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Authors: Alfredo del Barrio

La reliquia de Yahveh (47 page)

BOOK: La reliquia de Yahveh
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—Seguiremos como hasta ahora, a no ser que lleguemos a algún punto muerto — añadió la francesa mientras ambos salían de la caja del camión.

Por si acaso, Marie se dejó una puerta abierta para futuras e inesperadas vicisitudes. Tampoco estaba tan en contra de la técnica, sabía que no se puede vivir en el pasado, ni siquiera pueden los que se dedican a escudriñarlo.

El almuerzo fue casi monacal, discurrió en un completo silencio por parte de los cuatro integrantes de la expedición, todos parecían pensar en sus propios problemas: John en su traducción, Alí en su incapacidad para trabajar bajo tierra, Marie y Osama en el frágil armazón que estaban levantando en el agujero, sin ver la manera de poder hacerlo mejor.

Gamal había preparado unas costillas asadas, aunque no sirvieron para saciar totalmente el hambre de Osama y de Marie. El joven egipcio tuvo que recurrir a los postres hipercalóricos que guardaba para la noche, auténticas bombas energéticas, de un dulce más denso que melaza concentrada, tan empalagoso que casi amargaba. Dos pastelitos bastaban para quedar saciado y con la conciencia pringosa por haber comido unos suplementos energéticos que nunca podrían llegarse a quemar.

Después de un reposado té, también sin mucha conversación, volvieron cada uno a su tarea, John a enclaustrarse en el camión, Marie y Osama al interior de la tumba, a apuntalar el difícil agujero que estaba taladrando Ahmed, y Alí a ayudar al resto de los obreros a retirar la arena, aunque siempre lo más cerca posible de la superficie.

No les pasó nada digno de referir, salvo a Alí, aunque más por lo esperpéntico que por lo importante. Éste, mientras estaba fuera descargando uno de los cestos de mimbre que le había pasado Husayn, su eslabón vecino en la cadena, vislumbró entre el montón de escombros lo que le pareció un
escarabeo,
una de las figurillas con forma de escarabajo pelotero que los egipcios portaban como amuleto y que se encontraban por decenas en todas sus tumbas.

Los antiguos sacerdotes del país del Nilo creían que la especie de este insecto carecía de hembras, que todos los ejemplares eran machos que se reproducían fecundando la bola de estiércol que transportaban de un lugar a otro y que a los egipcios se les antojaba que era una representación del sol en su perpetuo ciclo cósmico. Lo de crear vida de la nada, de la materia muerta, fue algo que siempre atrajo a los hacedores de mitos y forjadores de deidades.

El caso es que Alí, viendo el oscuro y brillante coleóptero, creyó que sería de negro azabache y se agachó para cogerlo. Mayúscula fue su sorpresa al comprobar que el supuesto talismán tenía vida propia. El escarabajo movió sus patas y Alí movió las suyas, las superiores para lanzar el insecto lo más lejos que pudo, las inferiores para desplazarse a veinte metros del lugar en un suspiro.

El conservador del Museo de El Cairo miró a su alrededor azorado, menos mal que nadie advirtió la poco digna maniobra que había realizado. Casi no se reconocía.

A las ocho de la tarde ya habían penetrado unos 30 metros en el depósito de tierra, los apoyos parecían aguantar y todavía no habían visto ningún muro o pared que les indicase la anhelada continuación de la tumba.

Mientras más descendían más dura estaba la tierra y más difícil era retirar los cestos cargados de escoria, por suerte estaban haciendo el túnel lo suficientemente alto como para no tener que encorvarse mucho cuando transitaban por él. A Marie y Osama no les quedó más remedio que convertirse en espontáneos porteadores y echar una mano con los capazos, porque Ahmed ya no iba tan deprisa como para mantenerles ocupados todo el tiempo fijando los numerosos tubos y maderas que apuntalaban el techo y que, por cierto, se estaban acabando.

El mayor problema, sin embargo, era la angustiosa sensación de estar cada vez más lejos de la superficie, del aire libre. Más que una tumba les parecía estar en un hormiguero, y ellos eran ahora las atareadas hormigas ampliando su nido. Pero éste era un inconveniente imposible de solucionar.

A las siete de la tarde Marie decidió que la jornada había tocado a su fin, estaban casi exhaustos. Salir a la ya débil luz del sol fue todo un alivio.

Los trabajadores no tardaron mucho en irse, preferían recobrar las fuerzas en su aldea que quedarse por más tiempo en el campamento. Gamal, después de informar a Osama que la cena estaba hecha y que podían comerla cuando quisieran, se fue también con sus familiares.

El teniente, Marie y Alí relajaron sus doloridos músculos a la sombra de un toldo, todavía era temprano para cenar; además, después de un esfuerzo físico continuado nunca se suele tener mucha hambre, lo que experimentaban mayormente era una sed rabiosa.

A John no se le veía por ningún sitio, pero era fácil imaginar dónde estaba.

—Estoy rendida —confesó Marie mientras trataba de masajearse las piernas por debajo de su sucio pantalón color avellana.

—Yo mañana tendré agujetas —declaró Alí que, aunque su quehacer había sido menos intenso que el de Osama y Marie, no estaba acostumbrado a sufrir esta clase de trajines.

Osama prefirió no declarar su cansancio para parecer más entero que sus dos compañeros, aunque su rostro algo inflamado e incendiado no cesaba de delatarle.

—Lo que más me fastidia es que seguro que esta noche tendremos sesión literaria —declaró Marie lanzando un golpe de testuz que señalaba al camión donde seguro John estaba ultimando su traducción.

Fue decirlo y el inglés salió del gran vehículo con una cara de satisfacción que distinguían perfectamente desde donde estaban tumbados. Él también les vio y se dirigió hacia ellos.

—¿Qué tal? —preguntó cuando llegó a su altura.

—He tenido días mejores —respondió Marie con desgana.

—Así que ya sabéis cómo se sentían los esclavos de Sheshonk —ironizó el inglés mientras daba un trago a una de las botella de agua de medio litro que había recogido del suelo.

—¿Y tú? ¿Qué tal se vive como escriba del faraón? —devolvió Marie mientras le lanzó una patada a la espinilla que hizo que el agua le mojase toda la camisa.

—Bueno, siempre es mejor ser funcionario que obrero, siempre ha sido así en todas las épocas —contestó John mientras se ahuecaba la ropa para secarla.

—Sí, siempre ha habido clases —dijo simulando repugnancia la francesa.

—No te pongas así —rió John—, mañana os ayudaré, ya he terminado la traducción de los jeroglíficos.

—¿Son interesantes? —consultó Alí.

—Sí, decididamente muy interesantes —aseguró el inglés mientras lanzaba una mirada cómplice a Marie que ésta no pudo descifrar.

—Así que esta noche toca reunión de trabajo —entendió Osama fastidiado, por fin había evidenciado una indirecta muestra de su disimulado agotamiento.

—La mejor hora para narrar cuentos de brujos y hechiceras es la hora del crepúsculo —señaló John mientras volvía a mirar a Marie con una candidez que escondía el artificio de sus palabras.

—¿Qué quieres decir? —preguntó intrigada la francesa —. ¿Nos vas a contar un cuento de miedo para que no podamos luego conciliar el sueño? Te advierto que hoy yo dormiría sobre la rama de un árbol.

—Pero aquí no hay árboles —objetó John cambiando de tema porque no quería desvelar más de lo que ya había desvelado.

—No hay árboles, pero sí enramadas y espesas frondas —manifestó Marie refiriéndose a la oscuridad de las palabras de John.

Así, discutiendo, se levantaron y fueron a la tienda cocina. Osama y Alí les siguieron, ambos mirándose y diciéndose sin palabras que algo había de extraño en el comportamiento de los europeos, en su descarada familiaridad.

—¿Marie y John no están casados, verdad? —dijo quedamente el militar al conservador del Museo de El Cairo.

—Creo que no, pero como sigan por ese camino pronto lo estarán —afirmó Alí.

Ambos rieron quedamente antes de entrar en la tienda para cenar.

La colación pasó sin pena ni gloria. No tardaron mucho en hacer desaparecer las viandas de Gamal. A pesar del apetito que gastaban no faltaron comestibles, el cocinero se había asegurado que no le aconteciera otra vez lo que le había pasado esa misma mañana. Había preparado platos de comida para un regimiento de lanceros, caballos incluidos.

Casi todos optaron por cambiar el relajante té de sobremesa por un café cuando vieron la cantidad de folios que John dejó sobre la mesa.

El inglés no esperó mucho tiempo antes de ponerse a leerlos sin pedir permiso a nadie.

Yo, Sheshonk, el dios que respira, nacido del Sol, vencedor de la oscuridad, portador de las dos coronas y los tres cetros, columna-djed del Nilo, símbolo de vida, paz de los fuertes.

Yo, Sheshonk, que todo lo veo, que todo lo escucho, que todo lo sé o lo sabré, publico en duradera piedra la historia pasada, presente y venidera. Mi rostro se quita el velo, porque así lo quiero y puedo.

Años de silencio tuve, años de fragor y guerra, rayos de luz y relámpagos de tinieblas, brisas de sosiego y huracanes de confusión en las innúmeras revoluciones de los cielos. Todo lo dejo escrito para recordarlo en mi otra vida, porque nada quiero perder, porque todo quiero guardar en la memoria.

Plenos fueron los días de paz en mi reino una vez arrancadas las cizañas que impedían crecer la fresca hierba. Días llenos de dicha para mis subditos, alegres para mis ganados, gozosos para mis campos regados. No había lazo, no había red que estorbase la expansión de mi poder, no había sombra que no fuese derrotada por el sol, excepto la que anidaba en el corazón del faraón. Sheshonk, hijo del dios, echaba de menos a su hermana Nefiris, hija del dios.

Lejos estaba Nefiris, en la corte del dios Oriental, soberana en un reino extranjero. Mensajeros nos conectaban, traían y llevaban noticias, porque los dioses deben saber de los otros dioses.

Nefiris también sentía tristeza por estar apartada de su país, de la nación del río que todo lo engendra, por estar alejada de su hermano, que todo lo entiende.

Nefiris, ternura de Hator, tuvo un hijo de Salomón su esposo. Le puso por nombre Roboam y su destino sería suceder en el trono a su padre.

Nefiris, fuerte en Bastet, aprendió los secretos de los sacerdotes hebreos, sus poderes y sus armas, amparada por su posición, ayudada por su saber, protegida por Yeroboam, nuestro fiel siervo, que nunca se separó de ella.

En la hermética Jerusalén, casa del dios Oriental, continuó con su instrucción en las técnicas de los augurios, aprendió los secretos nombres y los ocultos lugares, penetró en el lenguaje de los sueños, vaticinó usando los urim y thummin sagrados, observó el dilatado baile de los astros, contó el número de estrellas, leyó las crónicas de los orígenes de cada mundo, estudió los misterios de los números, comprobó las arcanas e íntimas proporciones de las figuras, se instruyó en la ciencia de Imhotep, practicó el noble oficio de la edificación de templos y llegó a ser competente en el arte de la mezcla de los principios perfectos para obtener sustancias nunca vistas antes en la naturaleza.

Escudriñar en todo lo que hay y deducir todo lo que tiene posibilidad de ser fue su gran pasión. Nefiris, la de lejana visión. Porque todo lo real puede ser pensado, y todo lo pensado puede llegar a ser real. Pero sin romper el mundo, sin despertar a los demonios, sin intentar hacer esclavos a los propios dioses.

Así pasamos los años inclementes, alejados de nosotros mismos, recordando el tiempo que vivimos juntos. La soledad existe aunque estemos rodeados de muchedumbres, igual que la sed se siente en medio del más inmenso mar.

Pero los años no son tan despiadados como para no consumirse por entero. Algo cambió, porque todo cambia y nada permanece en la frágil existencia de los desdichados humanos y los inestables dioses.

A Jerusalén llegó una reina de una lejana ciudad, de un lejano país, de un lejano mundo, que cautivó a Salomón con sus ignominiosas hechicerías.

Acompañada de demonios, muertos en la vida, vivos en la muerte, se apoderó de la ciudad, regaló al rey caravanas de oro y joyas, perfumes y lujosas telas. Pero con intención de llevarse más de lo que trajo, porque sabía que dar un poco al que tiene mucho es perder hoy para recibir todos los días.

Aduló la sabiduría de Salomón preguntando enigmas que ya sabía, pidiendo consejos de los que no hacia caso, así hasta que se ganó el corazón del monarca para su causa. Elogió también a los sacerdotes de Israel y a su vengativo dios, exaltó a las doce tribus, una por una hasta la saciedad, festejó hasta el polvo y las piedras del país, porque no hay nada que traicione más a los inteligentes que la vanidad y que engañe más a los fatuos que la amistad de los poderosos.

El rey se volvió loco de amor, inflamado por la belleza y ostentoso aparato de la extranjera reina y, también, por las pócimas que le suministraba la terrible maga.

Nefiris, hija del dios, furia de Sejmet, no soportó verse desplazada del sitial del trono, no soportó ver como su esposo caía en las confusas añagazas de la magia más oscura. Salomón, fascinado por el terrible y sinuoso conocimiento de las puertas falsas, atraído por los atajos que procuran los caminos erróneos, seducido por procedimientos ajenos a cualquier ley mortal o principio divino, atrapado por un deseo que ahoga toda razón, otorgó su plena confianza a la maligna bruja, ciego por querer ver más allá, porque no hay sabio al que no le venza su propia sabiduría.

Nefiris, rápida en ardides, feraz en astucias, espíritu de Thot, urdió una emboscada contra la fatídica embaucadora. Yeroboam, fiel consejero, con un grupo de hombres de su confianza atacó a la bruja, pero no consiguió matarla, los esclavos sin alma que la custodiaban no sentían los golpes de las espadas, sus heridas no sangraban.

Salomón, ciego mortal, se enteró, se enfadó y repudió a su esposa mandándola al exilio. Nefiris, flor del pensamiento, tuvo que huir de Jerusalén junto con Yeroboam.

Yo, Sheshonk, dichoso en Amón, recuperé así a mi hermana, que volvió a Egipto huyendo de Salomón y dejando allí a su hijo Roboam, heredero del trono hebreo.

Felices días fueron los de mi casamiento con Nefiris, hermana recobrada, delicia anhelada durante tanto tiempo. Egipto recuperó toda su sangre real y de ella nació un rey de doble estirpe divina y doble poder, nuestro hijo Osorkón, príncipe incontestable que sellará esta tumba y que reinará llevando la corona blanca y la corona roja, las Dos Poderosas, en la misma frente.

Hator se apoderó de nuestras vidas, una fiesta era Egipto para nuestros ojos. El trigo crecía más firme y producía tres veces más grano, las vacas ofrecían más leche a sus terneros, las ovejas prodigaban lana ya teñida por la púrpura, los pájaros cantaban, incansables, la dichosa canción de la felicidad.

Pasaron los años y llegaron nuevas desde las tierras del dios Oriental, allí donde Nefiris había dejado a su hijo para gobernar. Salomón había muerto dejando el poder de los hombres a Roboam y el de los dioses a Menelik, el hijo que había tenido con la infame reina hechicera y que había vuelto de su ignoto país para hacerse cargo de su parte de la herencia.

El pueblo judío, descontento con Salomón y sus numerosos impuestos, a punto de sublevarse estaba al verse libre del yugo del autoritario monarca y al no tener, su hijo Roboam, todavía consolidado el trono.

Nefiris, hija de un dios, esposa de un dios, madre de un dios, quería subir a defender los intereses de su otro hijo extranjero, pero sabía del gran poder que controlaban los sacerdotes del dios Oriental, el que escondían en un Arca dentro del Templo de Salomón. Nefiris quería rasgar el velo del Templo, ver lo que había dentro, porque nunca se permitió el paso a las mujeres dentro del tabernáculo, aunque fuese la mismísima reina y esposa del Sumo Pontífice Salomón. Eso le quedó pendiente y eso la decidió a intervenir.

Yo, Sheshonk, hijo del dios, a pesar de los obstáculos, adopté los criterios de Nefiris, mi hermana-esposa, y emprendí la guerra para defender los intereses de Egipto y de mi sobrino Roboam.

Reuní un ejército como nunca antes se había visto sobre la tierra: innumerables carros de guerra de afiladas ruedas, enjambres de jinetes, miríadas de hombres desgarrando la tierra. Treinta generales encabezaban treinta estandartes con los colores blanco y rojo del Nilo. Egipcios y libios, tanitas y gente de Kush, todos seguían a su señor. Era la viva fuerza de un dios que se derrama sobre sus espantados enemigos.

Yo, Sheshonk, dios viviente, aconsejado por Nefiris, mi amante esposa divina, y Yeroboam, leal sirviente, no busqué la confrontación directa con las tropas de los sacerdotes del dios Oriental. Subí hasta los desiertos de Judá y me apoderé de todas las ciudades fortificadas de la frontera del sur. Mantuve tres ejércitos rodeando Jerusalén pero sin dejarse ver: uno bajo mi mando, otro bajo el mando de Nefiris y otro que seguía a Yeroboam en su viaje al norte del país.

Yeroboam, con muchos amigos todavía en Israel, intentó convencer a las tribus del norte para que apoyasen la sublevación y cerrasen el paso a Menelik al poder sacerdotal. Muchas tribus consistieron con el plan de Yeroboam y no intervinieron aportando tropas a los sacerdotes. Jerusalén estaba aislada.

Los regimientos de Sheshonk campaban a sus anchas por el país, sin encontrar oposición que no fuese derrotada; pero la capital, la altiva Jerusalén, estaba cerrada. Nefiris intentó convencer a su hijo para que les dejase entrar en la ciudad por las buenas, sin derramamiento de sangre. No tuvo éxito.

Roboam no reconocía a su madre como madre, la había olvidado completamente. Las castas sacerdotales, ungidas por el mal, habían ocultado y falseado su ascendencia egipcia. Cuando Nefiris abandonó Israel, exiliada por Salomón, su hijo era muy pequeño, no recordaba nada. Roboam no quiso abrir los portones de la muralla.

Nefiris, sabedora de que el Arca era un arma muy poderosa, no consintió que las tropas egipcias asediaran Jerusalén, sabía del peligro y sabía que podían salir huyendo al ver el poder del Arca del dios Oriental en acción. Los tres ejércitos, en continuo movimiento, siguieron siendo invisibles para los habitantes y las tropas de la ciudad.

Otro camino se le ocurrió a Nefiris, mente omnipotente, para rendir la capital. Ofreció a Menelik una entrevista, a espaldas de su hijo Roboam, oculta a los clérigos hebreos.

Nefiris, palabra verdadera, persuasión certera, le hizo sentir el torbellino de hombres que traían los ejércitos de las arenas y le introdujo ponzoñosas insidias sobre la traición de la que sería objeto por parte de la clase sacerdotal hebrea y del propio Roboam.

Menelik, inexperto joven que todavía no había conquistado la confianza del clero y que recelaba de Roboam, claudicó, abrió las puertas de Jerusalén en el momento convenido.

Sorpresa fue para todos la traición de Menelik, desconcierto perfecto que se aprovechó para someter la ciudad sin encontrar ninguna resistencia por parte de la población.

Yo, Sheshonk, voluntad de poder, ayudado por el silencio de la noche aniquilé a la guardia y a los sirvientes del palacio de Roboam, rodeé el Templo de soldados y controlé todas las murallas y bastiones defensivos. Los habitantes se acostaron hebreos, se levantaron egipcios.

Roboam, el hijo díscolo, se resistió a aceptar el estado de las cosas, no quiso admitir su sangre egipcia y por ello fue castigado. Se le mantuvo en el trono, pero solamente se le concedió su soberanía en la ciudad y en una parte pequeña del territorio, lo demás fue entregado a Yeroboam como pago por sus servicios. Yeroboam fue proclamado rey, el rey amigo del faraón y de su hermana-esposa.

A Menelik se le despojó de toda distinción y fue expulsado del país junto con sus seguidores. El que traiciona no puede quejarse de ser traicionado.

Nefiris, dignidad Mut, entró en el Templo, se apoderó de sus secretos. Mandó cargar en carros todos los tesoros que encontró para trasladarlos al país del Nilo como botín de reparación y acortó los días de todos aquellos sacerdotes que conocían los misterios del Arca. Incalculables eran las piezas de oro, interminable la caravana que salió de las murallas de Jerusalén. La gloria de Sheshonk sería recordada hasta agotarse la memoria de los humanos.

El regreso fue radiante, la procesión de los tesoros fue vista por todos los pobladores de las orillas del Nilo. Todos alababan a su faraón, todos se postraban ante su divinidad triunfante, vencedor del dios Oriental.

Nefiris, sacerdotisa de Bastet, inagotable fuente, discurso de verdad, desentrañó la magia del Arca, porque lo único capaz de despertar nuestra curiosidad es lo inexplicable. Descubrió el secreto de los sacerdotes del dios Oriental, conoció la fórmula de su poder, lo que les hacía invulnerables en la furiosa guerra.

Una rebelión en el sur de Egipto se produjo entonces. Las ingratas gentes de Kush, de oscuro corazón, de sombrías intenciones, de pérfida alma, se alzaron en armas, desafiando a su Señor Sheshonk, regente de su destino, dueño de su tiempo en la tierra.

Nefiris, mujer del amanecer, propuso a su hermano-esposo el ser ella la que se hiciese cargo de la situación. Sheshonk nada le podía negar a la hija de un dios, por eso accedió a poner un irresistible ejército bajo su mando.

Nefiris, potencia de Sejmet, se llevó el Arca a los confines del país, allí donde brota el Nilo, dispuesta a someter a los enemigos usando el aprendido poder del dios Oriental.

Nefiris, conductora de hombres, llegó hasta las ciudades rebeldes de Meroe y Napata siguiendo el cauce del río hasta su escondido nacimiento. A sus afueras, acampó, esperando el ataque que pronto debía producirse.

A los dos días se le presentaron las tropas que había de derrotar, altos infantes con escudos rojos y la cara teñida de enojo. El día se prometía glorioso para unos, desastroso para otros.

Nefiris ordenó que los cuatro soldados más veloces llevasen a cuestas el Arca hasta las filas enemigas, que allí la desplegasen y que salieran corriendo procurando moverse a lo largo de las formaciones contrarias.

La nube mortal del dios Oriental envolvió a los adversarios en furioso pánico y los derrotó completamente.

Pero el hálito de Shu cambió de repente y la mancha rodeó también a las tropas del faraón sin que nadie pudiera evitarlo. Grande fue la mortandad, inconmensurable el dolor de Nefiris al ver a tantos soldados exánimes, la flor de Egipto había sido marchitada.

La guerra cambia todos los corazones. A pesar de pacificar la región y castigar a los agitadores, Nefiris, tristeza desolada, volvió a Bubastis sin gran parte de sus tropas, sombría y decidida a enterrar la causa de la maldición, lo que no debía haber sido nunca despertado. El poder incontrolable no es poder, es confusión, es muerte, es dolor. La Serpiente del Caos tenía que ser destruida, tenía que ser olvidada, sólo así la paz volvería a la nación del sol.

Menelik, desterrado de Jerusalén, hijo bastardo, expulsado de su propia patria, extranjero en todos los sitios, llegó a Egipto tiempo después y pidió clemencia a Sheshonk, pidió un lugar donde establecerse él y su séquito. Sheshonk, prudencia compasiva, le dirigió a Kush y le permitió vivir allí mientras el sol calentase las arenas de sus días.

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