Read La reliquia de Yahveh Online
Authors: Alfredo del Barrio
John no acertaba a saber cómo se había producido tan increíble fenómeno de intercambio de personalidad.
Marie, por su parte, era totalmente consciente de que descargaba con demasiada aspereza sus críticas sobre John, y no precisamente porque las teorías del inglés le pareciesen descabelladas o poco acertadas, sino porque quería que algo se moviese en él, que perdiese los nervios, que discutiese, que se sintiera provocado, que la insultase; cualquier cosa menos sufrir la aparente indiferencia y ataraxia que le mostraba.
—¿Por qué te metes tanto conmigo? —preguntó atolondradamente el inglés antes de dirigirse a dormir y ya cuando Marie se encaminaba cabizbaja hacia su tienda.
Marie se quedó parada y tardó en darse la vuelta para contestar, quizá porque no sabía qué decir.
—No te enfades John —acertó a decir Marie a su compañero—. Solamente son bromas, respeto enormemente tu trabajo y tus esfuerzos, eres uno de los mejores traductores de jeroglíficos que he conocido y, además…, te quiero mucho.
Marie, sin esperar respuesta, se giró rápidamente sobre sus talones desplazando una gran cantidad de arena con sus zapatillas de deporte y se dirigió rápidamente a refugiarse en su saco de dormir.
Las últimas palabras que había pronunciado no venían mucho a cuento en ese contexto, pero las dijo porque estaba deseando decirlas.
John también se sobresaltó al oír una afirmación tan intensa y potente introducida en lo que parecía una simple disculpa protocolaria. La última frase de Marie se le había metido muy dentro, tanto que ya nunca podría sacarla.
Ambos se fueron a dormir, confusos.
Fuera no se oía nada y se veía menos, algunas de las bombillas instaladas en el campamento ya se habían fundido o estallado por los bruscos cambios de temperatura. Nadie se había ocupado de sustituirlas, lo que dejaba el lugar en una inquietante penumbra. Parecía que la negra boca del desierto iba a tragarse todo el recinto de un momento a otro. Tampoco se divisaba a los vigilantes, seguramente instalados cómodamente en algún coche o en el camión, ya ni Osama se preocupaba por ellos, parecía tener en mente cosas más urgentes.
En su cubil, el teniente Osman temblaba, temía y pensaba, todo a la vez. Si lo que los arqueólogos habían dicho en la reunión era cierto, y Osama, que les otorgaba un gran crédito, no lo dudaba ni por un momento, el Arca había pasado, en un segundo, de ser un inofensivo vestigio arqueológico a ser un artilugio verdaderamente peligroso, más si caía en manos indebidas.
Mala suerte, no le quedaba otro remedio que llamar a su superior, el coronel Yusuf al-Misri, y contarle las últimas noticias procedentes de un parte de guerra de hacía 3.000 años. Mañana lo haría, hoy ya era muy tarde.
Si el Arca encerraba en sus entrañas el secreto de una fórmula química para acabar con un ejército entero en pocos minutos, el asunto se transformaría en un expediente de seguridad nacional. Osama ya lo estaba viendo, los paranoicos generales y funcionarios del Ministerio de Defensa Egipcio temiéndose lo peor y queriendo averiguar si la toxina podría ser aprovechada para enriquecer sus propios arsenales nacionales.
Las armas químicas y bacteriológicas estaban prohibidas terminantemente por la Convención de Ginebra y por una decena de tratados más, que seguramente había refrendado su país con pluma de oro, pero eso no importaba mientras no se enterase la opinión pública. En todos los sitios funcionaba igual, prohibida la producción y acumulación de armas biológicas, pero no la investigación de las mismas, añagaza que servía para que todos los compromisos internacionales de no proliferación se convirtiesen en inútil papel mojado.
Y no quería ni pensar en lo que pasaría si se enteraba Israel, una nación que había tenido el impudor de fabricar armamento atómico a espaldas de sus propios ciudadanos. Seguro que darían medio presupuesto de defensa por enterarse del arma que les había procurado su dios Yahvéh en sus difíciles primeros tiempos de aventuras por el desierto.
¡Lo que faltaba, que los árabes tuviesen que pelear contra armas divinas además de contra las mundanas que ya le procuraba abundantemente Estados Unidos!
Osama Osman acababa de entrar en el ojo del huracán; estaba en el filo del cráter de un volcán a punto de erupción; nadaba en un mar sacudido por la agitación de un terrible maremoto; se veía sentado en medio de una ciudad, mirando como los rascacielos se derrumbaban alrededor suyo, estremecidos por un terrible seísmo.
Hoy no podría dormir.
Todos los días sale el sol. Hoy no era una excepción, pero parecía que los cuatro miembros de la expedición no tenían mucha intención de saludar a Ra, al menos no por el momento. Sus tiendas permanecían con la cremallera cerrada, aunque el efecto de los rayos de la cercana estrella sobre las desprotegidas lonas era parecido al que podía sentir un pollo dentro de un horno microondas.
Fueron los trabajadores los que despertaron a los investigadores, y lo hicieron con el estruendo que armaron al descargar el nuevo material comprado para apuntalar el difícil agujero oblicuo que les habían mandado excavar.
Osama, que había sido incapaz de conciliar el sueño hasta muy avanzada la madrugada fue el primero en asomar su sudorosa cabeza por la puerta de la tienda, al cabo de diez minutos fue imitado por los otros tres expedicionarios.
El desayuno fue más fuerte de lo acostumbrado, cosa que John agradeció. Leche, café, té moruno, pastas, bollos de azúcar, de chocolate, panecillos, mermelada, mantequilla, había de todo, aunque el único que se atrevió a meter la mano en todos los platos fue el británico.
Los
fellah
y sus jefes desayunaban todos juntos a la puerta de la tienda comedor, en el interior no cabía tanta gente, así que el que quería algo iba dentro y lo cogía para comérselo fuera. Hacía una ligera brisa que mitigaba la leve mordedura del sol mañanero.
Osama comunicó a todos que esa mañana cogería un todoterreno y se acercaría a El Cairo a comprar material. No dijo de qué tipo, pero Marie, Alí y John ya sabían que no podía ser otra cosa que las máscaras de gas. Prefirieron no decir nada para no alarmar a los trabajadores, bastantes cosas insólitas estaban viendo ya en esa excavación.
Marie terminó de desayunar y empezó a ejercer de directora de la pista de circo. Todo seguiría como el día anterior, los mismos hombres harían las mismas cosas, con la salvedad de John, que sustituiría a Osama en su función de apuntalar el pasadizo.
Cada cual se dirigió a su puesto, unos más rápido y otros más despacio, según la prisa que les dictaba sus ganas de trabajar.
John no fue consciente de lo peligroso que era el inclinado corredor hasta que no colocó el primer travesaño apuntalando un nuevo tramo de techo: la obra amenazaba ruina inminente al menor roce con los frágiles andamios.
El inglés intentó aminorar la inconsistencia de la estructura poniendo dobles columnas de barras y maderos para sujetar un cielo que amenazaba con desplomarse sobre sus cabezas en cualquier momento.
Marie, aparentemente impertérrita, seguía concienzudamente con su linterna los trabajos de los dos egipcios que ampliaban el pasadizo, sin entender nada de las frases que se cruzaban entre ellos amparados por el ruido del taladro, aunque seguro que no estaban nada contentos con la absurda idea de realizar un agujero de tamaña inclinación.
Lo primero que hizo Osama cuando consiguió llegar a una zona con cobertura fue usar su móvil para llamar a Yusuf, su coronel. Estaba entrando en los suburbios de El Cairo. Paró el coche en el arcén y tecleó el número dígito por dígito, no lo tenía memorizado en la agenda del teléfono por seguridad.
—Sí —contestó una voz tres segundos después de descolgar.
—Soy Osman —dijo Osama escuetamente.
Yusuf, al otro lado del teléfono se tomó otros cinco segundos para amueblar su cabeza a la inesperada llamada, se había olvidado completamente del asunto del Arca durante estos últimos días.
—Osman… —pronunció el coronel como intentando recordar un nombre que hacía diez años que no escuchaba.
Osama le dio más tiempo.
—Sí —dijo paciente.
—Sí, sí, Osman, ¿ha pasado algo? —Yusuf al-Misri ya había recuperado la conciencia y, con ella, la plena lucidez.
—Sí, algo ha pasado —Osama no quería dar ningún dato por teléfono.
—¿Quiere hablar conmigo? —preguntó Yusuf ya con un tono que recuperaba la firmeza a cada nueva frase que emitía.
—Sí, me gustaría.
—¿Dónde está?
—Estoy entrando en El Cairo.
—Dígame un sitio.
Esto no lo esperaba Osama, no había pensado en ningún lugar de reunión, creía que el propio Yusuf al-Misri le daría uno. Tardó unos segundos en contestar.
—El hotel Ramsés —contestó.
El establecimiento fue primer sitio que se le vino a la cabeza, sería porque todavía tenía fresca en la memoria la reunión que había mantenido en aquel lugar con los tres arqueólogos.
—Muy bien, nos veremos allí, en el vestíbulo, a las 11,30 de la mañana, hasta entonces —espetó Yusuf.
A Osama no le dio tiempo a despedirse, el coronel ya había colgado.
Era todavía temprano, tendría tiempo para conseguir las máscaras antigás y llenar con gasoil los numerosos bidones que llevaba en la parte de atrás del 4x4, el combustible empezaba a escasear en el campamento.
Daría una vuelta por El Cairo, eso le despejaría antes de ponerse a hablar con el águila de al-Misri. La ciudad parecía tan sucia y ruidosa como siempre, pero Osama no quería otra.
Al cabo de dos horas de poner estacas y retirar arena, Marie y John estaban agotados, pero había que seguir y siguieron, sin decir nada, vaciando la mente, haciendo que los músculos trabajasen aislados, mecánicamente, sin recibir ninguna orden del cerebro. Era lo mejor porque los robots nunca podían cansarse: el que nada siente, nada padece.
Así hasta que alguien tocó piedra. Fue Ahmed, con la taladradora. Él fue el primer sorprendido, no lo esperaba. También había optado por desconectar sus sentidos, por eso se sobresalto; además, no tenía la menor noticia de las teorías de los arqueólogos y el plano que habían trazado del yacimiento, para el maestro albañil solamente estaban cavando a ciegas en una tumba claramente inacabada. Empezó a dar unas ininteligibles voces en árabe que no parecía ni poder entender su propio hermano, que estaba justo a su lado cargando arena en la cesta de mimbre.
Marie y John descendieron por el pasillo, desde su posición no podían ver nada.
El momento más delicado que se podía vivir en la galería era cuando dos personas pretendían cruzarse. El corredor era alto pero no muy ancho, dos sujetos intercambiando su posición acercaban su cuerpo peligrosamente a los tubos que sustentaban las planchas del techo. Por eso, cuatro pares de ojos queriendo escrutar la piedra donde había resbalado la taladradora de Ahmed era una pretensión algo delicada y comprometida.
Marie se dio cuenta y John también. La francesa ordenó a todos que fuesen saliendo ordenadamente y sin adelantamientos temerarios.
Una vez fuera, los dos europeos se introdujeron de nuevo en el túnel. Los obreros se quedaron, siguiendo las indicaciones de la francesa, en el exterior, en el coloreado pasillo de la procesión fluvial, esperando nuevas consignas.
Marie iba la primera, seguida de cerca por John, pronto estuvieron en el otro extremo del corredor, en el sitio más profundo de la tumba al que habían conseguido llegar. Ahora podían examinar la piedra tranquilamente a la luz de sus linternas.
Pero, más que piedra, era roca desnuda lo que tenían ante ellos, no se veía una sola junta. Seguramente la dura cara vertical era parte del gran peñasco que debía formar el corazón del promontorio donde estaba escavada la sepultura. No obstante, el escollo no era tan natural como aparentaba, estaba trabajado, cincelado, aunque de forma muy basta. Los obreros que habían cortado la roca no se habían preocupado mucho en conseguir una superficie lisa y homogénea, todavía se distinguían las profundas cicatrices producidas por los golpes del escoplo.
—Tu mapa estaba en lo cierto —dijo Marie dando la razón al trozo de papel antes que a su autor.
—Bueno, según el plano, estamos ante la fachada que separa este montón de tierra de los túneles de agua y lo suficientemente debajo de los mismos como para no correr ningún peligro —afirmó John mientras hizo un intento de recuperar el dibujo de alguno de sus bolsillos, aunque pronto desistió de su intención, el ominoso agujero no era lugar como para ponerse a examinar ningún papel.
—Y parece que esta cámara la han esculpido vaciando el interior pétreo de la montaña —aseguró Marie tocando la rugosa y firme pared—, un trabajo descomunal para luego tener que llenar otra vez la cavidad de tierra.
—Bueno, consiguieron su objetivo, volver locos a los posibles expoliadores de los tesoros de su faraón.
—Pero, por aquí debería haber alguna puerta ¿no es así? —preguntó la francesa a su compañero.
—Debería haberla, pero tal vez no hemos excavado la galería con el ángulo de inclinación adecuado, al no tener instrumentos de medida es difícil calcular la pendiente de la rampa.
—Entonces tendremos que cavar siguiendo la roca, hasta encontrar algo.
—Ya, ¿pero en qué dirección lo hacemos? —demandó John.
—No lo sé —reconoció Marie mientras cogía puñados de arena con las manos, prensándolos y volviéndolos a soltar, tratando de pensar.
De repente se le iluminaron los ojos, como dos fanales azules. John lo pudo ver, la oscuridad casi retrocedió.
—Se me ha ocurrido una idea —dijo radiante—. Sal fuera.
Una vez en el pasillo que daba entrada a la trampa de tierra, Marie pidió a los obreros que le trajesen del campamento un foco de los más potentes, un cordel y que le pidiesen a Alí un cartabón o algún otro tipo de regla.
Los trabajadores, deseando fumarse un cigarro y plenamente conscientes que Marie no les dejaba hacerlo dentro de la tumba, se fueron casi corriendo a cumplir con el recado.
—¿Qué vas a hacer? —se interesó John.
—Bueno, es un poco chapucero —admitió la doctora—, pero si tú te metes dentro del agujero con el cordel y yo me quedo aquí sujetando el otro extremo, podemos medir aproximadamente su grado de inclinación, eso si Alí logra encontrar alguna regla para medir ángulos.
Los trabajadores llegaron con el pedido justo pasados diez minutos después de haber salido. Traían la cuerda, la linterna y una escuadra. Suficiente, según Marie, para comprobar la pendiente del túnel.