La reliquia de Yahveh (23 page)

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Authors: Alfredo del Barrio

BOOK: La reliquia de Yahveh
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—¡Sheshonk nos ha pillado!

—¿Qué suena?

—¡Yo no he sido, no he hecho nada!

—¿Una alarma?

—¡Pero, qué sistemas de seguridad tenían antes!

Por supuesto, las exclamaciones eran mayormente de Alí, las más excusables, y de John, las más disparatadas. Marie y Osama, aunque también sobresaltados en un primer momento, cayeron enseguida en la cuenta que lo que producía el molesto sonido no era otra cosa que la alarma de movimiento instalada por el teniente.

Ambos empezaron a reír tan locamente que no podían, aunque quisieran, pronunciar palabra.

John y Alí les miraban incrédulos y contemplaban atónitos la absurda luz roja que salía de detrás de los telones que cubrían la sala hipóstila.

—Esa alarma no es de Sheshonk, ¿verdad? —aventuró John fingiendo ingenuidad.

Marie y Osama ya estaban, a estas alturas, desternillados y tirados por el polvoriento suelo. Marie porque sus piernas no eran capaces de sostenerla, Osama simplemente se había dejado caer por no apoyarse en las endebles lonas que forraban el salón.

Cuando se tranquilizaron pudieron explicar, aunque entrecortadamente, la historia completa de la alarma y por qué Osama la había activado mientras estaban explorando el pasadizo.

Marie no pudo evitar a lo largo de todo el día emitir una leve sonrisa cada vez que miraba a John a la cara.

Pero la anécdota no pudo hacerles olvidar completamente el pequeño trauma de la trampa del enterramiento. Sabían que los faraones egipcios, además de etéreas maldiciones escritas en las paredes, solían recurrir a maquinaciones físicas un poco más enérgicas para impedir el saqueo sistemático de los ladrones de tumbas. Habían pecado de exceso de confianza.

En cuanto se tranquilizaron los ánimos y se asimiló todo lo que había pasado, Osama y John decidieron investigar. El egipcio subió la cima de la colina y el inglés se volvió a introducir en la sepultura para, entre otras cosas, recoger el material que habían desperdigado por el suelo en su huída.

Marie fue a cambiarse de pantalones. No había traído mucha ropa y esta prenda estaba perdida de sangre, con un gran desgarrón en la parte de atrás de la pernera. Tendría que lavarlos, pero no los tiraría, algo le decía que iba a pasar bastante tiempo antes de poder ir de nuevo de compras.

No podía verse muy bien la herida de la pierna, y mucho menos curarla, la tenía en una disposición un tanto incómoda, justo detrás del muslo. Le estaba empezando a escocer.

Se puso unos pantalones cortos y esperó a que John saliese de su exploración solitaria de la tumba, escrutaba la entrada por una rendija de su tienda.

En la trampa había perdido un poco los nervios, pero no tanto como para que el impulso de abrazarse tan fuerte a su antiguo alumno fuese un gesto totalmente involuntario y no buscado. No le dio mucha importancia porque en situaciones límite todos reaccionamos de forma irreflexiva y espontánea; no obstante empezó a pensar, casi sin quererlo, en que solamente se llevaban cuatro años.

En cuanto le divisó por el intersticio le llamó:

—¡John!

El inglés se dirigió hacia la tienda de Marie.

—¿Sí?

—Hazme un favor John, ve a por un botiquín y ayúdame a curarme este corte de la pierna.

—Desde luego.

—Yo no llego y está empezando a dolerme.

El inglés enseguida regresó con un pequeño maletín.

—Ya lo tengo.

—Gracias.

—A ver, túmbate boca arriba y déjame ver la herida.

John la ayudó a recostarse, Marie se dejaba hacer. El tajo era largo pero poco profundo.

El aprendiz de médico palpó la pierna de Marie, la lavó cuidadosamente con un algodón empapado en el agua de una cantimplora, vertió agua oxigenada en otro algodón para desinfectar la incisión, sopló delicadamente para que la quemazón no picara demasiado, roció con antiséptico yodado todo el largo y ancho de la herida, colocó una larga tirita y terminó vendando la pierna firmemente pero sin apretar demasiado.

La peligrosa operación había durado varios minutos. A Marie le pareció que demasiados, que John se había recreado con su dolorida pierna; pero, no sabía por qué, no le importaba lo más mínimo. Es más, estaba en un estado de felicidad como nunca había recordado estar. Una sensación de grata tranquilidad, de plenitud, estaba empezando a apoderarse de la totalidad de su ser, nunca se había sentido tan llena de confianza, tan decididamente optimista. Los cuidados de su compañero le habían hecho sentirse mimada, defendida de las inclemencias del mundo exterior, de sus accidentes y sucesos, se sentía como una niña pequeña.

John, por su parte, también sabía que estaba efectuando esa cura como si de una intervención a corazón abierto se tratase, pero Marie parecía tan dócil y relajada que quería pensar que estaba casi dormida, y eso que le tenía que doler la herida. Muy a su pesar, tuvo que terminar.

—Bueno, ya está. ¿Te duele?

—Casi nada.

—¿Puedes andar?

—Sí, creo que sí.

Marie se incorporó hasta quedarse sentada.

—John.

—Sí.

—Gracias por curarme la herida.

—No hay de qué.

—Y… gracias por protegerme allí arriba.

—No…, no tiene importancia.

El inglés no podía contemplarse, pero estaba seguro de haberse puesto colorado, sintió un calor en las mejillas que no podía indicar otra cosa que un repentino rubor. Las melifluas palabras de Marie habían parado por un momento el rutinario bombeo de su corazón. Ni siquiera él sabía por qué actuaba de manera tan adolescente y por qué se notaba tan turbado.

Un ruido procedente del exterior les interrumpió. Era Osama que descendía la montaña casi resbalando, arrastrando todos los cantos y guijarros que se topaban con sus botas militares. Les vio por la abertura de la tienda, que John había dejado completamente abierta para que entrase la luz suficiente para efectuar la cura.

—¡Eh! ¡Vengan aquí! ¡Miren lo que he encontrado!

Osama entró en la tienda comedor. Dentro se encontraba Alí bebiendo té para acabar de serenarse. El momento que había pasado el egipcio encerrado en la pequeña cámara había reavivado sus peores terrores, ni siquiera el divertido incidente de la alarma había contribuido a subirle el decaído ánimo.

Alí se había puesto a guisar un potaje de garbanzos con verduras, procedente de las socorridas latas de Osama, con el objetivo de distraer su mente de otros pensamientos más angustiosos. Ya era mediodía y los sustos no le habían quitado el hambre.

El teniente, sin saludar a su compatriota, empezó a sacar una especie de cristales de los amplios y numerosos departamentos de su pantalón gris especialmente diseñado para cazadores, hasta compartimentos para cartuchos de escopeta poseía la prenda.

Marie y John entraron en la tienda justo cuando el teniente había acabado de vaciar sus bolsillos. Sobre la mesa había quince grandes cristales ovalados, la mayoría tan gastados que habían perdido gran parte de su transparencia.

—¿Qué es esto? —preguntó Marie.

—Son lentes.

Todos miraron a Alí cuando pronunció el rápido diagnóstico.

—¿Lentes? —se extrañó John—. Claro, ahora me lo explico.

—¿Dónde ha encontrado esto? —se interesó Marie dirigiéndose a Osama.

—Cada cristal estaba introducido en cada uno de los agujeros de la piedra que casi nos fríe esta mañana.

—Entiendo.

La francesa también acababa de verlo claro, por eso sentían tan ardiente el sol. En cada abertura de la piedra los hábiles artífices egipcios habían instalado una lupa que ampliaba los rayos del astro rey hasta convertirlos en letales luminarias.

—Yo comprendo el mecanismo —expuso John serio—, pero no acierto a entender como ese complejo dispositivo ha podido funcionar después de 3.000 años de ser proyectado y levantado.

Osama no era ni mucho menos un perito en la materia, pero arriesgo una explicación ante el obstinado silencio de los demás.

—Bueno, el principio técnico de la trampa era complicado pero supongo que estaba al alcance de la tecnología de aquellos días. Al accionar la palanca, liberamos una piedra de gran peso. La propia inercia de la mole hizo que, mediante algún mecanismo oculto bajo la cámara, las dos puertas de piedra subiesen por sus raíles encerrándonos y, al mismo tiempo, empujasen el techo hasta sacarlo a la luz, justo en la cumbre de la colina. El sol y las lentes hicieron el resto.

—Fui una ingenua al tirar de la palanca —se disculpó Marie.

—Todos fuimos un poco inocentes —trató de consolarla Osama—. Nadie se esperaba semejante pericia técnica.

—A partir de ahora tendremos que andar con mil ojos —aconsejó John—. Pero sigo pasmándome del tiempo que esa trampa ha resistido sin descomponerse.

—La colina siempre está barrida por el viento —siguió conjeturando Osama—. La arena nunca tiene ocasión de acumularse allí, como sucede frecuentemente en las laderas de la montaña y en las zonas bajas, por eso la capa de terreno que se haya podido sedimentar en estos años era demasiado exigua como para impedir el buen funcionamiento del ingenio.

Alí habló de repente, interrumpiendo la serie de supuestos y teorías del teniente con una afirmación solemne e incuestionable.

—La trampa ha fallado, la prueba es que estamos vivos.

Todos se quedaron pasmados ante la seguridad del egipcio. Alí continuó con el mismo tono severo.

—¿Ven lo gastadas que están las lentes? Han perdido casi completamente sus propiedades magnificadoras, son casi opacas. Quien diseño la trampa sabía bien lo que hacía, si no hubiesen pasado tres milenios esos cristales nos hubiesen carbonizado como chinches en un fogón.

Alí se permitió sonreír, era la primera vez que lo hacía en todo el día.

—Siéntense a la mesa —dijo más tranquilamente—. Es tarde, vamos a comer y después les contaré la historia de estos cristales. Es bastante interesante.

Quitaron las lentes de la mesa y las envolvieron en una toalla que andaba tirada por allí. La comida se prometía apetitosa porque los cuatro estómagos protestaban por el hambre, casi se les podía oír cantando una canción, aunque no precisamente melodiosa. Completaron el potaje con algo de queso, fruta y yogur que había traído Gamal el día anterior.

En cuanto terminaron de alimentarse y de recoger la mesa, Alí fue otra vez a por los cristales, los puso encima del mueble y empezó a examinarlos uno por uno ante la atenta mirada del resto de componentes de la expedición.

—Verán —empezó a decir—, la historia de la tecnología de la antigüedad es una asignatura pendiente de arqueólogos e historiadores. A día de hoy sabemos muy poco de los métodos y técnicas que las civilizaciones antiguas usaban para levantar muchos de sus grandes monumentos.

—¿Se refiere a las pirámides? —preguntó Marie.

—Sí, me refiero a las pirámides, y a otras obras, como el Coloso de Rodas, una estatua de bronce de la época griega que medía 30 metros de altura; o los zigurat de Babilonia, auténticos rascacielos de la antigüedad, por poner dos meros ejemplos.

—¿Y estos cristales tienen algo que ver? —dijo John.

—Pues sí, tienen que ver con la tecnología óptica —respondió Alí muy seguro de sí mismo—. Estos cristales son lentes magnificadoras, servían para aumentar de tamaño las cosas pequeñas y así poder verlas, para ampliar las distancias lejanas si se usaban dos de ellos conjuntamente, y para encender fuego con la ayuda del sol.

—¿Igual que una lupa?

—Exactamente igual que lo haría una lupa.

Alí, para probar su afirmación, cogió uno de los cristales, el que parecía más traslúcido y mejor conservado, lo acercó a la caja que había contenido las latas de garbanzos que habían consumido hacía un momento y mostró como la lente era capaz de aumentar el pequeño texto que describía los ingredientes hasta hacerlo perfectamente legible a una distancia de dos metros. Luego prosiguió.

—Con estas lentes conseguían fabricar instrumentos ópticos para medir distancias y calcular magnitudes, igual que los topógrafos hacen con los teodolitos de hoy en día.

—¿Está diciendo que con esto consiguieron orientar las pirámides a los puntos cardinales? —preguntó John mientras tocaba uno de los cristales.

—No sólo las orientaron con una precisión que a nosotros nos costaría igualar con nuestros aparatos actuales, también lograron construirlas con los lados totalmente cuadrados y sobre un suelo perfectamente nivelado.

—Pero, ¿cómo es posible que no conozcamos nada de esta tecnología? —Marie era la que interrogaba a Alí esta vez—. ¿Cómo se explica que no se utilizase en épocas posteriores o se usase por otras culturas?

—El poder de los antiguos no residía en la fuerza, sino en el conocimiento. Y el conocimiento era el secreto mejor guardado.

Alí sonreía al ver la perpleja cara de los europeos. Casi se estaba olvidando de la penosa experiencia que había vivido esa mañana. Continuó hablando con deleite.

—Los sacerdotes egipcios eran una casta que dominaba toda la ciencia astronómica, geográfica y arquitectónica de la época, además de la religiosa, por supuesto. El faraón, por muy divino que fuera, no podía obviar a tan poderoso estamento. Incluso fueron capaces de deponer monarcas contrarios a sus intereses de clase cuando así lo consideraban conveniente, como hicieron con el antecesor de Tutankamón, el faraón Amenofis IV.

—Así que los científicos estábamos mejor considerados en la antigüedad que ahora mismo —propuso John divertido.

—Bueno, en épocas pretéritas no se les denominaba así, más bien se les conocía con el nombre de magos. Todos los sacerdotes de alto rango eran consumados hechiceros, alquimistas, adivinos, astrólogos, curanderos y profetas.

—Ya, hoy les llamaríamos químicos, astrónomos, médicos.

—Exacto —Alí interrumpió la enumeración de Marie—. Eran los que tenían la llave del saber, y utilizaban la información para perpetrar prodigios que mantenían al pueblo atemorizado, reverente y sumiso. Por ejemplo, muchos de los oficiantes que tenían por misión encender el fuego sagrado para ofrendar los sacrificios a los dioses lo hacían con cristales esféricos rellenos de agua, ante el pasmo y el recogimiento general de la plebe que realmente creía que las llamas eran obra del dios que se estaba adorando en ese preciso momento.

—Y, después de los egipcios, estos conocimientos se perdieron, ¿verdad? —declaró Marie.

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