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Authors: Alfredo del Barrio

La reliquia de Yahveh (28 page)

BOOK: La reliquia de Yahveh
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—La teoría puede tener su lógica —añadió Alí—, como ya saben, cada dios egipcio tenía asociada una clase sacerdotal. Los sacerdotes de Bastet eran célebres en la antigüedad por sus antídotos, incluso hay inscripciones sin fechar que hablan de sus dotes de curación contra las flechas envenenadas que usaban algunos pueblos africanos.

—Seguramente eran la mejor protección contra la magia del dios de Israel — afianzó John.

—Yo sigo siendo escéptica con respecto a esta teoría —dijo Marie poniéndose de pie—, son meras suposiciones. No podemos basarnos en las metáforas de unos textos religiosos para establecer esas hipótesis tan arriesgadas.

—Las metáforas eran la única forma de exposición y explicación de los hechos en la antigüedad, no lo olvidemos —la boca se le llenaba de palabras a John—. Tenemos que tener en cuenta que la mentalidad de la época no es la contemporánea, hace 3.000 años no se distinguía la religión de la magia, eran dos caras de la misma moneda, los dos lados de un único espejo. La religión como algo abstracto, como separado de los fenómenos naturales y la vida cotidiana es una elaboración muy posterior que empezó a tomarse en serio en Occidente primero con Jesús y después con Mahoma. En la remota fecha a la que nos referimos había, además, una gran competencia entre religiones y los representantes de estas creencias en la tierra eran los sacerdotes. El dios con más poder traspasaba esta energía a sus clérigos y estas facultades divinas tenían que ser vistas y notadas por la gente corriente. Un dios con prestigio tenía una casta sacerdotal acreditada; e, inversamente, unos taumaturgos con visibles capacidades sobrenaturales hacían a su dios más poderoso frente al resto de panteones de la competencia.

—El conocimiento es poder —emitió Alí.

—Exacto, y en las civilizaciones antiguas mucho más que en la actual si cabe — siguió declarando John incansable—. Aunque, claro, en los textos nunca se explican las técnicas, eran secretas y celosamente guardadas, sólo se describen las consecuencias del uso de esta sabiduría y conocimientos. Por eso, tendemos a creer que los prodigios que se narran en la Biblia son metáforas y narraciones sin ningún viso de verdad; escritas o imaginadas con ánimo de propagar doctrinas abstractas, cuando en realidad esta abstracción no podía ser formulada ni comprendida por los habitantes de la época de ninguna de las maneras. Las entendemos o queremos entenderlas ahora como metáforas porque tenemos un bagaje cultural que nos ha hecho olvidar y despreciar la realidad concreta de la magia; un bagaje cultural que nos ha hecho adoptar una mentalidad religiosa sutil, plena de comparaciones etéreas y elevadas, muy alejadas del prosaico mundo real.

—¿De verdad te crees todo lo que estás contando? —dijo Marie, muy reticente a abandonar su academicismo.

—Bueno, no todo —admitió John—, pero hay que contemplar todas las perspectivas, incluso las más extraordinarias. Existe una posibilidad de que las narraciones de la Biblia y las de estos frescos de Sheshonk puedan ser fiel reflejo de hechos históricos, tenemos que tenerlo en cuenta.

—Que los sacerdotes de esos lejanos tiempos tenían acceso a pericias técnicas que hoy nos son difíciles de aceptar es indudable —convino Alí—. No hay que olvidar que los clérigos de Sheshonk nos han demostrado que dominaban el difícil pulido de lentes de aumento y el arte de colocar trampas.

—Sí eso es cierto —admitió Marie—, y eso que la institución sacerdotal en el Tercer Periodo Intermedio debía estar ya en franca decadencia.

—Quizá no tanto —emitió un misterioso John—, al final los egipcios vencieron a los todopoderosos sacerdotes hebreos y consiguieron saquear su capital.

—¡Pues qué bien, estamos envueltos en una guerra de hechiceros! —soltó Alí pensando en los peligros que todavía podían aguardar en la tumba del faraón. Nadie contestó a la interjección.

—Otra cosa más, si me permiten —dijo Osama intentado alargar un poco más el debate.

El teniente estaba encantado de realizar una guardia tan poco ortodoxa, la larga conversación de los arqueólogos había penetrado poco a poco en lo más profundo de la noche. No pasaría mucho antes que se decidiese a ir a dormir, casi nadie se aventura a deambular por el desierto tan tarde y pronto podría descuidar la vigilancia.

—En el último texto se hace una mención a las Escrituras —dijo el teniente—. ¿Esto es una casualidad? El faraón no pudo saber que posteriormente se le mencionaría en la Biblia.

John se puso colorado, después de su intento por abrir nuevas vías de investigación, su pequeña broma de las Escrituras le iba a restar mucha credibilidad a sus interpretaciones.

—Bueno, tengo que reconocer que es una pequeña licencia poética —dijo bajando la mirada—. El pictograma referente a "Escrituras" también se puede traducir por "Escritos" y seguramente este último significado sea el más correcto. No pude resistirme a traducirlo de la manera que lo hice, es una pequeña ironía que me he permitido… para mostrar que la casualidad a veces también puede vaticinar.

—¡Ya, licencias poéticas! —profirió Marie, que seguía de pie deseando concluir.

La francesa aprovechó la ocasión, como ya suponía John, para torpedear una vez más su labor de transcripción. Con todo, la sonrisa y la franca intimidad con que lo hizo desarmó cualquier intento del inglés por defenderse.

—Será mejor que nos vayamos a acostar —opinó Alí levantándose de la mesa—, es muy tarde.

—Bien —aprobó Osama—, aunque yo seguiré de guardia un poco más.

La siesta de tres horas que se había echado el militar aquella tarde le mantendría despierto y alerta todavía por un tiempo, aunque no demasiado.

Los tres arqueólogos se dirigieron cada uno a su tienda y se embutieron en el grueso saco de dormir. El viento arreciaba y se había convertido ya por entonces en casi una ventisca que chocaba discontinuamente con las murallas de tela del campamento. Los pliegues de las tiendas de campaña hacían un ruido endiablado, aunque no impidieron que Alí cayese rendido a los cinco minutos de situarse en posición horizontal.

Marie y John no fueron tan rápidos, cada uno pensaba en el otro, deseando que la cremallera de la tienda se abriese y el ser esperado penetrase dentro con cualquier excusa. Ninguno de los dos, sin embargo, se atrevía a hacer lo que anhelaba, era demasiado pronto y se conformaban con pensar cómo sería. Mientras, el aire flagelaba las lonas con denuedo, ya sin ningún signo de timidez. Los granos del desierto se impulsaban con su ayuda buscando enterrar todo rastro del campamento que había invadido sus dominios. Había que tener cuidado, mientras el tiempo pasa las arenas avanzan, siempre lo hacen.

8

¿Quién había encendido la luz? Eso pensaba la conciencia de John, todavía a medio despertar, luchando por aflorar a la superficie, por escapar del denso fluido del sueño.

La luz era el sol, que todo lo agota. El sol, que empezaba a imponer su ley en su reserva natural más querida, el baldío Sahara. No había quien continuase durmiendo con este calor. A pesar de lo poco que había descansado, John se desembarazó del saco y salió al exterior.

Se había levantado más tarde que los otros días, los trabajadores acababan de llegar y todos estaban tomando una taza del té preparado por Gamal. Debían estar ya a unos 35°; pero, por lo visto, había sido el primero en despertar. Alí, Marie y Osama seguían dentro de sus tiendas.

La arena producida por la tormenta de la pasada noche había dejado rastros de su desenfreno, se había amontonado por todos los rincones entrando, sin ser invitada, en algunas tiendas mal cerradas. Incluso los toldos del campamento habían cambiado su color verde oliva, ahora exhibían un tono terroso que ayudaba, todavía más, a mimetizar el recinto con el resto de su polvoriento entorno.

Saludó a los trabajadores y aceptó agradecido la taza de té que le ofrecía el pequeño de los Zarif, aunque hubiese preferido un café bien cargado. Gamal hoy no llevaba túnica, el joven cocinero vestía a la occidental, llevando la contraria a la uniformidad del resto de sus parientes. Sus pantalones vaqueros, su camiseta azul celeste con la estampación de un surfista cabalgando sobre una ola gigante y su calzado deportivo eran la antítesis de las raídas túnicas grisáceas y las sandalias de arruinado cuero de los otros miembros de su clan.

Al rato apareció Marie, seguida también de Osama y Alí. La francesa estaba radiante, su pelo rubio era como un faro que atraía los errantes ojos del inglés. El intenso color del cabello contrastaba fuertemente con el intenso moreno que ya lucía la piel de la arqueóloga.

John se obligó a dirigir la vista hacia otro lado y aparentar indiferencia cuando Marie le dio los buenos días. No era partidario de emprender un romance tan repentino en sitio tan inhóspito, con alguien que casi no conocía y en mitad del importante trabajo que tenía que desarrollar. Todas las excusas se las dictaba su timidez, que todavía dominaba una buena parte de su personalidad.

Las quemaduras del día anterior, producidas en la trampa de las lentes, molestaban a todos. Ahora que había pasado un día entero las llagas habían empezado a picar, a escocer, a quejarse por el roce de las camisas y camisetas. El cuello era el sitio que más había sufrido por el sol amplificado y los tres hombres adolecían de una rigidez cervical que no pasó desapercibida para los miembros de la cuadrilla de trabajo. Marie era la única que no parecía afectada por el curioso mal. La protección que le había ofrecido John, mientras Osama taladraba la lámina de piedra que les impedía escapar, había resultado muy efectiva y ya estaba totalmente recuperada de la insolación producida por el intenso calor. Aunque, como medida de prevención, hoy parecía dispuesta a calarse una gorra que le quedaba algo grande.

La francesa calmó la curiosidad de los
fellah
contándoles que ayer sus compañeros masculinos habían tenido que realizar unas tareas sin especificar a pleno sol y que, los inconscientes, se habían quemado un poco la piel, nada grave. También les pasó a referir los progresos en la excavación que habían efectuado en la pasada jornada, cómo habían explorado el largo pasillo ascendente y cómo habían abierto una oquedad en la parte superior de una puerta para entrar en una pequeña cámara con orificios en el techo.

No mencionó ni la trampa, ni las lentes, ni por qué los egipcios iban a encontrar una habitación que disfrutaba de la plena luz del día en medio de las entrañas de una, supuestamente, velada y tenebrosa tumba egipcia. Una lámpara en el reino de la oscuridad.

Los nativos no se extrañaron por nada ni preguntaron cosa alguna. Parecía no importarles lo más mínimo que les diesen o no una relación pormenorizada de todos los detalles de la excavación o por lo menos eso aparentaban.

Su labor de esa mañana consistiría en despejar completamente el primer acceso, el que habían roto por arriba los investigadores para escapar de la trampa y abrir una segunda puerta. Ambas estaban embutidas en unas acanaladuras talladas en el marco, por lo que habría que taladrarlas por entero. Marie les dijo que no se preocupasen por los destrozos en las piedras, que no tenían ningún valor al no poseer ningún tipo de grabado o pintura. Ella misma y Alí supervisarían los trabajos.

No cabía duda, la francesa tenía dotes de mando. Ahmed y Amir traducían las últimas palabras de Marie a sus dos sobrinos, Ramzy y Husayn. Mientras tanto, la arqueóloga se había acercado al rincón donde John acababa su taza de té, también había instrucciones para él.

—John —dijo para llamar su atención.

Marie puso una mano en el hombro del inglés, como mero gesto de amistad y confianza, pero el detective tenía el hombro requemado por el sol y apartó el cuerpo bruscamente, casi como si la mano de Marie le hubiese producido un doloroso calambrazo.

—Vaya, lo siento —dijo riendo—, luego si quieres te ayudo a ponerte un poco de crema. Favor por favor.

John se azoró, sabía que se había pasado de vueltas jugando a los médicos el día anterior, pero no esperaba que la francesa se lo echase en cara delante de todo el mundo. Intentó odiarla por eso, otra razón para tapar el camino a sus sentimientos, otra excusa para que su timidez venciera la batalla que se estaba fraguando en su interior.

Por supuesto, Marie no le estaba reprochando nada, incluso decía en serio lo de ayudarle a untarse alguna pomada antiquemaduras y, evidentemente, los demás eran totalmente ajenos a cualquier clase de conjetura, suposición o sospecha concerniente a la incipiente mutua atracción que gravitaba sobre los dos europeos.

—John —volvió a repetir Marie—. Tú dedica la mañana a grabar los jeroglíficos del corredor ascendente con la videocámara de Alí.

La directora se volvió al egipcio.

—Tienes esa cámara, ¿no es cierto Alí?

—Sí, por supuesto, la tengo en la tienda. Ahora se la daré a John.

—Bien, pues manos a la obra —dijo Marie dando una palmada como si estuviese en un colegio y ella fuese la profesora, sería una deformación profesional de su trabajo como docente en la Universidad de París.

Osama parecía, a priori, que no tenía que realizar ninguna ocupación urgente esa mañana. Pero no tendría esa suerte. El viento de la noche pasada había destensado las cuerdas y anclajes de las tiendas de campaña y la mayor parte de los toldos. Tendría que repasar la instalación completamente, si se levantaba otro vendaval como el de ayer el campamento entero podría ser trasladado a otro sitio sin ningún aviso previo.

Dentro de la tumba, John había aprendido a manejar la cámara de vídeo digital de Alí en dos minutos, era relativamente moderna y muy sencilla. Ahora trataba de captar cada línea de jeroglífico del techo, pero eso le obligaba a permanecer en una posición bastante molesta para su enrojecido cuello. Con todo, era un dolor que podía aguantar. A pesar de poseer un cabello moreno, casi negro, su piel era blanca, mucho más blanca que la epidermis de Alí y la curtida piel de Osama. Ellos habían sufrido menos en sus carnes los diez minutos de exposición en la tostadora de Sheshonk.

Mientras el inglés grababa, Marie y Alí fiscalizaban el trabajo de los Zarif. Ahmed, con la ayuda de su hermano Amir, estaba reduciendo a pedazos la última puerta, la que los enfrentaría de nuevo a lo incierto, a la terra incógnita. Los dos sobrinos, mientras tanto, recogían los trozos de piedra deshecha y los sacaban al exterior usando unos cestos o capachos que cargaban sobre la cabeza o sobre alguno de sus hombros.

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