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Authors: Alfredo del Barrio

La reliquia de Yahveh (62 page)

BOOK: La reliquia de Yahveh
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El teniente ni siquiera se fijó mucho en el sacro receptáculo de los judíos, no parecía gran cosa comparado con las maravillas de la civilización del Nilo que había visto en los numerosos museos que atestaban el país. Cultura, la egipcia, a la que consideraba ahora más que nunca, después de la experiencia con la tumba de Sheshonk, como parte intrínseca de su ser, casi igual de fuerte que su identidad musulmana. Si hubiese creído en las reencarnaciones, Osama sostendría que la propia alma divina del faraón, vencedor de los hebreos, se había instalado en su cuerpo mortal para hacer justicia con los extranjeros que habían intentado saquear sus propiedades.

Aunque no llegaban a tanto sus cavilaciones, su máxima urgencia estaba clara: llevar el objeto a su cuartel, en el centro de El Cairo, y recibir las felicitaciones de su coronel. La vida de un soldado es tremendamente sencilla.

Osama, aún metido en la antecámara de la tumba, pisando la piedra con la que acababa de sepultar a Marie y John, llamó al grupo de hombres a su cargo para impartirles órdenes. Todavía dudaba entre dejar a tres o a cuatro de ellos vigilando a los europeos.

Entre la maraña de cuerpos de soldados, que le tapaban la visión del campamento, no vio a Alí hasta que fue demasiado tarde.

El sudoroso y sofocado egipcio, con la cara enrojecida e inflamada, arrastrando los pies casi al borde de la insolación, había salido del escondite de su tienda donde había pasado inmóvil toda la mañana hasta lograr que Osama se olvidase completamente de él.

El invisible Alí, el fracasado Alí, el enajenado Alí que ya no podía convivir con la realidad, se había acercado al Arca sin que nadie lo notase. Ahora estaba junto a ella, mirando la causa de su desdicha, de su deshonra profesional, observando el objeto que le había vencido, el vestigio que le convertiría en el hazmerreír del ámbito arqueológico cuando se corriese la voz de que el único científico egipcio miembro de la gloriosa expedición que lo había rescatado del olvido había sido incapaz de ayudar en su descubrimiento por su insuperable terror a los espacios cerrados.

Estaba acabado, avergonzado, ya nada tenía que hacer en el mundo. En ese momento, frente a los brillos que despedía el Arca, pensaba en la decepción que sentiría su tío Ayman cuando le contasen su fracaso. No podría enfrentarse a ello.

Transitamos por la vida para llegar todos a la misma meta, qué más da cuándo se cruza la línea. Alí, consciente de sus actos o presa de su desvarío, trató de abrir la tapa del Arca. No veía ninguna bisagra, por lo que agarró las alas de los querubines para tirar hacia arriba. El propiciatorio se movía pero encontró una resistencia.

A Osama, en cuanto distinguió a su compatriota manipulando el Arca, todos los tendones de su musculatura se le tensaron. Soltó un alarido mientras empujaba a sus aturdidos soldados para abrirse paso entre ellos y llegar hasta Alí para detenerle. Los infantes, después de superado el primer desconcierto corrieron tras su jefe, aunque no sabían muy bien qué hacer.

Casi cuando los frenéticos militares llegaron a la altura del arqueólogo, éste desencajo por fin la tapa al mismo tiempo que se dejó oír un chasquido breve, como de cerámica rota.

Nadie tuvo ocasión de ver lo que había dentro del Arca. Un denso humo rojizo empezó a brotar de sus entrañas tapándolo todo, ocultando la luz del sol, llenando todos los rincones del campamento, todo el aire, todos los huecos, todas las gargantas, todas las cavidades pulmonares del hechizado Alí, aún de pie, de los atónitos soldados y de un rabioso Osama que había dado media vuelta y trataba de escapar del inminente desastre sin conseguirlo. La nube fue más rápida que él.

La muerte no fue ligera, primero sintieron un olor punzante que les llegó directo a los centros nerviosos del cerebro; después vino la desorientación, la sofocación y la asfixia, todos cayeron al suelo soltando lo que tenían en las manos; después sintieron un picor insoportable en la faringe que hizo que, instintivamente, se llevasen las manos al cuello para aliviar el dolor apretando sus gargantas; por fin, una parálisis les atenazó todos los miembros hasta extinguir todo movimiento, todo suspiro de vida.

El cárdeno y ardiente humo que había emanado del mortal incensario no tardó mucho en disiparse en la inmensidad del desierto. Después de ahogar todo lo que había a 50 metros alrededor del Arca, no quedó ni una mínima traza de su paso por allí, sólo el silencio.

Yahvéh con ayuda de Shu, o Shu con ayuda de Yahvéh, habían triunfado plenamente. O, tal vez, mejor decir que fueron Sheshonk y Nefiris quienes se mostraron como patentes vencedores del duelo de inteligencias que establecieron tácitamente los que querían entrar en una tumba prohibida y los que trataban de impedir el saqueo de lo que consideraban su postrer e íntima morada.

Al aire libre la muerte triunfaba, en la tumba seguía la vida. Marie y John no pudieron oír, desde su involuntario encierro, nada de lo que sucedió en la superficie. La gruesa piedra que tapaba la salida les incomunicaba completamente de todo lo que ocurría en el mundo exterior.

Habían decidido apagar las linternas, porque tenerlas encendidas agotaría las baterías rápidamente, pero la total oscuridad era claramente insoportable.

Los dos se decidieron a doblegar la melancolía que producían las tinieblas con el sonido de sus voces. Al principio hablaron de lo que les había acontecido, de la traición de Osama, de lo que pasaría con el Arca, de lo que haría el gobierno egipcio con ellos; después de cosas triviales, de su trabajo, de su vida cotidiana.

Empezaron sentados en el suelo, uno a cada lado del pasillo, pero pronto Marie tanteó hasta encontrar el pie de John y se sirvió de él para acercarse y arrellanarse a su lado. El silencio era tan absoluto y estaban tan cerca ahora que tuvieron que hablar entre susurros para no sobresaltar aún más sus ya maltrechos nervios con los ecos que producían los ominosos corredores de la tumba.

Sus hombros se tocaban, sus brazos, sus antebrazos, sus manos y sus piernas. Musitaban palabras con la cabeza vuelta el uno al otro, tratando de adivinar, por el leve sonido, dónde estaban los labios que pronunciaban las tenues oraciones, alargando cada vez más el cuello para llegar antes a recogerlas, tratando de aspirar el aire que las empujaba, oliendo su aroma, intentando tocar la boca de donde procedían, sintiendo la lengua que les daba forma.

Toda la tensión acumulada durante los penosos días de la excavación se descargó en mil eléctricas sacudidas, John y Marie hicieron el amor como los que van a morir.

El tiempo se detuvo en la oscuridad de la tumba porque nadie se ocupó de medirlo.

Cuando quedaron agotados, Marie buscó una linterna para escrutar el rostro de John. Contempló lo que esperaba ver, la cara de un enamorado todavía algo atolondrado y confuso por lo que había sucedido. Se sintió feliz, aunque la rigurosa realidad vino a turbar su estado de completa satisfacción.

—¿John?

—¿Sí? —contestó el inglés inmóvil, abrazado a Marie, aún aturdido, con los sentidos raptados por el puro éxtasis que acababa de embestirle. —Ha pasado mucho tiempo desde que nos dejaron aquí.

Al inglés le costaba recuperar su pleno dominio, había llegado a escuchar a Marie, pero no era capaz de entender lo que decía.

—Ni siquiera nos han bajado comida —insistió la francesa tratando de incorporarse del polvoriento suelo y componerse la desbaratada ropa—. ¿Crees que van a dejarnos morir aquí?

—No, no lo creo —declaró por fin John, aunque sin ninguna convicción.

—Tenemos que salir de esta tumba —dijo la francesa segura de sí misma, no estaba dispuesta a que su recién adquirida dicha fuese sepultada en semejante catacumba.

—Pero este acceso está vigilado, nos atraparan seguro —opinó el detective.

—Pues saldremos por otro lado —arguyó Marie mientras se sacudía la suciedad acumulada en su indumentaria.

John trataba de reflexionar, aunque atravesasen la trampa de agua, el pasillo de las pinturas resquebrajadas, el pasillo descendente de los jeroglíficos y la sala hipóstila, volverían a aparecer en el mismo sitio, en la antecámara de la tumba. Aunque por otra puerta, se darían de frente con los soldados que custodiaban la salida. Pero Marie parecía decidida a irse.

—¿En qué piensas? —le preguntó John incapaz de adivinar el plan de la francesa.

—Saldremos por la trampa del fuego —dictó resuelta.

John lo pensó, la corta distancia que mediaba entre la boca del túnel del laberinto de agua y el nivel del pozo era lo suficientemente corta como para bucearla sin problemas. La única dificultad era escalar por la cuerda hasta la plataforma donde estaba la grúa, aunque se creía capacitado para hacerlo con un poco de esfuerzo. Luego, tendrían que llegar hasta la trampa de Ra, romper la losa agujereada y aparecer en la cima de la montaña. Una vez allí, los soldados no lograrían verlos si escapaban por la otra ladera del cerro. Podía funcionar porque, con un poco de suerte, el martillo neumático y parte del equipo de submarinismo estarían todavía donde los había dejado, apoyados en la piedra de granito que tuvo que romper para salvar el obstáculo de Hapi.

—Bien, es una buena idea, estoy contigo —le comunicó a su compañera.

Marie le cogió del cuello, le atrajo hasta ella y le besó largamente, con desmedida pasión.

—A partir de ahora siempre estarás conmigo —dijo cariñosa.

Las palabras de Marie consiguieron ruborizar al inglés que no pudo hacer otra cosa que devolverla un breve beso. Estaba en la cima del mundo, aunque poco era lo que podía ver en las penumbras del túmulo de Sheshonk.

No había tiempo para más ternura, se adentraron por el pasillo que les llevaba al laberinto del agua usando una sola de las linternas para no gastar las pilas de la otra.

Ya casi habían recorrido los 70 metros del largo corredor cuando tropezaron con un inesperado obstáculo. Era una de las tapias de ladrillo que habían ordenado levantar ellos mismos a los
fellah,
buscando cegar los pozos de agua para evitar que la humedad dañase otras partes de la tumba.

—¡Vaya! ¡No me acordaba de este muro! —maldijo Marie. —Yo tampoco —confesó John.

—Habrá que tirarlo.

—Sí —confirmó el inglés—. No creo que tengamos problema, son simples ladrillos, aunque necesitaremos algo para hacerlo.

—Una palanca o un tubo de hierro —sugirió Marie. —Volveré atrás a ver si encuentro algo adecuado.

—¡Espera! —dijo Marie reteniendo la mano de su compañero—. Iremos juntos. Desandaron lo andado buscando algo contundente con lo que pudieran derribar la pared, pero no tuvieron mucha suerte, en ese pasillo no había nada, tampoco en el corredor del desfile de barcos, salvo la carretilla.

—Abajo hay palancas, las que usamos para abrir la puerta de Shu —se acordó John.

—No tengo ganas de volver a meterme en la trampa de tierra, es peligroso, cojamos una de las barras de los andamios. Por quitar una no pasará nada.

Se dirigieron prestos a la entrada que había guardado la piedra con la imagen del dios Tatenen, ahora castigado de cara a la pared. John tanteó los barrotes que formaban parte del armazón que sujetaba el techo del corredor inclinado. Estaban todos sólidamente aferrados, cumpliendo su función de sostén con demasiada determinación.

John se introdujo un poco más buscando algún travesaño que estuviese más suelto, pero no encontró ninguno.

—Venga John coge cualquiera —le apremió Marie—, esta linterna está agonizando.

John hizo caso a Marie, dio un fuerte tirón de la barra que tenía más cerca, moviéndola un poco. Repitió el empujón un par de veces más hasta que el hierro cedió.

—Ya tengo una —dijo satisfecho.

Un fino polvo empezó a caer por donde había arrancado la viga, la tabla que había sujetado hasta ahora empezaba a ceder visiblemente empujada por el peso de la tierra.

John salió de allí a escape.

No hubo recién sacado los pies del agujero cuando la estructura se vino abajo con un estruendo que les impidió oír el mutuo grito de sobresalto que emitieron.

Se apartaron de la entrada primero gateando, después corriendo, el polvo les perseguía con la clara intención de no permitirles respirar.

No se sintieron a salvo hasta que subieron los dos tramos de escalera que les llevaban al paralelo pasillo de arriba.

—Buena la he hecho —dijo John apesadumbrado de haberse cargado todos los túneles que penosamente habían conseguido horadar en la trampa de tierra.

—¡Venga, no te preocupes! —le tranquilizó Marie—. Esas galerías eran una chapuza y un peligro, ningún arqueólogo serio se hubiese introducido en ellas jamás, el próximo que explore la tumba ya se ocupará de fabricarse otras más seguras, por la cuenta que le tiene.

—Por lo menos Sheshonk y Nefiris podrán descansar tranquilos durante otra temporada —observó John sacudiéndose un polvo que se le había metido incluso en los bolsillos de la camisa y el pantalón.

—Y nosotros por lo menos tenemos la barra —observó Marie zarandeándole—. Vámonos ya.

Llegaron otra vez al lugar donde esperaban los ladrillos que iban a ser demolidos. Lo que más les costó fue abrir una primera brecha a base de bastonazos; después, agrandar el agujero hasta hacerlo suficientemente amplio como para franquear el escollo, no les supuso ningún esfuerzo.

Se toparon con la rampa que les llevaría al agua, estaba muy resbaladiza, así que se tuvieron que aferrar a las paredes con brazos y pies para no caer por el inclinado pozo.

Como sospechaba John, allí, apoyados en la pared y en lo que quedaba de la derruida lápida que había cegado el corredor, estaba parte del equipo de submarinismo que él mismo había abandonado. Los obreros, cuando levantaron el muro, no recogieron ese material porque ni siquiera lo habían visto, quedaba muy por debajo de donde se habían puesto a trabajar. Encontraron las aletas, la bombona de oxígeno casi gastada y el martillo neumático, todavía adherido a una pared lateral mediante su mecanismo de fijación, aunque a un paso de caerse.

Lo primero que hizo el inglés fue recoger el percutor para que no se perdiera en las profundidades de la sima.

—¡Vaya, parece que te has dejado utensilios de trabajo abandonados por aquí! — le reprochó Marie medio en broma.

—Sí, lo confieso, es que ya no iban a servir para nada y, en un primer momento, no tenía ganas de bajar de nuevo a recogerlos, luego los olvidé por completo — reconoció John.

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