleón
La aventura de Bonaparte terminó oficialmente al amanecer del dia siguiente cuando el general, pálido y con gesto ido, decidió recorrer los angostos corredores de la pirámide para volver a ver la luz. Ya en ese momento, el futuro emperador de Francia se negó a responder a las preguntas de sus hombres. «¿Qué ha pasado?», lo interrogaron.
Él titubeó.
«Aunque os lo contara, jamás me creeríais», dijo al fin.
Y, de hecho, jamás lo contó. Ni siquiera a Enunanuel Les Cases, su biógrafo, en su postrer exilio en la isla de Santa Elena.
Lo que casi nadie supo entonces es que para Napoleón aquella aventura había empezado un año antes.
Todo tuvo su lógica.
Al poco de desembarcar en Alejandría en julio de 1798, Bonaparte fundó el Instituto de Egipto, una organización que en adelante exploraría, catalogaría y descifraría los enigmas de la civilización faraónica. Para ello reclutó en Francia a 167 sabios expertos en las más variadas disciplinas y se los llevó con sus tropas a Egipto. Uno de ellos, un joven geógrafo llamado François Jomard, fue el primero en explorar las angostas galerías que daban acceso al corazón de la Gran Pirámide. Las describió como pequeños pasillos, empinados y casi impracticables por culpa de los excrementos de murciélago. Su visión debió de ser aún más horrorosa que la que Herbert Cole se encontrarla a principios de 1946. Allá dentro apestaba, era difícil respirar y para colmo no parecía existir nada de valor que justificara una visita.
Pero ni siquiera aquel diagnóstico desanimó a Napoleón.
En los días de más calor del verano de 1798, justo un año antes de la excursión de Bonaparte, los franceses despejaron también parte de la plataforma sobre la que hoy se levanta la Gran Pirámide, calcularon sus dimensiones originales y la escalaron. Jomard se quedó lívido al comprobar que los egipcios emplearon en su construcción medidas como el estadio, el codo o el pie, que eran fracciones exactas del tamaño de la Tierra. «Nos han transmitido el patrón exacto de la dimensión del globo terráqueo y la inapreciable noción de la invariabilidad del Polo», escribió. Sus conclusiones levantaron agrias polémicas entre los sabios del grupo, sobre todo cuando Jomard planteó que la Cámara del Rey tal vez no fue nunca una tumba, sino un «Patrón de medida» destinado a conservar algún remoto conocimiento…
Napoleón, hombre de mentalidad matemática, se fascinó. Calculó que sólo con las piedras de la Gran Pirámide podría construir un muro de 3 metros de altura por casi 1 de grosor, que rodeara toda Francia. Además, se maravilló ante la precisa orientación de sus caras a los cuatro puntos cardinales. Los egipcios, pensó, parecían conocerlo todo.
Experiencias místicas en la Gran Pirámide
Pese al gran número de sabios franceses que merodearon entonces por Giza, apenas existen datos fiables sobre qué hizo el general Bonaparte durante su visita. Los expertos entran en frecuentes contradicciones y aportan fechas equívocas para un hecho que —desde mi punto de vista tuvo consecuencias trascendentales para la vida de Napoleón. Quizá, quien más se acercó a la solución del enigma fue el conocido egiptólogo norteamericano Bob Brier. Para él, la clave para entender el interés de Napoleón por la Gran Pirámide estaba en que él creía en sus «propiedades mágicas».
¿Y qué propiedades eran ésas?.
Según los llamados
Textos de las Pirámides
, que son inscripciones religiosas encontradas en criptas de la V Dinastía faraónica (2465-2323 a. J.C.), esos monumentos eran una suerte de «máquinas de resurrección» para los reyes. Para lograr semejante prodigio los antiguos sacerdotes seguían tres etapas: la primera, despertar al difunto dentro de la pirámide; la segunda, provocar su ascensión al más allá, atravesando los cielos, y la tercera, facilitarle mediante sortilegios mágicos su ingreso en la cofradía de los dioses.
¿Buscaron César, Alejandro y más tarde Napoleón esa peculiar iniciación faraónica?.
Tuve que buscar la respuesta en las experiencias de otros ilustres huéspedes de esa Cámara del Rey.
Por ejemplo, la de Paul Brunton.
Este escritor y viajero británico de principios del siglo XX, obtuvo un permiso de pernocta de las autoridades egipcias en 1935. Al año siguiente, recogió todas sus impresiones en un libro titulado El Egipto secreto.
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Y aunque no mencionó ni una sola vez la extraña vigilia de Napoleón, si nos ofreció un relato pormenorizado de las doce horas que permaneció encerrado en la Gran Pirámide. Según él, tras quedarse a oscuras su percepción de la realidad fue cambiando poco a poco. Pronto pesaron sobre Brunton sus lecturas, los cuentos árabes que hablaban de los fantasmas que señoreaban la meseta de Giza, y el silencio. «Los minutos transcurrían lentamente mientras yo iba sintiendo que la Cámara del Rey poseía una atmósfera propia, muy poderosa; una atmósfera que sólo podía llamar psíquica»,
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escribió.
Aquella noche, Paul Brunton creyó ver de todo, Desde «malignos espantos del averno» al espíritu de dos antiguos sacerdotes que lo invitaron a acostarse en el sarcófago vacío de la sala y que lo «trasladaron» a cierta «habitación del saber» oculta en algún rincón del monumento.
¿Experimentó visiones parecidas Bonaparte?.
Para tratar de comprenderlo, yo mismo pasé mi propia noche encerrado en la Gran Pirámide. Fue en el verano de 1997. Si ya a Brunton le costó obtener los permisos necesarios, seis décadas más tarde esa gestión se había convertido en un empeño casi inviable. Pero lo conseguí. Allá dentro experimenté el mismo frío, la misma sensación de soledad y la terrible certeza de fundirme con la negrura de uno de los recintos sagrados más antiguos construidos por el hombre. En la única de las siete maravillas del mundo antiguo que aún están en pie, me sentí enterrado en vida. Y tras una resignación que tardó horas en llegar, me creí muerto. ¡Muerto!. Absorbido por aquella oscuridad impenetrable, y tumbado en ese sarcófago roto y vacío que parecía tener mis medidas, la vida se me antojó por unas interminables horas una experiencia lejana y vacía.
Pero lo más importante estaba por venir.
Cuando al salir del recinto volví a ver la luz del sol, a sentir el tibio calor del amanecer en mis mejillas, me sentí resucitar.