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Authors: Alfredo del Barrio

La reliquia de Yahveh (52 page)

BOOK: La reliquia de Yahveh
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John se metió dentro del orificio, llegó al muro de piedra y sujetó uno de los cabos.

Marie, desde la boca del túnel y escudriñando dentro con la potente linterna, se dio cuenta que el cordel tocaba en la parte izquierda de la cavidad y que, según la escuadra, habían excavado en un ángulo ligeramente elevado. Luego, en la pared, tendrían que profundizar hacia la derecha y hacia abajo si querían seguir la hipótesis piramidal de John hasta las últimas consecuencias.

Esta vez fue el inglés quien se encargó de manejar el taladro siguiendo la dirección que le había indicado la directora de la expedición. Marie y los
fellah
se encargaban, pasándose los cestos llenos de tierra y siguiendo la estricta cadena de brazos, de desembarazar de escombros el pasadizo.

No tardaron mucho en ver lo que querían ver. John había progresado apenas tres metros cuando observaron algo que sobresalía de la pared, algo que no era irregular, sino perfectamente labrado y alisado. Era un marco de piedra, y donde hay un marco hay una puerta.

Limpiaron el cerco todo lo que pudieron. Enseguida comprobaron que era la parte superior de una entrada cubierta por una losa de color claro, posiblemente de cuarcita dedujeron los investigadores, una roca metamórfica bastante consistente compuesta en su mayor parte de cuarzo. Había relieves tallados en ella.

Lo difícil de despejar la entrada no fue sacar los montones de arena que la cubrían, sino apuntalar el techo. Al complicado giro a la derecha que habían practicado en el corredor cuando llegaba a la pared de piedra, había que sumar ahora el par de metros que habían tenido que excavar hacia abajo para despejar completamente el acceso que acababan de descubrir.

No tenían tubos tan largos como para apuntalar las planchas de contención desde el suelo, así que las encajaron en la pared de arena, oblicuamente. Una solución todavía más inestable que la que habían seguido hasta ahora porque la tierra no estaba tan apelmazada como para resistir demasiados empujes. Pero el ansia de abrir y explorar cuanto antes la nueva cámara pudo con toda precaución de seguridad.

Una vez desalojados todos los residuos, la lápida, todavía pintada con varias pátinas de vivos colores que su contacto con la fría tierra no había podido desgastar del todo, mostraba a la diosa Hator tocando el rostro del faraón Sheshonk con una cruz ansada, el símbolo de vida del antiguo Egipto, la conocida cruz
anj
terminada en alargado óvalo. Los egiptólogos todavía no se habían puesto de acuerdo en decidir qué objeto real representaba el conocido signo, unos decían que era un cinturón, otros que un nudo de cuerda, incluso había quien aseguraba que era una tira de sandalia.

Era curioso que los cristianos coptos hubiesen adoptado "el soplo de vida" de los antiguos egipcios como símbolo de su propia religión, seguramente la gran similitud entre la cruz egipcia y la latina católica había ayudado a la extraña usurpación.

El caso es que Hator, con largos y retorcidos cuernos de vaca en la frente y un gran disco rojo entre ellos, vestida con una túnica plisada inmaculada y un gran cinturón de oro cuajado con piedras preciosas, daba a besar el mágico objeto al faraón.

Sheshonk se mostraba humilde y relajado, llevando el casco ceremonial azul que semejaba en su caída a las alas de la diosa buitre Nejbet y que tenía la cabeza de una cobra, la diosa Wadjit, como remate frontal.

Las dos figuras estaban rodeadas de lo que parecían espigas de trigo o de cebada, aunque enhiestas y anormalmente rígidas, dirigiendo su tallo al cielo sin ningún atisbo de arqueamiento, cada una de distinta longitud y formando, entre tallos, hojas y granos, un dibujo que más parecía geométrico o abstracto que inspirado en cualquier campo de cultivo del remoto Egipto.

—¿No te parece que esta Hator tiene el rostro de Nefiris? —propuso Marie después de un rato de muda contemplación.

—¿Quieres decir que se parece a la reina representada en el fresco de la sala hipóstila? —quiso precisar John.

—Sí, exacto, parecen tener los mismos puntiagudos rasgos —declaró la francesa.

—Puede ser, aunque es difícil decirlo —dijo John, incapaz de distinguir una figura de otra en la esquemática expresión artística egipcia.

—Bueno, veamos qué hay detrás —sugirió la arqueóloga.

—No deberíamos esperar a que Osama traiga las máscaras —dudó John.

Marie se quedó quieta, mirando otra vez en dirección a la lápida pero sin verla, meditando.

—No, no le esperaremos —dispuso—, se supone que antes de la trampa tendríamos que ver una imagen del dios Shu, del dios del viento. Aquí no hay nada, ni siquiera aire. Tal vez lo encontremos en cámaras posteriores. ¿Estás conmigo?

—Sí, creo que tienes razón —convino—. Abrámosla, aunque antes habría que ir a buscar a Alí, quizá quiera estar presente.

—¿Tú crees?

—Por lo menos habría que preguntarle —dijo el inglés encogiéndose de hombros.

—Está bien, diles a los trabajadores que se vayan, no quiero exponerlos, y que ellos se lo digan a Alí. Si baja el egipcio intentaremos abrir la puerta entre los tres.

Alí recibió el mensaje. La pugna entre sus temores y su curiosidad científica fue muy dura y terriblemente igualada; pero, al final, ganó su profesionalidad y su amor propio. El egipcio se obligó a bajar, no todos los días se podía ser testigo de la apertura de una tumba intacta; además, el descender solitario por los pasadizos le daba más tranquilidad que hacerlo acompañado de otras personas a las que no podía controlar y que cualquier movimiento en falso que realizasen servía para ponerle enormemente nervioso.

Alí se encontró con sus dos compañeros en el otro extremo del corredor inclinado. Ya habían apartado un poco la losa con ayuda de una palanca. La piedra, de apenas metro y medio de alta, no era muy gruesa y se manejaba con cierta facilidad.

El egipcio se intranquilizó al ver el delicado andamiaje que habían improvisado los trabajadores o sus colegas, no quería ni saberlo, al final del corredor. El conjunto desprendía una amenazadora fragilidad; pero, con un esfuerzo, trató de no pensar en ello, y de echar una mano a los dos europeos en su afanosa pugna.

Osama, mientras tanto y una vez efectuadas las compras de material, acababa de entrar en el suntuoso vestíbulo del hotel Ramsés Hilton, eran las once y cuarto de la mañana. Estaba totalmente convencido que el coronel al-Misri llegaría tarde, con el retraso que solían exhibir los poderosos frente a sus subordinados, por eso ni siquiera reparó en las personas que a esa hora deambulaban por allí. Dirigió sus pasos hacia una de las cafeterías, con la idea de beber un rápido refresco antes de volver al recibidor del establecimiento, tenía mucha sed.

Justo cuando estaba en la barra del bar, alguien se colocó a su lado, demasiado pegado a él habida cuenta de que el largo mostrador estaba casi vacío.

—Buenos días —le dirigió, alto y claro, una conocida voz.

¡Era Yusuf! Osama casi se había atragantado con la Coca-Cola, ni siquiera le había visto entrar.

—Buenos días —devolvió azorado mientras se limpiaba con una servilleta de papel.

—Coja su bebida y venga conmigo.

Le condujo a una mesa solitaria, donde había un café casi finiquitado y un par de periódicos, uno abierto de par en par. Yusuf lo cerró y se sentó.

—He llegado antes que usted, parece —observó el coronel que desde esa privilegiada posición dominaba toda la cafetería y, también, la entrada exterior del hotel.

Yusuf al-Misri levantó una mano enérgicamente y un camarero fue hasta allí al cabo de pocos segundos. El canoso funcionario, con sus gafas de pasta negra pasadas de moda y su traje azul con finas rayas blancas, tenía la rara virtud de conseguir que el normalmente indolente y displicente personal de hostelería egipcio dejase a un lado su apatía y su pereza en cuanto percibían un mínimo gesto de demanda en su maciza figura. Osama ya lo había comprobado en alguna otra ocasión, el poder que emanaba del coronel era tan fuerte que casi se podía oler.

—Dígame teniente, ¿qué tal por la excavación? Por cierto ¿dónde está situada?

Osama creyó conveniente contestar la segunda pregunta, la primera era un puro formulismo.

—Está a unos cincuenta kilómetros de El Cairo, en la ribera oeste del río, cerca de una aldea llamada Kafr Jirzah.

—¿Han encontrado el objeto que han ido a buscar? —preguntó sin reparo Yusuf mientras el camarero le servía un segundo y cargado café.

—No, todavía no, esa tumba se está mostrando terriblemente intrincada.

—Entonces, ¿por qué me ha llamado?

A pesar del tono dulce que imprimió en la última frase, el coronel Yusuf no le dejaba ninguna duda a Osama de que tendría serios problemas si el motivo por el que le molestaba no estaba suficientemente justificado. El oficial tragó saliva antes de contestar.

—Verá señor, según los arqueólogos…

Yusuf le truncó el primer amago de explicación.

—Los arqueólogos. ¡Ah sí!… ¿Qué tal se porta Khalil? —dijo acordándose de repente del sobrino de Ayman, su colaborador en el Ministerio de Cultura egipcio.

—Bien, bastante bien —contestó Osama escueto, sin saber qué decir.

—Continúe —espetó el coronel mientras intentaba menear la pasta que había formado con las cuatro cucharadas de azúcar que se había servido en el café.

—Parece… —dijo titubeante, como esperando otra interrupción que no se produjo—, que los arqueólogos piensan que el Arca esconde algún tipo de arma.

El funcionario ni se inmutó, dejó de mirar el café y estudió el semblante de Osama antes de volver a hablar.

—¿Un arma? ¿Qué clase de arma? ¿La espada de Moisés, tal vez? —dijo flemático.

—No, no, nada de eso, se trata de alguna sustancia tóxica, algún tipo de arma biológica o química que era capaz, en aquellos tiempos, de diezmar las filas de los ejércitos enemigos.

Osama se sentía como un estúpido, la historia sonaba fabulosa ahora que la expresaba en voz alta. Lo que parecía creíble y amenazador en el campamento y en su pensamiento, al pie de la tumba de Sheshonk, se volvía una puerilidad en plena ciudad de El Cairo, en la lógica y razonable civilización, rodeados de montañas de hormigón y montones de personas corriendo presurosas en todas las direcciones. El teniente empezaba a especular con que no tenía que haber molestado al ocupado Yusuf con tamaña trivialidad, esto supondría un baldón en su carrera militar y en la confianza que hasta entonces le había mostrado su jefe.

Sin embargo, Yusuf no opinaba de la misma manera, los indescifrables mecanismos de relojería de su cabeza habían empezado a moverse, al principio lentamente, luego más deprisa, hasta alcanzar una velocidad regular, como el motor de un coche bien reglado. Él también había oído referir en varias ocasiones el mito de que las tropas hebreas con el Arca al frente eran invencibles. Necesitaba más datos, el combustible que alimentaba su máquina.

—Si no han encontrado el artefacto, ¿cómo han llegado a esa conclusión?

—Por los jeroglíficos esculpidos en las paredes de la tumba, una vez traducidos los investigadores han concluido que los israelitas poseían una especie de fórmula alquímica capaz de envenenar a sus adversarios en el combate. Quizá no tenga importancia y le he molestado por nada —añadió Osama intentando ensayar una disculpa antes de que el coronel le declarase un completo incompetente.

—No, no, ha hecho bien en contarme todo esto —le tranquilizó Yusuf mientras le daba una palmada rápida en el antebrazo.

El coronel pensaba. No creía, ni mucho menos, que un supuesto ingenio de cuando se hacía la guerra con lanzas y flechas supusiera una amenaza real para los tecnológicos tiempos actuales. No obstante, el problema no era lo que pensaba él, si no lo que pensarían los demás.

Por de pronto, la primitiva idea de enviar el Arca hacia centroeuropa para allí dormirla por un tiempo se le mostraba ahora no tan inmediatamente viable. Yusuf estaba seguro que el gobierno egipcio querría averiguar antes si había algo de cierto en ese asunto del arma. Él, desde luego, aconsejaría que no se demorase la estancia del Arca en territorio egipcio ni un minuto más de lo estrictamente necesario, pero poco más podría hacer.

Lo que más temía Yusuf era que los israelíes se enterasen de que su añorada Arca de la Alianza estaba en territorio egipcio y se decidiesen a intervenir para recuperarla, más ahora que había acaecido un cambio en la cartera de defensa. El nuevo ministro, David Leví, era un halcón sionista de los más peligrosos para la estabilidad de la zona. Los hebreos serían capaces de todo por recuperar el objeto y, si se enterasen que el arma de su dios Yahvéh podía ser recuperada del olvido… , ya no digamos. No quería ni imaginar la excitación mística que les entraría a algunos miembros del gabinete judío.

Yusuf no podía afirmar si el asunto del arma no sería más bien un duro golpe para los fundamentalistas religiosos, porque si se demostrase que el supuesto poder de Dios era en realidad una vulgar sustancia química que envenenaba a los adversarios… Aunque, bien pensado, seguro que a los iluminados les daría lo mismo, ciegos de luz dirían que era precisamente la fórmula lo revelado por Yahvéh y que ahora su dios se la volvía a dar a conocer para que la usasen contra sus nuevos enemigos, sus vecinos árabes.

A Yusuf le sacudió un escalofrío que se transmitió hasta la mano con la que agarraba el asa de la taza de café, el líquido se derramó levemente en el plato, hasta el teniente se dio cuenta.

—Escúchame Osama —empezó a decir el coronel, que pasaba del tratamiento formal al tuteo cada vez que tenía algo importante que decir—, voy a tener que informar del detalle del arma. No voy a darle mucha importancia, pero voy a tener que ponerlo en conocimiento de los de arriba, ¿comprendes? Cuando lo haga no sé lo que va a pasar.

—Entiendo —asintió el teniente muy tieso en su asiento, cuando estaba con Yusuf era incapaz de sacudirse la rigidez que le atenazaba los miembros.

—¿Cuánto tiempo crees que tardarán en desenterrarla? —preguntó el coronel mientras sacaba su sucio pañuelo para limpiarse las gafas.

—No lo sé, pero creo que no demasiado —aseveró Osama.

—Está bien, esto es lo que quiero que hagas…

Yusuf se interrumpió para beber otro sorbo de café o para darse tiempo para pensar en lo que iba a decir. Su mirada era todavía más penetrante sin las lentes puestas, sus pobladas cejas blancas contrastaban tanto con los ojos negros que todavía los hacía más oscuros.

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