La reliquia de Yahveh (59 page)

Read La reliquia de Yahveh Online

Authors: Alfredo del Barrio

BOOK: La reliquia de Yahveh
12.07Mb size Format: txt, pdf, ePub

John apenas decía nada substancial, salvo dar la razón a Marie en todos los bufidos que lanzaba. Trataba de pensar en las causas del cambio de actitud de Osama, pero no lo tenía nada claro. Se decidió a compartir con Marie sus suspicacias, a ver si de una vez la francesa dejaba de vilipendiar y ultrajar a todos los burócratas, políticos, militares, y demás miembros de todos los estamentos y jerarquías sociales que se le venían a la cabeza.

John sirvió a Marie un vaso de té de un recipiente donde la bebida ya estaba preparada y lista para su consumo.

—Creo que algo ha pasado —dijo mientras derramaba la caliente infusión.

Marie le miró. La treta había tenido éxito, la francesa se calló por un momento.

—¿A qué te refieres? —preguntó la doctora después de reflexionar un rato y sin tener ni idea de qué quería decir el inglés con esa confusa afirmación.

—No estoy seguro, pero creo que Osama sabe algo que nosotros no sabemos, estoy convencido de que él si ha hablado por teléfono.

—¿Cuándo? —inquirió Marie.

—No lo sé, pero creo que si ha sobrevenido algún cambio de planes nos enteraremos mañana a más no faltar.

—¿En cuanto saquemos el Arca?

Marie, aunque nadie había alrededor, había bajado bastante el tono de voz.

—Puede ser, si el Arca ve por fin la luz del día tú y yo seremos claramente prescindibles —concluyó John imitando el susurro de la francesa.

—Entontes, ¿qué hacemos? ¿Nos negamos a sacarla? —sugirió Marie.

—No, eso no serviría de nada, nos sustituirían o nos relegarían, casi todo el trabajo está ya hecho —dijo John—. Aparte de todo, después de pasar tantas penurias, yo quiero por lo menos verla.

—Yo también —confesó Marie.

—Bueno, entonces la sacaremos y esperaremos acontecimientos. ¿Estás de acuerdo? —propuso John levantando el vaso de té perpetrando un amago de brindis.

—Sí, estoy de acuerdo, no tenemos muchas más opciones —aceptó Marie estrellando su vaso con el de su compañero.

Saboreaban la calma antes de la tempestad.

14

Osama había visto morir el sol el día anterior y había sido taciturno testigo de su nuevo renacimiento; aunque el astro no parecía el mismo, era más lento, más voluminoso, más pesado, irradiando menos calor que en anteriores jornadas, como si alguna calima desconocida hiciese de pantalla y lo distorsionara, como si una densa niebla le estuviese estorbando y frenando en su trágico poder. Pero en el cielo no se veía absolutamente nada que diese cuenta del raro portento.

El teniente no había dormido nada, aunque la noche no se le había hecho especialmente larga. Osama había pasado gran parte de la misma hablando alrededor de una fogata con los dos Zarif vigilantes, Ismail y Omar, sobre cosas perfectamente triviales: el tiempo, las cosechas, la pesca en el río, la familia… Decididamente, el universo cognitivo de los dos nativos estaba estrictamente circunscrito a su aldea y a su vida cotidiana, no les importaba nada más porque no tenían otras necesidades que las que podían satisfacer en su reducido entorno. Los ya casi ancianos Zarif no sabían nada de política, de los conflictos internacionales o de la marcha de la economía mundial.

A Osama le relajó mucho la conversación, esa noche no había dormido su cuerpo, pero había descansado su mente.

Solamente la aparición de Alí en plena madrugada le sobresalto un poco. El egipcio salió de su tienda y, sin siquiera molestarse en saludarlos, se dirigió hasta la cocina como si fuese un androide, sin mirar hacia los lados, con los brazos pegados al cuerpo, andando despacio y torpemente. Seguramente el autómata quería devorar o beber algo de lo que comen los humanos. Tras unos minutos volvió a su voluntario encierro con algo entre las manos, ni siquiera se paró a consumirlo cómodamente en la mesa del comedor. Se estaba alejando del mundo a pasos agigantados.

Aparte de eso, nada más pasó en el cercado espacio del campamento. Osama había dado permiso a los Zarif para que se marchasen nada más amanecer, hoy era viernes y, por lo tanto, fiesta, los trabajadores no vendrían. En teniente sólo esperaba a que se despertasen John y Marie, saboreando una taza de cargado café que se había preparado.

Aunque antes que los arqueólogos se levantaran Osama hizo algo más, fue hasta donde estaban las caretas antigás y rajó una de las tres que tenían disponibles. No entraba dentro de sus planes entrar en la tumba dejando el recinto vacío, tenía que esperar a los soldados prometidos por Yusuf, éstos podían llegar en cualquier momento a lo largo de la mañana y alguien tenía que recibirles.

Parecía que el sol se había sacudido por fin el velo que le distorsionaba, o que cubría los ojos del insomne Osama. Ahora fulguraba vigoroso encima de la colina, tanto que Marie y John tuvieron que salir de sus tiendas de mala gana, Alí parecía decidido a aguantar el abrumador calor un poco más dentro de su escondite.

Los europeos cambiaron un cortés y frío saludo con Osama y entraron dentro de la cocina para desayunar. Cuando estaban en plena deglución, el militar, que hasta entonces había permanecido fuera, descorrió el toldo y entró intempestivamente con las tres máscaras protectoras en la mano.

—Hoy no vienen los trabajadores —informó.

Marie y John lo habían olvidado por completo, ni siquiera sabían en el día que estaban.

—Así que es viernes —advirtió el ingles, como extrañado del curioso fenómeno.

—Bueno, así no les expondremos a ningún infortunio —reaccionó Marie sabiendo que hoy tendrían que abrir la amenazante piedra esculpida con la efigie de Shu.

—Traigo las caretas, hay que comprobarlas —dijo Osama con modulación neutra e indiferente.

Alargó una máscara a Marie y otra a John, ambos las dejaron sobre la mesa, aún no habían acabado su taza de café.

Osama, sin embargo, se puso a estirar la goma del objeto, como verificando que todo estaba bien. Por supuesto, no tardó en encontrar la tara que él mismo había provocado.

—¡Vaya! —exclamó impúdicamente—. La mía está rajada.

Inmediatamente los dos europeos cogieron las suyas y las examinaron cuidadosamente, no vieron nada raro en el antifaz de plástico transparente, ni en el filtro que envolvía la nariz y la boca, tampoco en el revestimiento plástico que cubría el resto de la cabeza y el cuello.

—La mía no tiene nada —aseguró John.

—La mía tampoco —dijo Marie.

—Pues tendréis que entrar los dos y sacar el Arca vosotros solos —propuso Osama, sin dejar lugar a cualquier tipo de discrepancia que pudieran formular los todavía semidormidos investigadores.

—Pero la puerta… —empezó a decir Marie.

—Llevaros el taladro y un par de palancas —cortó Osama—, esa lápida es pequeña, no será muy pesada, además alguien debe quedar fuera por si pasa algo, Alí no está en disposición de hacer nada útil, hoy le diré que se vaya a su casa.

—De acuerdo.

La última idea le había parecido bien a Marie, por eso había contestado afirmativamente al proyecto del teniente, aunque eso presuponía aceptar la primera parte de su proposición: que ella y John deberían entrar solos en la trampa del aire. Bueno, bien mirado, tampoco le parecía mal a la francesa, mejor ir con alguien del que realmente se fiaba, Osama había perdido toda su confianza desde el incidente de ayer, cuando no les dejó ponerse en contacto con sus respectivos gobiernos.

John tampoco objetó nada al atropellado plan del militar, seguía inspeccionando concienzudamente su máscara antigás.

—Vamos —exclamó Osama para recuperar la marchita cordialidad de sus interlocutores—, seguro que el Arca está detrás de esa puerta, ya queda poco para cumplir con nuestro objetivo, no sé vosotros, pero yo estoy deseando volver a la civilización.

El detective de Scotland Yard no sabía por qué, pero no le convencía nada de lo que decía el egipcio, sus gestos no parecían naturales y se mostraba demasiado ansioso. Si estuviese buscando sospechosos, Osama encabezaría la lista sin dudarlo. Pero nada podían hacer salvo seguir sus sugerencias.

Marie y John terminaron su café, cogieron las herramientas y se introdujeron en el mausoleo del faraón perezosamente. No se dieron mucha prisa en bajar las escaleras, tampoco en recorrer el pasillo de la comitiva fluvial y atravesar los dos túneles horadados en la tierra, el inclinado y el horizontal. Parecían algo acongojados, el ambiente en el campamento estaba cada vez más enrarecido y eso afectaba a su estado de ánimo.

Sin embargo, todas las preocupaciones exteriores, ciertas o imaginarias, les desaparecieron en cuanto llegaron a enfrentarse a la escalofriante, inmediata y tangible imagen de Shu, dios de la agitación, y a las inmóviles y labradas turbulencias que le rodeaban y que parecían pregonar a los cuatro vientos el siguiente ardid de Nefiris.

Los científicos no tardaron mucho en taladrar dos pequeñas hendiduras simétricas en el marco que sujetaba la losa para poder hacer fuerza con las palancas y desencajar el bloque de granito lo suficiente como para que les permitiera pasar al otro lado. Por suerte, el grosor de la piedra parecía menos voluminoso que el de otros obstáculos precedentes.

Antes de meter los hierros en las ya dispuestas oquedades, Marie se dirigió a su compañero en la semioscuridad de las linternas.

—¿Qué tal John? ¿Preparado para lo que pueda ocurrir?

—Estoy dispuesto ¿Y tú? —preguntó a su vez el británico tratando de aparentar indiferencia.

—Yo estoy algo nerviosa, todavía estamos a tiempo de irnos, seguro que detrás de esta puerta hay algo, una trampa de Nefiris, la ira de Yahvéh o, quizá, ambas cosas —exteriorizó Marie.

—Bueno, todas las puertas se hicieron para abrirse al menos una vez —emitió impasible el inglés.

—Vaya frase lapidaria has dicho, no podía ser más adecuada para este momento.

Marie rió y riendo se esfumó su miedo, su aprensión y sus recelos.

Acto seguido, los dos científicos se pusieron las caretas y respiraron con ellas durante unos segundos hasta comprobar que funcionaban; después cogieron las pesadas barras y empezaron a imprimir toda su energía sobre ellas. La puerta se desencajaba poco a poco de su marco, aunque para ello tuvieron que ejercer un considerable esfuerzo.

Tardaron casi 15 minutos en separar la piedra de su moldura, haciendo frecuentes descansos para recuperar el resuello, maldiciendo las máscaras que les multiplicaban la sensación de opresión y sofoco, esperando a cada momento que algún gas mortífero o aire maléfico apareciese por las rendijas del recio bloque lítico.

Una vez apartada la puerta que obstaculizaba el camino esperaron en vano durante eternos minutos a que algo se moviese en el interior del agujero para que así la negrura declarase sus intenciones.

Pero no pasó nada. Dentro del nicho que dejaron al descubierto la oscuridad total reinaba aún impertérrita, sin emanación, viento o pestilente corriente que saliera de allí para incomodar o asfixiar a los visitantes no deseados.

Los científicos esperaban que toda la habitación que sellaba el monolito con la efigie de Shu estuviese contaminada o corrompida con algún tipo de nube o humo ponzoñoso, pero parecía que 3.000 años de aislamiento habían contribuido a depurar o purificar el ambiente hasta desbaratar la supuesta trampa de Nefiris.

John, después de esperar un tiempo prudencial, se levantó tímidamente la máscara e inhaló el aire que salía de la abertura.

Olía mal, a cerrado, como en todos los habitáculos intactos que habían explorado anteriormente, pero, desde luego, la atmósfera era respirable.

Marie, desde la transparente protección de plexiglás de su careta, le observaba expectante. También ella, al igual que su colega, hizo ademán de quitarse el capuchón, el calor en ese microcosmos subterráneo era tan sofocante que la máscara se hacía insoportable a los pocos minutos de llevarla puesta.

Nada más ver el gesto de la francesa John se echó las manos a la garganta como si no pudiese respirar, cerró los ojos, se agitó y emitió un sonido ronco de burbujeó seco que intentaba imitar el jadeo del ahogo, pero con tan escaso afán y poca credibilidad que Marie le caló enseguida.

—¡No hagas el tonto! —vomitó la francesa desde las cavernosas profundidades de su careta mientras sacudía un fuerte golpe con su mano abierta en la nuca del bufón.

—¡Vale, vale, qué poco sentido del humor! —se quejó John mientras se palpaba la dolorida zona de su cabeza donde Marie había descargado su ira.

—¡Eres un crío! —gruñó Marie pretendiendo afectar una indignación que no podía sentir—. Ten la careta a punto y a la menor señal de alarma vuélvetela a poner sin dudarlo; puede que esta trampa se active con otro resorte, procura no tocar nada.

—¿Yo? Sí eres tú la mosca que vas cayendo en todas las redes que va tejiendo la araña de Nefiris —se le ocurrió decir a John viendo el aspecto de insecto de ojos faceteados y larga probóscide que tenía Marie con la mascarilla antigás puesta.

—Estás a punto de hacer el descubrimiento del siglo y todavía te quedan ganas de bromear —masculló Marie desprendiéndose completamente de su yelmo de plástico y recuperando su voz normal.

—Bueno, entremos, prometo portarme bien.

John dejó que la directora de la excavación cruzase el umbral en primer lugar, después la siguió.

El pasadizo que encontraron agrandaba la anchura y altura de la entrada. Era, en sus hechuras, muy similar a su simétrico hermano del otro lado de la trampa de tierra, más o menos dos metros y medio del suelo al techo y tres metros de pared a pared, aunque éstas estaban surcadas de grandes protuberancias que sobresalían ostensiblemente de los muros estrechando el corredor.

No pudieron ver lo qué eran hasta que se acercaron a la primera de ellas armados de sus linternas. Estaban frente a majestuosas estatuas, mitad hombre, mitad animal, de dos metros de alto. La parte humana, simulaba una figura sentada en un trono de piedra, con cuerpo quebrado y brazos agarrotados, descansando a lo largo de los muslos.

No obstante sus semblantes no podían ser menos ajenos a la especie de los homínidos. Cada cara mostraba las afiladas facciones de una serpiente cobra, con su dilatado cuello desplegado en aspecto intimidante y que, curiosamente, había sido tallado para que sobresaliese por encima de la cabeza para imitar ligeramente el tocado ceremonial en forma de casco azul que solían exhibir los faraones egipcios; sin embargo, el hocico puntiagudo, los penetrantes ojos de cristal rojo tallado, los agudos colmillos y la sibilante y hendida lengua con los que estaba concebido el amenazador rostro de la escultura no dejaban lugar a dudas de su verdadera naturaleza de reptil.

Other books

The Janson Command by Garrison, Paul
Manhounds of Antares by Alan Burt Akers
An Armenian Sketchbook by Vasily Grossman
The Leavenworth Case by Anna Katharine Green
Blood of the Guardian by Kristal Shaff