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Authors: Alfredo del Barrio

La reliquia de Yahveh (55 page)

BOOK: La reliquia de Yahveh
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—¡Malditos imbéciles! —gritó secuestrado por la cólera.

Les buscaba, enfocó directamente a Marie y, en cuanto la tuvo a un escaso metro de distancia, tiró la linterna hacia un lado y atacó a la profesora.

Las manos de Alí se cerraron sobre el delgado cuello de Marie y el egipcio empezó a apretar con todas sus fuerzas.

No era consciente de sus actos, el terror que llevaba dentro se había proyectado hacia fuera, furioso, brutal, asesino, enajenando por completo el entero ser del hasta entonces pacífico conservador del Museo de El Cairo.

—¡Os dije que no tocaseis nada! —bramó de nuevo un enloquecido Alí.

Marie, que intentaba desasirse sin éxito del mortal abrazo de su compañero, estaba empezando a asfixiarse.

John se quedó estupefacto en un primer momento, lo que estaba ocurriendo era tan excesivo, tan increíble, que tardó en procesarlo.

La linterna de Alí, aunque abandonada y maltratada por su dueño no había dejado de funcionar, era el único punto de luz en la penumbra, lo único que guió a John, aparte del ruido producido por los estertores de Marie, hasta los dos bultos que forcejeaban.

Trató de separar a los desiguales contendientes, tirando de Alí, intentando que soltase a la sofocada Marie. Pero no lo consiguió, el egipcio estaba fuera de sí, ejerciendo una fuerza bruta propia de los desquiciados que se encuentran totalmente descontrolados.

John optó por una solución más drástica. Acopiando todas sus energías soltó un puñetazo seco al cuello de Alí, justo debajo de la oreja, pero no encontró el éxito esperado. El egipcio se movía bastante, tratando de evitar los lacerantes arañazos que le descargaba Marie en pleno rostro, y la escasa luz tampoco ayudaba. Tuvo que repetir el golpe un par de veces hasta que acertó de lleno en la zona que quería alcanzar. Alí cayó fulminado, inconsciente, soltando su presa.

Marie jadeaba, aún le faltaba el aire.

John trató de recuperar la linterna de Alí y se acercó a la francesa, ni siquiera tenía un poco de agua para ofrecer a su compañera. Intentó calmarla con palabras de sosiego y de acompañarla en su recuperación prestándole su mano para que la apretara, no podía hacer nada más.

Poco a poco, la respiración de Marie se normalizó, aparte de alguna magulladura y del enrojecimiento que seguramente conservaría en su cuello por algún tiempo, la arremetida no había tenido más consecuencias.

—Pero, ¿qué le ha pasado? —preguntó incrédula.

La voz de Marie sonó ronca, gutural, sus cuerdas vocales no se habían recuperado de la brutal presión a la que habían sido sometidas hacía un instante.

—Ha perdido los nervios al verse atrapado por el derrumbe —contestó John tratando de aparentar serenidad.

Marie había olvidado por completo el desmoronamiento de los andamios fruto del maldito cilindro de Nefiris. Habían vuelto a caer en otra trampa por su implacable curiosidad. Era imperdonable, casi hasta podía comprender el acceso de ira que había tenido Alí para con su persona. Sólo casi.

—Bueno, ¿qué hacemos ahora? No quiero acabar haciendo compañía a faraones olvidados —dijo irguiéndose ayudada por John y sin soltar aún su mano.

—Parece que nuestro corredor se ha derrumbado, el mecanismo de Nefiris ha provocado un corrimiento de tierra en el depósito de arena que habíamos atravesado para llegar hasta aquí —explicó John.

—Con razón nos aconsejaba la malnacida que excavásemos en oblicuo en la puerta donde aparecía el dios Tatenen, seguro que para que la galería se mantuviese inestable —promulgó Marie con un tono de enfado bastante áspero.

—Sí, probablemente estaba todo pensado —convino John.

—¡Maldita zorra retorcida! —imprecó Marie haciendo que los ecos de las paredes volvieron a actuar.

—No se puede negar que esta tumba es única —dijo John pensando más en la fascinante arquitectura de los subterráneos que en su difícil situación actual.

—Hay que salir de aquí —propuso imperiosa Marie soltando su mano de la caricia del inglés y dirigiéndose, impetuosa, a examinar el montón de escombros que taponaban el acceso.

Marie estaba muy intranquila, no podía evitarlo y menos disimularlo. La francesa no comprendía como John parecía disfrutar con la inquietante situación y encima atreverse a admirar a la bruja de Nefiris. Si el no cogía las riendas lo haría ella.

—Seguramente arriba se darán cuenta de que faltamos y vendrán a buscarnos — trató de apaciguarla el inglés.

—¿Quién? ¿Los
fellah?
—replicó irónica la francesa—. Te recuerdo que Osama no está y que los obreros se podrían pasar diez horas sentados a la sombra sin echar de menos ni a sus propios pensamientos. ¿Y no querrás estar todavía aquí para cuando despierte Alí?

John empezó a pensar que quizá Marie tuviese razón. Desde luego, en la academia de policía, le habían enseñado mil formas distintas para reducir delincuentes, pero tenía la práctica bastante olvidada, no le apetecía enzarzarse en otra pelea con el egipcio.

—Está bien —otorgó—. ¿Qué sugieres?

—Que cojamos algún instrumento o herramienta del ajuar de los hermanos y los utilicemos para abrirnos paso, amontonaremos la tierra que saquemos en el pasillo.

—Bueno, me parece algo irreverente, pero dadas las circunstancias…

John no acabó la frase. Acató las órdenes de Marie y buscó entre los tesoros de Sheshonk y Nefiris hasta empuñar una espada de oro que parecía en buen estado; sería lo que usaría para escarbar un agujero por donde salir de allí. Marie, por su parte, se ocuparía de retirar los terrones desgajados usando una tabla de madera que haría las veces de pala y que había arrancado del cofre menos decorado que había encontrado en la cámara donde reposaban los dos sarcófagos.

Todos los objetos de cobre, bronce y del, todavía raro, hierro habían acusado bastante el paso del tiempo y aparentaban un aspecto bastante quebradizo; por eso John se decidió a escoger una espada ceremonial, cuya hoja estaba fabricada de inalterable oro, para usarla como vulgar estaca.

Mirarla hacía más leve el trabajo, poseía una empuñadura que simulaba la figura del dios Horus, cuya cabeza de halcón, agrandada, hacía de extremo de la misma; la guarnición, que separaba el doble filo de la hoja de la mano que la blandía, aparentaba una alas desplegadas y en medio de las mismas había un gran escarabajo de negro azabache como adorno más vistoso.

A John le daba pena, pero era justo, Sheshonk les había metido en este lío y era de ley que el propio faraón les prestase parte de su menaje funerario para salir de semejante situación. Esperaba que sus colegas arqueólogos fuesen tan compresivos como él lo era para consigo mismo, porque la espada iba a acabar destrozada, lo estaba viendo y sintiendo.

Marie, por su parte, seguía arrastrando la arena que sacaba John. La amontonaba a un lado del pasillo teniendo sumo cuidado para que la grava no tocase las pinturas del corredor y procurando no levantar mucho ruido para que el iracundo Alí, apoyado en la pared de enfrente, no despertase de su forzado sueño.

El inadecuado trozo de madera que estaba usando hacía muy penosa la tarea de la francesa, que no dejaba de mirar de soslayo al egipcio por si acaso volvía a embestirla.

—¿Crees que saldremos de aquí? —preguntó Marie al atareado John. —Seguro que sí, tengo todavía muchas cosas que hacer en la vida —contestó el inglés mientras se secaba el sudor que le corría por la frente y las sienes.

—¿Como cuáles? —indagó cautamente la arqueóloga.

—Ya te enterarás —emitió misterioso empezando otra vez a dar golpes con la dorada espada en la apelmazada tierra.

Marie sonrió, eso suponía que John por lo menos contaba con ella para el futuro cercano, si es que lo había.

Osama llegó al campamento cuando ya había pasado la hora de comer. Encontró a los obreros tumbados a la sombra. Por cómo se tocaban la barriga y por su perezosa apariencia, el teniente dedujo que acababan de terminar de degustar una copiosa comida de manos del joven Gamal. Ni se inmutaron cuando vieron llegar al que se suponía su inmediato jefe.

El militar recorrió con la mirada el reducto científico, no había rastro de los tres investigadores, creyendo que estarían comiendo entró en la tienda cocina, pero tampoco halló noticia de los mismos. Preguntó a Gamal: todavía no habían aparecido para comer.

Salió y preguntó a Ahmed, el mayor de los Zarif. El trabajador informó a Osama que habían descubierto una nueva puerta y que, una vez abierta, los tres arqueólogos les dieron permiso para descansar mientras ellos exploraban en solitario las nuevas cámaras encontradas.

A Osama le pareció normal. Casi pensó en quedarse a esperar a que el trío se decidiese a salir probando la ternera asada con verduras que había preparado el cocinero, pero cambió de opinión cuando preguntó el tiempo que llevaban dentro de la tumba los científicos: casi cuatro horas le comunicó Ahmed. Quizá necesitasen las máscaras antigás que había traído de El Cairo. Decidió ver por sí mismo si todo seguía como lo había dejado. Cogió una linterna y entró en los dominios de Sheshonk.

Las oquedades estaban más silenciosas de lo habitual, o sería que producían más respeto si la persona que las recorría lo hacía completamente en solitario.

Osama llegó al principio de la trampa de tierra. Si todo había sucedido como le había contado Ahmed, ahora el corredor en pendiente estaría totalmente terminado y llevaría a una nueva estancia de la tumba. Tal vez los arqueólogos habían dado ya con el Arca, por eso tardaban tanto en salir.

Mientras se introdujo en la oquedad se le vinieron a la cabeza las palabras de su coronel, el imperturbable Yusuf. ¿Acaso tendría que pasar a la acción antes de lo esperado, antes de que mañana le llamase su superior para darle nuevas instrucciones?

Pensaba en cómo debería conducirse con los dos europeos. Aunque habían pasado poco tiempo juntos, éste había sido intenso y sentía cierto aprecio por ellos, como si fuesen dos compañeros de armas con los que hubiese compartido una batalla. No hay nada mejor para la amistad que poseer recuerdos comunes, y sólo los momentos más intensos perduran en la memoria. Osama sabía que los lazos forjados entre combatientes veteranos de la misma unidad eran más férreos que gruesas cadenas, pero éste no podía ser el caso.

Empezó a mentalizarse para lo que pudiera pasar, no debía permitirse ni un atisbo de sentimentalismo con los arqueólogos, si eso llegaba a suceder, dudaría, y si dudaba podía cometer algún error irreparable. Intentó buscar algún motivo para odiarlos, cualquier motivo. Mentirse a uno mismo es lo más fácil: solamente te pillan si tú quieres.

Mantenía estas luchas internas cuando el militar se percató de que algo iba mal. Los barrotes y las planchas que soportaban el techo parecían descolocados, algunos a punto de vencerse por el peso de lo que tenían encima. No tardó mucho hasta llegar a una zona en la que ya no se podía avanzar.

¡Se había producido un derrumbe! ¡Y, con total seguridad, los egiptólogos estaban al otro lado, atrapados o, quizá, enterrados bajo toneladas de tierra!

Una rápida idea, egoísta, como son todos los pensamientos fugaces, le cruzó de una parte a otra en su acelerada mente: si los arqueólogos habían sucumbido al fatal accidente, él no tendría que preocuparse por pensar en qué hacer con ellos si habían llegado a encontrar el Arca. Pero enseguida desechó la apresurada reflexión por inmoral, por inadecuada, lo primero era tratar de salvarlos, luego ya pensaría cómo dar el próximo paso.

Gritó para ver si podían oírle.

Nada.

A juzgar por la distancia que había recorrido, solamente se había debido derrumbar el tercio final del inclinado pasadizo.

Osama se dirigió otra vez al exterior, sin que le costase aparentar una cierta tranquilidad, la terapia que se había autoimpuesto de olvidar sus sentimientos para con los arqueólogos ya estaba dando sus frutos. Llamó a los trabajadores, todavía reposando la comida, y les puso al corriente del contratiempo: un tramo de la galería se había desmoronado y los tres científicos debían haber quedado incomunicados al otro lado.

Los obreros no tardaron mucho en ponerse en marcha, hasta Gamal abandonó sus tareas culinarias para ayudar en todo lo que pudiese.

Ahmed cogió el mando de la cuadrilla de rescate y ordenó a sus familiares las tareas que debían realizar, no cabía duda que el egipcio era un operario experimentado, parecía más un capataz que un simple trabajador.

El mayor de los Zarif se dedicó a volver a horadar el agujero, mientras los demás sacaban los capazos llenos de gravilla formando una cadena.

Osama se dedicó a enderezar y recolocar los hierros y tablones que se habían movido del armazón. Se preguntaba, desazonado, si la complicada disposición del declinante pasillo y la frágil estructura de los andamios que él había contribuido a montar habría sido la causa del derrumbe.

Ahmed tardó un par de horas en llegar a la parte donde el pasaje hacía su obligado giro a la derecha, ya había llegado a tocar la pared de piedra del depósito. Habían avanzado deprisa y la mayor dificultad era, aparte de cavar, el apartar los retorcidos postes y traviesas que habían formado parte del esqueleto del túnel.

Aunque Ahmed encontró algo más: una aguda lámina de piedra que no acertaba a comprender de dónde había salido y que partía por la mitad el trayecto del primitivo corredor. Llamó a Osama.

El militar se acercó a observar el monolito, pero él tampoco conseguía encontrar una razón lógica que explicase su presencia allí. En eso estaba cuando la losa se estremeció. Alguien la había golpeado desde el otro lado.

Osama y Ahmed dieron un paso hacía atrás, el golpe había hecho retumbar la galería y un polvillo fino empezó a caer sobre sus cabezas, escurriéndose por las junturas de la tablazón que sujetaba el techo.

—¡John! ¿Eres tú? —vociferó el teniente. Esperó unos segundos. Después gritó más fuerte.

—¡John! ¡Marie! ¡Alí!

—¡Sí, sí! ¡Estamos aquí abajo! —sonó por fin una apagada voz desde el otro lado de la lápida.

—¡Apartaos de ahí, vamos a taladrar esta piedra! —advirtió el militar.

Cuando Ahmed consiguió por fin abrir una brecha en la roca pudieron ver a unos irreconocibles Marie y John. Tenían la cara, el cuello y los brazos enteramente cubiertos de una pasta negra, tierra mezclada con sudor, que se les había pegado a la piel. Parecía que les hubiesen lanzado cemento por encima; además, sus ropas, para acompañar su aspecto, estaban absolutamente mugrientas.

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